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El fulgor salvaje de los pieles rojas

Crueles batallas, cabelleras cortadas, infinitas planicies recorridas al galope Nos adentramos en territorio indio, en la ficci¨®n y la historia real de las tribus norteamericanas Desde la leyenda de Uncas, el presunto ¨²ltimo mohicano... ...hasta las andanzas de Quanah Parker, el comanche que se adapt¨® al ¡®American way of life¡¯

Jacinto Ant¨®n
Miembros de una tribu de indios americanos
Miembros de una tribu de indios americanosEdward S. Curtis (Corbis)

Aventuras con pieles rojas, ?eso s¨ª son grandes aventuras! Escribo en Formentera, que no es la Comancher¨ªa ni los postreros cazaderos de los Wyandots, pero exuda una parecida sensaci¨®n de salvaje libertad: a¨²n hay aqu¨ª chiringuitos en los que nadie arquea una ceja si vas semidesnudo, luces en el pelo una pluma de ¨¢guila ¨Co acaso de gaviota¨C y te encierras en un torvo silencio de frontera mientras bebes, feroz, unas hierbas. Y para tambores de guerra, los de Pachanka, la discoteca de moda.

La palabra ¡°indios¡± ¨Cmejor con exclamaci¨®n: ¡°?indios!¡±¨C despierta en m¨ª emociones incontenibles. Im¨¢genes de bosques tenebrosos donde enrojece el tomahawk ¨Cel hacha de guerra¨C y donde las partidas de hurones y franceses siguen como alima?as el rastro de nuestros mocasines; de praderas deslumbrantes estremecidas por el galopar de los sioux y cheyennes; de desiertos rotundos donde el apache ejercita su notable crueldad y masculla su venganza; de pantanos infestados de alig¨¢tores y sem¨ªnolas; de mort¨ªferos desfiladeros, donde invariablemente te atrapan los recalcitrantes kiowas¡­

Mi universo indio se enra¨ªza en las cajas de figuritas de pl¨¢stico pintadas de Comansi y en los tebeos de la serie Tomajauk (escrito con tan curiosa graf¨ªa) que publicaba la mexicana editorial Novaro en Espa?a en los sesenta y que mi madre me compraba cuando la acompa?aba al supermercado para que, parad¨®jicamente visto el tema, me estuviera quieto. En aquellas vi?etas descubr¨ª mis primeras guerras indias y a los iroqueses, a los que poco despu¨¦s siguieron los navajos de las aventuras del teniente Blueberry, que luego me ha acompa?ado siempre. No tard¨® en llegar el apache Winnetou, el h¨¦roe cobrizo de las novelas de Karl May ¨Cen las que le¨ª por primera vez la palabra ¡°oglala¡±, solo comparable por su fulgor a ¡°mescalero¡±¨C. En la televisi¨®n galopaba Tonto en pos del Llanero Solitario, y en el cine, numerosas tribus de largos y envidiables penachos asaltaban trenes y fuertes en esplendoroso cinerama.

"Los rostros p¨¢lidos saben atrapar castores; los pieles rojas, atrapar hombres blancos", dec¨ªa Magua

En la memoria, siempre extra?amente selectiva, momentos memorables: la muerte de Custer con las botas puestas, mientras un imposible Anthony Quinn como Caballo Loco arrebataba el guion de cola de milano del aniquilado S¨¦ptimo de Caballer¨ªa; Gary Cooper con casaca en plena insurrecci¨®n del jefe Pontiac impresionando a los guerreros s¨¦neca con su dominio sobre una br¨²jula (gracias a un tomahawk, precisamente) en Los inconquistables, de Cecil B. de Mille; la lucha a cuchillo contra un ¨¢gil guerrero de un pudoroso Peter Strauss entorpecido por los calzoncillos largos bajo la mirada curtida ¨Cy algo m¨¢s¨C de Candice Bergen en Soldado azul. Est¨¢ tambi¨¦n impreso en el recuerdo otro soldado, el an¨®nimo (y sufrido) del tremendo inicio de La venganza de Ulzana, que cabalga como escolta de una mujer que conduce un carro y que al atacarles una partida de apaches chiricahuas la mata a ella de un certero disparo y luego, pedazo de profesional, se descerraja un tiro ¨¦l mismo en la boca para no caer vivos en manos de los fieros indios (algo que no se invent¨® Robert Aldrich y que ocurri¨®, como veremos, en diferentes enfrentamientos con los pieles rojas, capaces de torturas muy imaginativas).

