El arte de leer ficciones
Una lejana tarde, hace m¨¢s de cinco milenios, cierto inspirado antepasado nuestro tom¨® una invenci¨®n burocr¨¢tica ¡ªla escritura, empleada hasta entonces para contabilizar mercader¨ªa y ganado¡ª y la utiliz¨® para imaginar el mundo en palabras. La invenci¨®n de historias, que hasta entonces hab¨ªa sido un arte oral, fue liberada as¨ª de los l¨ªmites impuestos por el tiempo y el espacio, y nos permiti¨® aquello que Quevedo llam¨® la ¡°conversaci¨®n con los difuntos¡±. Desde entonces, los lectores gozamos de esa generosidad que nos permite, a trav¨¦s de inspiradas mentiras, conocer (en parte, al menos) la verdad del mundo. Hoy se dictan cursos de ¨¦tica a trav¨¦s de los dilemas propuestos por Los hermanos Karamazov y Madame Bovary, y los fisi¨®logos nos dicen que los caminos neuronales que nuestro cerebro forja para tomar decisiones morales se aprenden en la infancia leyendo Robinson Crusoe y los libros de Alicia. No sabemos qu¨¦ pensaban los primeros lectores de sus novelas. Ni siquiera sabemos si consideraban novelas a epopeyas como la de Gilgamesh en la que invenci¨®n y documento se confunden. En el siglo primero (antes o despu¨¦s de nuestra era) un cierto Carit¨®n, autor de la que es considerada la primera novela europea, Qu¨¦reas y Cal¨ªrroe, empieza dando su nombre y diciendo que contar¨¢ ¡°una ver¨ªdica historia de amor que tuvo lugar en Siracusa¡±. Los lectores de Carit¨®n quiz¨¢s le creyeron, pero diecisiete siglos m¨¢s tarde, un cierto letrado de Alcal¨¢ de Henares ya no pudo confiar en esa fe y trat¨® de convencer a sus desocupados lectores con la supuesta reserva del autor, afirmando que su historia hab¨ªa ocurrido ¡°en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme¡±.
La tecnolog¨ªa del libro impreso permiti¨® a la novela juegos tipogr¨¢ficos como los de Laurence Sterne, Machado de Assis o Julio Cort¨¢zar, que dejan, o pretenden dejar, una parte de la responsabilidad creativa al lector. Hoy, a pesar de los ya antiguos experimentos de Robert Coover y algunos otros, la tecnolog¨ªa electr¨®nica no nos ha dado a¨²n novelas que aprovechen plenamente sus mentadas posibilidades. Sin duda es cuesti¨®n de tiempo, pero, por el momento, la lectura electr¨®nica ha vuelto al lector m¨¢s impaciente, menos dispuesto a explorar dificultades, m¨¢s confiado en la memoria de una m¨¢quina. Lo cierto es que, desde siempre, para incitar a los lectores a tomar parte en un juego literario en el que ellos pretenden creer en la mentira y la novela pretende decir la verdad, los autores han inventado un sinn¨²mero de ardides. Afirmar, por ejemplo, que el texto es un manuscrito perdido, la confesi¨®n de un testigo, o las memorias del protagonista; introducir personajes reales, eventos hist¨®ricos, o mapas y documentos; mentir con la verdad: disfrazarse de ensayo cr¨ªtico, de cr¨®nica ver¨ªdica, o de informe policial. El proceso es interminable: cada vez que el escritor inventa una nueva trampa, el lector cae en ella, la reconoce y de inmediato exige otra. A esa sucesi¨®n de trampas y escapatorias le damos el nombre de literatura.
La novela a¨²n no ha aprovechado todas las posibilidades tecnol¨®gicas. Es cuesti¨®n de tiempo.? La electr¨®nica ha vuelto m¨¢s impaciente al lector
En tal campo minado ?c¨®mo saber qu¨¦ es una novela? Bajo la apariencia de una obra teatral (La Celestina de Rojas), de una abultada correspondencia (Las relaciones peligrosas de Laclos), de un ¨¢lbum de fotos comentado (Austerlitz de Sebald), de un poema (Eugene Onegin de Pushkin), el mundo ha sido contado y vuelto a contar para nosotros por los novelistas y, con inagotable apetito, los lectores seguimos pidiendo que nos lo cuenten. Somos fieles a las palabras de Juan, y sabemos que en el principio fue (y sigue siendo) el Verbo.
A mediados del siglo XVII en los jardines de la escuela cisterciana de Port-Royal, el adolescente Jean Racine le¨ªa la antigua novela griega de Heliodoro, Los amores de Teognis y Caricles, cuando su supervisor, indignado de que el muchacho se ocupase de cosas tan mundanas, le arranc¨® el libro de las manos y lo ech¨® al fuego. Racine consigui¨® un segundo ejemplar que tambi¨¦n fue descubierto y condenado. Entonces compr¨® un tercer ejemplar, lo ley¨® hasta el final, y se lo entreg¨® a su supervisor con estas palabras: ¡°Pod¨¦is echarlo al fuego tambi¨¦n. Ya he aprendido el texto de memoria¡±. El 29 de enero de 1854, por la tarde, Gustave Flaubert le escribe a su amante, Louise Colet, para contarle que est¨¢ leyendo El Rey Lear de Shakespeare como si fuese una novela. ¡°Estuve como aplastado durante dos d¨ªas por una de las escenas, la primera del tercer acto. Este tipo me va a volver loco. M¨¢s que nunca, todos los otros me parecen ni?os a su lado¡±, confiesa Flaubert. El 25 de agosto de 1959, Adolfo Bioy Casares le cuenta a su amigo Jorge Luis Borges que est¨¢ empezando a leer Guerra y paz. ¡°Cuesta entrar¡±, le advierte Borges. ¡°?Es un novelista muy h¨¢bil? ?Qu¨¦ va a ser! Yo creo que lo mejor es leer todo lo que se refiere a la guerra¡±. Y agrega sarc¨¢sticamente: ¡°Pero entonces te perd¨¦s el idilio¡¡±.
Tres lectores ilustres, tres modos de leer el mundo. Hacer nuestro un texto querido, memoriz¨¢ndolo, para que forme parte de la biblioteca de nuestra memoria; dejarnos aplastar por una historia, para que se vuelva nuestra la emoci¨®n y la sabidur¨ªa que nos otorga; tener el coraje de decir que un libro nos gusta o no, aunque sea un cl¨¢sico reconocido, modific¨¢ndolo seg¨²n nuestro criterio. Estos son los derechos, y tal vez las obligaciones, de todo lector de novelas.
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