El futuro no est¨¢ aqu¨ª
Tensi¨®n futuro-pasado. Pendientes de lo ¨²ltimo-¨²ltimo y a la vez inmersos en una era Re Un ¡®revival¡¯ continuo en moda, cine, literatura y m¨²sica, puesto en bandeja por Internet ?Signo de agotamiento? ¡®Retroman¨ªa¡¯, del cr¨ªtico musical Simon Reynolds, indaga en esta obsesi¨®n
Resulta infrecuente que un estudio musicol¨®gico se convierta en acontecimiento cultural, discutido en todos los frentes, alabado o rebatido con ardor. Pero tampoco Retroman¨ªa es un texto convencional: contiene un minucioso an¨¢lisis de la atracci¨®n fatal del pop ¨Cy de la cultura contempor¨¢nea¨C por el pasado. Su autor, el brit¨¢nico Simon Reynolds, no pierde oportunidad de citar como testigos de la acusaci¨®n a los pensadores franceses de moda, pero tambi¨¦n a?ade reporterismo, con visitas a inquietos instigadores de tendencias, y autobiograf¨ªa: al desembarcar en Oxford, conoce a estudiantes hippies, aprende de un mod de origen asi¨¢tico. Estamos ante un cat¨¢logo de obsesiones que Reynolds comparte, pero tambi¨¦n deplora.
La potencia de Retroman¨ªa reside en que tiene algo de test de Rorschach. Su lectura inquieta, indigna, dispara gestos de asentimiento; provoca reacciones que revelan nuestra postura ¨ªntima ante la din¨¢mica cultural dominante. Ese secreto vergonzante que anticipaba un grupo brit¨¢nico de los ochenta: El Pop Se Comer¨¢ A S¨ª Mismo. Aunque Pop Will Eat Itself era una banda de corto vuelo, lo que se tom¨® como provocaci¨®n ha sido profec¨ªa. Pero somos can¨ªbales felices; nos damos el gran fest¨ªn con el carnoso misionero que, te¨®ricamente, ven¨ªa a instruirnos sobre la voluntad innovadora del pop y el imperativo de la originalidad.
Ya se ha perdido la ¨¦pica de revivalistas como The Cramps, que definieron su est¨¦tica investigando la producci¨®n rockabilly de olvidados paletos del sur de EE UU, o la audacia pol¨ªtica de The Specials y dem¨¢s integrantes del clan 2-Tone, que arrebataban a amenazadores skinheads la ¡°propiedad¡± del ska jamaicano, con una agenda multirracial.
No, no hay que investigar entre los ancianos de la tribu, agobiarse en tiendas de segunda mano o romperse la cabeza averiguando c¨®mo se lograba tal sonido: lo tenemos todo al alcance del rat¨®n. Internet contiene el jukebox celestial, que promete todo lo que se ha grabado en los ¨²ltimos cien a?os. Es mentira, pero se enriquece con la dimensi¨®n visual de YouTube. Creemos que toda la informaci¨®n hist¨®rica est¨¢ all¨ª, si se sabe explorar la Red.
Hubo un tiempo en que ese conocimiento y esos accesorios solo se pod¨ªan conseguir en Jap¨®n, en distritos tipo Shibuya, donde comercializaban los discos m¨¢s raros y los complementos necesarios para evocar un periodo, un sonido. Reynolds conversa con el novelista David Peace, casado con una japonesa, que se pasm¨® al encontrarse con m¨²sicos nipones que reproduc¨ªan el look y el repertorio de bandas de punk derechista como Skrewdriver.
No vale recurrir al consumismo japon¨¦s y su reverencia por los modelos consolidados. Quitada la hojarasca de lo oriental, Reynolds descubre que el fen¨®meno es hoy universal, con la proliferaci¨®n del hipster: consumidor selectivo que marca su territorio levantando la patita y dejando un olor que solo detectar¨¢n otros connoisseurs que comparten referencias vintage.
Tampoco se necesita un olfato especial para ver que el pasado se resiste a ser enterrado. Aunque falten miembros esenciales, siguen activos muchos grupos legendarios: los Doors actuales ¨Csu nombre definitivo depende de litigios¨C ya han dado m¨¢s conciertos que los originales, con Jim Morrison al frente. Lo que no impide que proliferen las tribute bands (an¨®nimos imitando a sus ¨ªdolos) o los hologramas de difuntos tales como Elvis Presley, Frank Sinatra o el rapero Tupac Shakur. Son las delebs o dead celebrities. Celebridades muertas y resucitadas.
Reynolds advierte que vivimos en la era Re. Un prefijo omnipresente en cine, literatura, moda y, sobre todo, m¨²sica pop: reediciones, reapariciones, remakes, incluso reconstrucciones de conciertos se?alados. No nos conformamos con el relanzamiento de discos m¨ªticos, en ediciones ampliadas o cajas exhaustivas. Ahora se requiere que los artistas recreen ¨ªntegramente esos discos, lo que nunca hicieron en su momento. Se impone la voluntad del consumidor, que paga gustoso un plus por disfrutar de un evento a la medida. Una t¨¢ctica que ya ha llegado aqu¨ª, con Kiko Veneno tocando ?chate un cantecito (1992) o las asturianas Nosotr?sh recuperando su tercer ¨¢lbum, Popemas (2002). Advi¨¦rtase el acortamiento del periodo que permite una nostalgia digna: basta con que hayan pasado diez a?os.