Hay un largo camino de wampuns y tipis entre La conquista del Oeste, La carga de los jinetes indios o Yuma y Bailando con lobos, Coraz¨®n trueno o The brave. Entre Victor Mature haciendo el indio y Leonard Peltier, el preso de conciencia sioux detenido por la muerte de dos agentes del FBI durante los incidentes en la reserva de Pine Ridge en 1975. M¨¢s o menos por el medio del sendero lleg¨® ese libro definitivo, Enterrad mi coraz¨®n en Wounded Knee (Bruguera, Libro Amigo, 1976; hay reedici¨®n en Turner, 2005), donde por fin los que nos identific¨¢bamos desde siempre con los indios descubrimos qu¨¦ injusto hab¨ªa sido el hombre blanco con el hombre rojo, ?ugh! No vamos a abordar aqu¨ª el tema de los derechos de los ind¨ªgenas norteamericanos ni la historia de las injusticias y genocidios contra ellos cometidos. Tampoco les voy a hablar de mis aproximaciones espirituales y est¨¦ticas al mundo indio que me llevaron a construir mis propias flechas ¨Ccon un estilo pawnee a la baja¨C y a practicar con ¨¢nimo exacerbado algunos ritos hasta descubrir que en realidad no tengo alma de piel roja, y de bravo, ni digamos. De lo que se trata en este recorrido es de contarles, agrupadas bajo el contundente s¨ªmbolo del tomahawk, las que tengo por mayores aventuras con indios. Empezando por el principio est¨¢ El ¨²ltimo mohicano.

El guerrero Lluvia en la Cara le comi¨® el coraz¨®n a un enemigo
El guerrero Lluvia en la Cara le comi¨® el coraz¨®n a un enemigoEdward S. Curtis (Corbis)

Desde ni?o he sentido una gran afinidad con Uncas, el personaje del t¨ªtulo, conocido como Le Cerf Agile, el ciervo ¨¢gil. James Fenimore Cooper nos ofrece del joven guerrero un retrato maravilloso en su novela: poseedor de una gracia natural en movimientos y actitudes, ojos negros de brillo intr¨¦pido a la vez que dulces y tranquilos, frente erguida y llena de dignidad, aire decidido y franco, arrogancia y porte que envidiar¨ªa una estatua griega¡­ Es verdad que Uncas en realidad no es el protagonista; mayor papel tienen en la novela Hawkeye, Ojo de Halc¨®n, alias La Longue Carabine, larga carabina (¡°no queda monte por estos alrededores que no haya devuelto el eco de mis disparos¡±); el mayor Heyward, y hasta su padre, Chingachgook, Le Gros Serpent, por no hablar de ese villano sensacional, shakespeariano, que es el artero hur¨®n Magua, Le Renard Subtil, el zorro sutil (¡°los rostros p¨¢lidos saben c¨®mo atrapar castores, pero los pieles rojas sabemos c¨®mo atrapar a los hombres blancos¡±). Las peripecias de los dos mohicanos (¨²ltimo y pen¨²ltimo, aunque en puridad uno pensar¨ªa que el ¨²ltimo es el padre, que es el que sobrevive al final de la historia) junto a su amigo el explorador y cazador blanco de disparo preciso, perdiendo y recuperando una y otra vez a las dos hijas del coronel Munro, Alice y Cora, acompa?adas por el oficial brit¨¢nico encargado de protegerlas (Heyward) y el estrafalario y prescindible maestro de canto David Gamut, son inolvidables.

