Lo moderno
Dickens o Kafka nunca presumieron de cambiar la historia de la literatura y, sin embargo, la cambiaron
Hay que ser absolutamente moderno¡±, dijo Rimbaud. Y siglo y medio despu¨¦s sufrimos a¨²n las consecuencias. Esa frase, adem¨¢s de intimidatoria, comenta Calasso en La Folie Baudelaire, ha dejado innumerables v¨ªctimas, numerosos ¡°escritores con frecuencia mediocres, pero decididos a todo, con tal de seguir la consigna de lo que los hab¨ªa cegado¡±.
En los ¨²ltimos tiempos recibimos noticia constante de gente no consciente de que de nada sirve que sean ellos mismos quienes digan que son innovadores, pues a la larga, si son revolucionarios o tecnoplastas, lo habr¨¢ de juzgar el digital tribunal del tiempo, siempre implacable. Dickens o Kafka nunca presumieron de cambiar la historia de la literatura ni la historia de nada y sin embargo la cambiaron. Es una prueba de que para transformarla no se necesita ir vestido al ¨²ltimo grito. El futurista Julien Gaul presumi¨® de ponerlo todo patas arriba y hoy nadie le recuerda. Si mi generaci¨®n muri¨® de Thomas Bernhard, algunos sectores de las siguientes van camino de asfixiarse de tanta pesadez, inercia y opacidad del mundo que se adhiere a la escritura de sus campanudos te¨®ricos de lo nuevo.
En su momento, solo Baudelaire estuvo a la altura de las circunstancias y quiz¨¢s por eso hoy es el ¨²nico moderno que no nos parece anticuado. Brummell nos ense?¨® que la cumbre de la elegancia es la ¡°simplicidad absoluta¡±. Y Baudelaire que la modernidad m¨¢xima se alcanza no siendo moderno y limit¨¢ndose uno a aborrecer el movimiento interno del mundo en el que vive, aunque reconoci¨¦ndole una ¡°utilidad misteriosa¡±.
De hecho, la revoluci¨®n de Baudelaire, sugiere Calasso, fue de car¨¢cter ¡°conservador¡±. Baudelaire hab¨ªa le¨ªdo a Joseph de Maistre y a Chateaubriand, y de ellos aprendi¨®, como ha escrito Christopher Dom¨ªnguez Michael, ¡°el secreto de la innovaci¨®n anacr¨®nica, la capacidad de traducir aquello que parece provenir de una lengua muerta¡±. De hecho, mentalmente, fue m¨¢s fiel al pintor Ingres y a la Edad Media que al rom¨¢ntico Delacroix. Y no puede decirse que teorizara demasiado sobre la modernidad, m¨¢s bien busc¨® averiguar su esencia, aislarla como elemento qu¨ªmico, registrar el peculiar, incesante bramido nervioso que la corro¨ªa y exaltaba desde siempre. No la leyenda de los siglos, sino la leyenda del instante, en su volatilidad precariedad; la leyenda de un presente que percib¨ªa que cada vez comunicaba m¨¢s con la decadencia y el vac¨ªo. Y en el vac¨ªo, ya es sabido, siempre acaba uno top¨¢ndose con alg¨²n c¨¦lebre desconocido. Un d¨ªa, le mostraron a Baudelaire un fetiche africano, una peque?a cabeza monstruosa tallada en un trozo de madera por un pobre negro. ¡°Es realmente fea¡±, le dijo alguien. ¡°?Cuidado!¡±, dijo ¨¦l, inquieto. ¡°?Podr¨ªa ser el verdadero D ios!¡±.
En la ¨²ltima p¨¢gina de La Folie Baudelaire (Anagrama, excelente traducci¨®n de Edgardo Dobry), en la descripci¨®n de un instante, Calasso parece apresar el secreto de ¡°la innovaci¨®n anacr¨®nica¡± y la estremecedora y verdadera ¨ªndole de lo moderno: ¡°El rumor continuo de los troncos cayendo sobre el empedrado de los patios. Eran descargados de las carretas, casa por casa, ante la inminencia del fr¨ªo. La le?a cae al suelo y anuncia el invierno. Baudelaire vela. No tiene necesidad de ninguna otra cosa que no sea ese sonido, sordo, repetido¡¡±.
Casi o¨ªmos ah¨ª, mezclada con la ca¨ªda ahogada de los le?os, la laboriosa respiraci¨®n del poeta ante el invierno. Baudelaire vela y se prepara para escribir ¡ªcon el nervio de su elegante simplicidad absoluta¡ª unos versos que hoy son leyenda, pero tambi¨¦n ¡ªpor pertenecer a nuestro m¨¢s rabioso y pat¨¦tico presente¡ª lo m¨¢s moderno que uno puede leer en estos d¨ªas en los que comprobamos que nada es nuevo y todo se repite tr¨¢gicamente en el incesante bramido que nos exalta desde siempre: ¡°Escucho temblando cada tronco que cae. El pat¨ªbulo que erigen no tiene eco m¨¢s sordo¡±.
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