Tiene su l¨®gica: al desmaterializarse la m¨²sica con el MP3 y el iPod, se revaloriz¨® el evento. La hiperabundancia de grabaciones disponibles provoca indiferencia y apat¨ªa: miles de horas se quedan durmiendo en los discos duros. Sin embargo, la experiencia del directo es intransferible: se monetiza a¨²n m¨¢s mediante f¨®rmulas como las entradas VIP, que incluyen la posibilidad de saludar al artista.
Manda el cliente¡ o puede que no. Piensen en Ron y Russell Mael, alias Sparks: en 2008 tocaron sus 20 ¨¢lbumes en otras tantas noches consecutivas, una temporada coronada por un concierto consagrado a su trabajo n¨²mero 21. Elijan: una panzada para sus fans, un fenomenal ego trip de los protagonistas o una ocurrencia de Guinness. Pocos artistas se resisten a la tentaci¨®n de unas concesiones que justifican subir el cach¨¦. Han aceptado hasta m¨²sicos tan belicosos como Sonic Youth, a los que Reynolds atribuye el rol de banda-portal. Explica que a trav¨¦s de ellos se accede no solo a influencias musicales y compa?eros-de-viaje del downtown neoyorquino: su actividad es, vaya, multidisciplinar, favoritos de galer¨ªas de arte y museos.
La museificaci¨®n del pop impone la conversi¨®n de ciudades anta?o productivas en parques tem¨¢ticos; se advierte viajando a Liverpool, cuando el piloto anuncia que el avi¨®n aterrizar¨¢ en el aeropuerto John Lennon. Reynolds visita los museos del rock m¨¢s ambiciosos, que cumplen todos los t¨®picos: la oferta ¡°interactiva¡±, la actitud ¡°rebelde¡±, la voluntad ¡°pedag¨®gica¡±. M¨¢s significativo es el solapamiento entre m¨²sica pop y el modus operandi del mundo del arte. Ya hace veinticinco a?os, Brian Eno ampliaba al creador musical la funci¨®n del comisario de exposiciones: ¡°Reeval¨²a y reintroduce ideas que ya no circulan; la innovaci¨®n ya no es la principal ocupaci¨®n art¨ªstica¡±.
De la misma manera, los coleccionistas de discos ejercen como agentes de la cultura pop, siempre que tengan buen o¨ªdo y habilidad para categorizar, que sean capaces de contextualizar sus hallazgos. Enfrentados al desinter¨¦s de las grandes editoras y los propios artistas, establecieron mapas detallados de su producci¨®n discogr¨¢fica. Se sacaron de la manga subg¨¦neros inexistentes cuando se grababan los discos, terminando por generar aut¨¦nticos movimientos: el northern soul, el garage rock, el freakbeat, el sunshine pop, el freak folk.
Reynolds avisa que el gusto por etiquetar, que tambi¨¦n ¨¦l comparte, puede ocultar intereses mercantiles: un rastreador de los detritos de los a?os de vacas gordas puede hacerse con un buen stock de pl¨¢sticos infravalorados; si les pone un nombre ingenioso, abre un nuevo mercado, con precios estratosf¨¦ricos. Menciona el llamado minimal synth, esencialmente techno pop hecho a principios de los ochenta, sin canciones memorables ni producciones profesionales. Una cantera que, de rebote, aliment¨® una tendencia como el electroclash, de escasa incidencia comercial, pero indispensable para entender el fen¨®meno Lady Gaga.
Otra ocurrencia fue transformar en hip y comercial una m¨²sica fabricada con voluntad funcional, sin aparente aliento creativo. Ocurri¨® con la library music, fondos sonoros gen¨¦ricos para cine, publicidad y pel¨ªculas corporativas, que no llegaban a las tiendas de discos. Su magnetismo deriva de la creciente fascinaci¨®n por las bandas sonoras, especialmente las del cine italiano de los sesenta y setenta. Todo encuadrable en el relanzamiento del lounge o m¨²sica ambiental. Aparte de sus valores intr¨ªnsecos ¨Cbuenas grabaciones, portadas divertidas¨C, supon¨ªan una provocaci¨®n para la ortodoxia del rock. De repente se ganaban puntos coleccionando la ex¨®tica de Martin Denny o el ¡°pop de la era espacial¡± del mexicano Esquivel; al rev¨¦s, hablar de Dylan o Lennon supon¨ªa el ostracismo. Hoy se multiplica el pop de bricolaje, facilitado por una tecnolog¨ªa que permite samplear instrumentos, fragmentos o canciones completas del pasado. Creadores antes al¨¦rgicos a la nostalgia, como los m¨²sicos afroamericanos, llevan m¨¢s de treinta a?os fagocitando todos los sonidos a su alcance, a mayor gloria del voraz hip-hop.
Retroman¨ªa contiene toda una jungla de paradojas. Reynolds se enfrenta con extraordinario br¨ªo a la tarea de catalogar nuestra obcecaci¨®n con el pasado. Intenten imaginar a un m¨¦dico que repasa un listado de s¨ªntomas con su paciente. Poco a poco, el galeno y el supuesto enfermo descubren que comparten sintomatolog¨ªa. Pero el doctor insiste en que se trata de una patolog¨ªa para la cual, desdichadamente, carece de soluci¨®n. Reynolds se define como ¡°un viejo post-punk de ideolog¨ªa modernista¡± perdido en un supermercado donde todo es gratis o est¨¢ de rebajas. Solo le queda murmurar, sacudir la cabeza y preguntarse qu¨¦ ocurrir¨¢ cuando el pop termine de devorarse a s¨ª mismo. A su lado, los reci¨¦n llegados al establecimiento est¨¢n disfrutando y no atienden a las advertencias.
¡®Retroman¨ªa. La adicci¨®n del pop a su propio pasado¡¯, de Simon Reynolds, ha sido publicado por Caja Negra.
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