En el cap¨ªtulo XII de la novela (mi edici¨®n en castellano es la de El Barco de Papel, 2003) se produce una lucha tremenda cuando los tres primeros acuden al rescate de las chicas y del militar en un momento muy comprometido, dando cuenta de la partida de hurones de Magua. ¡°Uncas respondi¨® saltando sobre un enemigo y logr¨® romperle la cabeza de un golpe de tomahawk. (¡­) Los golpes se suced¨ªan sin interrupci¨®n, con la rapidez de un rel¨¢mpago y la furia de un hurac¨¢n¡±. Un hur¨®n, ¡°insensible a cualquier sentimiento¡±, coge a Cora por los cabellos y con brutal violencia la obliga a arrodillarse a sus pies (!). Luego acerca el cuchillo a su garganta soltando una carcajada. ¡°Pero le cost¨® caro el placer morboso de alargar el sufrimiento de la joven. Uncas, que hab¨ªa presenciado aquella crueldad, se arroj¨® con la rapidez de un rayo sobre el pecho de su enemigo¡±. ?Victoria de los mohicanos!

La novela ha sido llevada muchas veces al cine con mejor o peor suerte. Yo tengo un flaco, como muchos, por la ¨²ltima versi¨®n, la de Michael Mann, una copia de cuyo guion, uno de mis regalos m¨¢s preciados, poseo y tengo siempre al alcance de la mano en mi mesita de noche junto a Los siete pilares de la sabidur¨ªa, de Lawrence de Arabia. La pel¨ªcula, que he visto decenas de veces y de la que soy capaz de recitar pasajes de memoria, sobre todo los de Daniel Day-Lewis, con quien naturalmente me identifico (¡°s¨¦ fuerte y sobrevivir¨¢s, permanece viva, ?no importa lo que ocurra!, te encontrar¨¦, no importa cu¨¢nto tiempo tarde o hasta d¨®nde haya de ir, te encontrar¨¦¡±), me parece espl¨¦ndida y muy fina en la ambientaci¨®n. Aunque es cierto que con alg¨²n pecadillo, como hacer de Uncas un secundario en su propia historia (m¨¢s a¨²n que en el relato de Cooper) y pasarse por el forro la novela original convirtiendo a Ojo de Halc¨®n ¨Cgenial Day-Lewis¨C en el protagonista y haci¨¦ndole tener una gran historia de amor con Cora, que es en realidad la que le gusta en la novela a Uncas, al que en el filme se le hace enamorarse de Alice, que es a la que pretende el oficial brit¨¢nico y no a Cora. No s¨¦ si me siguen. Al final, la pel¨ªcula hace morir a Alice y no a su hermana a manos de Magua y sus hurones (el malvado recibe su castigo en el filme por medio de la maza de guerra de Chingachgook; en la novela lo liquida un disparo de Hawkeye). Mientras que Cora sobrevive para ser feliz (dese¨¦moslo) con Larga Carabina, que siempre parece una opci¨®n mejor y perd¨®nenme el chiste.

Puestos a enmendarle la plana a Fenimore Cooper, la pel¨ªcula de Mann se carga al mayor Heyward, retratado como un estirado insufrible y no como el noble y valiente personaje de la novela. E ignorando no solo al se?ero escritor norteamericano, sino la mism¨ªsima historia, pues fue un soldado real, el filme hace morir (y muy malamente) a otro personaje que sobrevive en la novela, el padre de las chicas, el coronel Munro: Magua (Wes Studi) se le echa encima cuando el militar ha quedado atrapado bajo su caballo, le arranca el coraz¨®n en vida y se lo come. Que yo sepa, una b¨¢rbara acci¨®n semejante solo se ha atribuido en la historia de las guerras indias, y parece que injustamente (¨¦l lo negaba cuando estaba sobrio), a un piel roja de verdad, el sioux Lluvia en la Cara, que la habr¨ªa perpetrado en la persona de Tom Custer, hermano del Custer famoso, durante la batalla de Little Big Horne, 120 a?os despu¨¦s de los acontecimientos descritos en El ¨²ltimo mohicano.

Munro, que muri¨® de abatimiento por la derrota y no de cardiopat¨ªa india, era en puridad el teniente coronel brit¨¢nico George Monro, un veterano escoc¨¦s del 35? Regimiento de Infanter¨ªa, que comandaba el fuerte William Henry, asediado y rendido a los franceses en 1757. Fenimore Cooper convirti¨® ese episodio hist¨®rico en el centro de su novela, en la que relata los sucesos militares con sorprendente exactitud (como tambi¨¦n lo hace, esto s¨ª, la pel¨ªcula). Es la de Fort Henry una de las grandes peripecias que nos gustan y en ella encontramos uno de los temas esenciales de las aventuras con indios: el asalto al fuerte (ya sea Fort Laramie, Fort Apache, Fort Defiance o Adobe Walls).

Los comanches luc¨ªan nombres extravagantes como Vagina de Bisonte y Erecci¨®n que Nunca Baja

Entra en escena ahora un personaje de bandera (de bandera francesa), el marqu¨¦s de Montcalm, comandante de las tropas del rey en Norteam¨¦rica. Nacido en el Ch?teau de Candiac, cerca de Nimes, de joven ten¨ªa ¡°gusto por los libros¡±, seg¨²n explica Francis Parkman en el cl¨¢sico indispensable sobre la guerra por el continente de franceses y brit¨¢nicos con sus indios respectivos, Montcalm and Wolfe, the french & indian war (Da Capo Press, 2001). Era un hombre bajito, pero valiente: en 1746, en campa?a en Italia con su regimiento (Auxerrois), hab¨ªa recibido cinco sablazos, dos de ellos en la cabeza, y luego un disparo de mosquete. Pero no entend¨ªa mucho de indios y no le gustaban, ni siquiera sus aliados, hurones, abenakis e iroqueses, ¡°vilains messieurs¡±, dec¨ªa, que le parec¨ªan personajes de mascarada o simplemente diablos. ¡°Hacen la guerra con extraordinaria crueldad¡±, escribi¨® a su madre, ¡°sin perdonar a mujeres ni ni?os, y te arrancan la cabellera muy h¨¢bilmente, una operaci¨®n que generalmente te mata¡±.

Montcalm, al que como a otros europeos le horrorizaba la costumbre de los indios de torturar brutalmente a sus prisioneros y hasta de com¨¦rselos (una pr¨¢ctica m¨¢s ritual que gastron¨®mica, aunque si te comen, digo yo, te han de importar tan poco las razones como los condimentos), se vio involucrado en la llamada ¡°matanza de Fort Henry¡±, deplorable episodio de la guerra en el que su falta de control de los contingentes indios provoc¨® una escabechina de soldados y civiles brit¨¢nicos. La cosa iba muy bien: Monro se hab¨ªa rendido al galante Montcalm y la guarnici¨®n abandonaba el fuerte con todos los honores de guerra, conservando armas y banderas. Pero a los indios, a los que los franceses hab¨ªan prometido bot¨ªn, prisioneros y cabelleras, no les parec¨ªa un buen arreglo. As¨ª que atacaron en campo abierto a la columna, no sin antes rematar a los heridos que hab¨ªan quedado atr¨¢s bajo supuesta protecci¨®n de los franceses. La novela de Fenimore Cooper sintetiza muy bien el ¨¢nimo de los indios en un parlamento de Magua con Montcalm: ¡°Vuestras palabras resultan muy hermosas, pero Magua ha desenterrado el hacha de guerra para cubrirla de sangre. Ahora est¨¢ demasiado brillante. Cuando est¨¦ ensangrentada, la enterrar¨¢¡±. El tomahawk, ya saben¡­

En la novela, un hur¨®n que quiere robarle el chal a una mujer toma al ni?o que carga esta y lo estrella contra una roca. Sigue un pandem¨®nium. ¡°La sangre corr¨ªa en abundancia y no faltaban b¨¢rbaros que se hincaban para probar con truculencia el producto de tanta masacre¡±. Estudios modernos ¨Cv¨¦ase Betrayals, Fort William Henry and the ¡®massacre¡¯, de Ian K. Steele (Oxford University Press, 1990)¨C relativizan la carnicer¨ªa. Steele calcula que los muertos no fueron m¨¢s de 184, un 7,5% de los 2.308 soldados y 148 civiles que se rindieron. Parece que lo que m¨¢s hubo fue maltrato y pillaje. La traici¨®n y la masacre sacudieron en todo caso la imaginaci¨®n de la ¨¦poca. Montcalm qued¨® estigmatizado por no haber sabido impedirla, aunque por lo visto lo intent¨® de buena fe. Se redimi¨® muriendo en la batalla de las Alturas de Abraham (1759), junto a la ciudad de Quebec, choque decisivo en el que muy sim¨¦trica y deportivamente falleci¨® tambi¨¦n ¨Cen los brazos del granadero Henderson¨C el comandante de las tropas brit¨¢nicas, el general Wolf. No resisto reproducir el di¨¢logo previo a la muerte del comandante franc¨¦s: ¡°Mon Dieu, le marquis est tu¨¦!¡±, exclam¨® una mujer al verlo pasar ensangrentado tras un impacto de metralla de ca?¨®n, aguantado por dos soldados. A lo que el moribundo contest¨®: ¡°Ce n¡¯est rien, ce n¡¯est rien¡±.

No puedo dejar tampoco de explicarles la ocasi¨®n en que le pregunt¨¦ a Montcalm por El ¨²ltimo mohicano. Como lo oyen. Hace unos a?os tuve la oportunidad de entrevistar a Patrice Ch¨¦reau, entre cuyos trabajos m¨¢s injustamente olvidados se encuentra su estupenda interpretaci¨®n del general Montcalm en el filme de Mann durante su fugaz paso por Hollywood. Me sorprendi¨® que el c¨¦lebre actor y director galo carraspeara y mirara hacia otro lado, pero al final me explic¨® que lo hab¨ªa pasado estupendamente en el rodaje y que trat¨® de hacer real a su personaje dot¨¢ndolo de humanidad y una calculada ambig¨¹edad en lo tocante a la masacre. Fue fant¨¢stico encontrarme con Montcalm, pero hubiera preferido a Cora (?Madeleine Stowe!).

En la vida es mejor a veces ser como Ojo de Halc¨®n, que presum¨ªa de no leer m¨¢s que el libro de la naturaleza, que como el erudito Montcalm. Lo digo porque Uncas me ha quedado algo deslucido tras leer recientemente una desmitificadora biograf¨ªa del personaje. Efectivamente, Uncas, first of the mohegans, de Michael Leroy Oberg (Cornell University Press, 2003), nos presenta al individuo real que sirvi¨® de inspiraci¨®n para Fenimore Cooper como un fr¨ªo, calculador, oportunista y despiadado jefe tribal que manipula, conspira y asesina para mantenerse en el poder. Y ni siquiera fue el ¨²ltimo. De hecho le sobrevivi¨® buena parte de su gente, incluidos varios hijos de los que tuvo con sus numerosas esposas.

El noble car¨¢cter que representa en la novela de 1826 de Fenimore Cooper al buen salvaje, al indio puro y su tr¨¢gico declive y desaparici¨®n del paisaje americano result¨® muy diferente del verdadero Uncas, sachem (l¨ªder) de los mohegan ¨Cy no en puridad de los mohicanos, otra tribu algonquina vecina cuyo nombre, como en el caso de Cooper, es a menudo intercambiado¨C. El Uncas de verdad desempe?¨® un papel importante en la historia de las colonias puritanas de Nueva Inglaterra en el ¨²ltimo tercio del siglo XVII. Individuo much¨ªsimo m¨¢s complejo que el de ficci¨®n, tuvo que contemporizar con los ingleses y enfangarse en sucias maniobras pol¨ªticas para asegurar la pervivencia de su tribu y la suya propia. Por su apoyo constante a los colonos blancos de Connecticut se le ha considerado un traidor a la causa india, un ¡°Judas rojo¡± que no dud¨® en alinearse contra los pequod en la guerra que los destruy¨®. Tras un ataque a una partida de estos indios, envi¨® las cabezas de siete guerreros a sus aliados ingleses. Luego sus mohegans torturaron a un prisionero quem¨¢ndolo lentamente y troce¨¢ndolo. El tipo, llamado Kiswas, estuvo a la altura y se dej¨® hacer como un valiente sin parar de insultar a sus captores en un alarde de bravado que tanto complac¨ªa a los indios de los bosques. Al acabar se lo comieron.

Uncas emple¨® brutales t¨¢cticas de ¡°guerra total¡± y tierra quemada importadas por los europeos y se le responsabiliza en buena parte de la masacre del poblado fortificado pequod de Mystic River, con m¨¢s de 500 muertos, incluidos mujeres y ni?os. Muy pol¨¦mico fue tambi¨¦n el asesinato que se le atribuye de su gran rival, Miantonomi, jefe de los narranganset, con el hip¨®crita benepl¨¢cito de los ingleses. Tras derrotarlo arteramente en 1643 y matar personalmente ante sus ojos a varios de sus guerreros prisioneros a golpe de tomahawk, revent¨¢ndoles el cr¨¢neo, Uncas orden¨® a su hermano Wawequa liquidar al jefe enemigo mientras lo conduc¨ªan preso. Seg¨²n algunas fuentes, Uncas le cort¨® un trozo de espalda a Miantonomi y se lo comi¨® ¡°con salvaje deleite¡± afirmando que era la carne m¨¢s dulce que hab¨ªa probado y que hac¨ªa su coraz¨®n m¨¢s fuerte. Resulta duro enterarse de que Uncas tuvo tanto de Magua. Al menos en el f¨ªsico y en el alto linaje, se parec¨ªa al de la novela, era esbelto y fuerte y su padre era el jefe Owaneco. Y era valiente, luchaba cuerpo a cuerpo en primera l¨ªnea y recibi¨® numerosas heridas ¨Ctambi¨¦n fue objeto de atentados, con flecha, carabina y tomahawk¨C. Tras dar apoyo a los colonos en otras guerras contra sus hermanos indios, Uncas dej¨® de serles ¨²til a los blancos y su estrella declin¨®. Muri¨® en 1684 y para entonces los mohegan ya hab¨ªan empezado a perder todas sus tierras.

En uno de esos momentos sensacionales que unen dos grandes leyendas, Buffalo Bill Cody visit¨® el 2 de julio de 1907 la tumba simb¨®lica de Uncas en el cementerio mohegan de Norwich, Connecticut, coronada por un obelisco (!) erigido en 1833. El famoso explorador, embarcado en un tour de su Wild West Show, rindi¨® homenaje a Uncas acompa?ado de algunos de los 127 indios de su espect¨¢culo, entre ellos los jefes sioux Rocky Bear e Iron Tail.

Aprovechemos la circunstancia para pasar ahora de los bosques a las llanuras y encontrarnos con otro jefe cuyo nombre y el de su pueblo son sin¨®nimos tambi¨¦n de aventura: Quanah Parker, de los comanches.

Toda mi vida he sido un amante de los sioux y los cheyennes, dejando un poco de lado, lo confieso, a los comanches. Pero la lectura de un libro magn¨ªfico sobre esos grandes jinetes y guerreros, El?imperio de la luna de agosto, auge y ca¨ªda de los comanches, de S.?C. Gwynne (Turner, 2011), me ha convertido en un rendido admirador de la tribu. Seg¨²n Gwynne, los comanches, para luchar contra los cuales se crearon nada menos que los rangers de Tejas, simplemente fueron la verdadera gran amenaza india a la expansi¨®n de EE UU y la frenaron un tiempo como lo hab¨ªan hecho con los espa?oles y mexicanos. El autor hace que sintamos una mezcla de admiraci¨®n y temor por ese pueblo ¨¢spero, del que formaban parte las bandas m¨¢s aguerridas, feroces e irreductiblemente hostiles de la historia del Oeste, como los quahadi, los m¨¢s belicosos de los belicosos comanches, que jam¨¢s firmaron un tratado. Su cabecilla m¨¢s c¨¦lebre fue Quanah Parker, hijo de un jefe y una cautiva blanca ¨Ccuya historia inspir¨® Centauros del desierto¨C, un mestizo de incre¨ªbles apostura (hay fotos) y valor, a lo Uncas. Los comanches, los espartanos de las llanuras, a los que tem¨ªan incluso los apaches, eran gente recia y vengativa. De su fama da fe un episodio: adentrados en territorio comanche, el gu¨ªa indio de una partida de soldados muestra un gran nerviosismo al o¨ªr unos aullidos. Escucha en tensi¨®n hasta identificar el sonido: ¡°Uf, lobos¡±, suspira aliviado.

Su nombre popular se lo dieron los utes y significa ¡°el que est¨¢ siempre en mi contra¡±. Su cultura material era muy escasa ¨Cla otra, ni les digo¨C; su organizaci¨®n social, sencillita, y su moral en el trato a los semejantes, laxa desde nuestro punto de vista. No eran grandes lectores los comanches, pero siempre que pod¨ªan robaban libros: consideraban el papel el mejor refuerzo interno para sus escudos de capas de cuero de bisonte. Su vestuario era minimalista ¨Ctaparrabos y poco m¨¢s¨C, y sus pinturas de guerra preferidas, negras. Se relacionaban comercialmente con el mundo de los blancos a trav¨¦s de un colectivo mestizo y bronco de intermediarios apenas menos salvaje que ellos: los comancheros. Luc¨ªan nombres extravagantes como Siempre Sentado en Mal Sitio, Cuerno Verde (un gran jefe), Vagina de Bisonte o Po-cha-na-quar-hip, traducido como joroba del mismo animal, pero que al parecer es en realidad Erecci¨®n que Nunca Baja (!), un apelativo prometedor. Quanah significa ¡°fragante¡±, lo que deb¨ªa de ser una broma, pues los comanches ten¨ªan fama de ser poco amigos de la higiene, ¡°incluso entre los indios¡±, precisa Gwynne.

Viv¨ªan consagrados a las incursiones y el pillaje con una hoja de ruta muy sencilla: mataban a todos los hombres que encontraban; a los que ten¨ªan la mala pata de ser capturados vivos, los torturaban de manera indeciblemente lenta; violaban a las mujeres en grupo, mat¨¢ndolas despu¨¦s, como a los ni?os, pero guard¨¢ndose a algunas de las m¨¢s agraciadas y j¨®venes como esclavas. Tambi¨¦n adoptaban algunos ni?os. Entre sus v¨ªctimas se cuenta la nieta de Daniel Boone y su beb¨¦, y entre sus esclavos, un tal Ant¨®n, hacia el cual no podemos sino sentir una gran solidaridad. Los soldados veteranos que se les enfrentaban guardaban siempre una bala para s¨ª mismos, como hizo el oficial Sam Cherry cuando en combate con los comanches se vio incapaz de escapar atrapado bajo su caballo muerto. Sus ¨²nicos amigos en el mundo eran los kiowas, que ya es amistad. Llevaban 150 a?os viviendo as¨ª y creando la natural zozobra, cuando se encontraron con los tejanos y estadounidenses.

A¨²n hoy en Tejas denominan a los plenilunios ¡°luna comanche¡± porque los indios, contraviniendo todas nuestras ense?anzas cinematogr¨¢ficas, gustaban de atacar esas noches. Soberbios jinetes a lomos de sus peque?os mustangs, ¡°eran la tribu ecuestre por antonomasia¡±, y magn¨ªficos arqueros, ¡°nadie cabalgaba ni disparaba a caballo mejor que ellos¡±. La mejor caballer¨ªa ligera del mundo, los calific¨® Custer nada menos, que los combati¨® en Kansas. Ese universo comanche de barbarie y salvajismo est¨¢, sin embargo, lleno de una agreste poes¨ªa. Los esp¨ªritus y los sue?os lo empapaban todo en aquellas planicies infinitas abiertas al viento y al galope, y consagradas a la pura libertad y a la gloria.

Quanah fue el gran representante de los comanches, su paradigma, hasta que sorprendentemente se rindi¨® y comenz¨® a propugnar que hab¨ªa que adaptarse al mundo del hombre blanco. Su singular transformaci¨®n hizo que algunos guerreros lo consideraran, como ocurri¨® con el hist¨®rico Uncas, un traidor. Pero ¨¦l persisti¨® y hasta se hizo una casa ¡°de blanco¡±, que fue de las primeras de Oklahoma en disponer de tel¨¦fono. No obstante, nunca transigi¨® en lo de cortarse el pelo y se mantuvo pol¨ªgamo hasta el fin. Ayud¨® mucho a su integraci¨®n el que, con muy buen criterio, nunca quisiera revelar a cu¨¢ntos blancos hab¨ªa matado. El gran jefe comanche, fallecido en 1911 de re¨²ma, particip¨® en una pel¨ªcula del Oeste, El atraco al banco, en 1908, con 60 a?os, y esto nos lleva al ¨²ltimo personaje de este recorrido con indios de hoy, Archie Fire Lame Deer, un hombre medicina lakota contempor¨¢neo, cuya vida es toda una aventura y que, entre otras cosas, ha sido uno de los m¨¢s conspicuos ind¨ªgenas americanos en Hollywood como extra, especialista y doble en pel¨ªculas de indios, adem¨¢s de trapecista.

En su alucinante autobiograf¨ªa El don del poder (Ola?eta, 1992), Archie, bisnieto de un caudillo minniconjou que particip¨® en la batalla de Little Bighorn, explica los tumbos que dio su existencia, incluidos el descenso al infierno del alcohol y las camorras de bar, hasta encontrar la paz espiritual como wichasha wakan, hombre santo, y organizar danzas del sol o dar consuelo a Leonard Peltier en la c¨¢rcel. Ser indio, te dices, no es f¨¢cil, y menos cuando descubres, como Lame Deer, que tu padre trabaja travestido de payasa de rodeo. Mi aventura favorita del personaje, que incluso fue sargento paracaidista en la 82? Aerotransportada, combati¨® en Corea y le rompi¨® la nariz a Jack Palance en un rodaje, es la de su trabajo como cazador de serpientes de cascabel ¨Cfue exterminador oficial de cr¨®talos de Dakota del Sur¨C. En una ocasi¨®n encontr¨® un nido tan grande, con un millar de reptiles, que tuvo que usar dinamita y como resultado le cay¨® encima una lluvia de restos de serpientes, incluidas cabezas que segu¨ªan mordiendo. En el curso de su oficio recibi¨® dos picaduras y una vez encontr¨® una cascabel blanca, que respet¨® por sagrada. En Hollywood particip¨® en filmes como La diligencia y Flecha rota. E hizo de asesor de El regreso de un hombre llamado caballo, entablando amistad con Richard Harris, pese a que reniega de la escena en que el actor es colgado de ganchos por las tetillas.

El jefe, que echa pestes de c¨®mo se ha representado a los indios en general en la pantalla, explica que, como asesor ling¨¹¨ªstico sioux en Hollywood, le gustaba gastar bromas del estilo de poner una canci¨®n infantil en vez de un canto f¨²nebre en una pel¨ªcula o hacer decir tonter¨ªas a los pieles rojas cuando hablan en lakota, tipo ¡°a ese blanco no se le levanta¡± ¨Cmientras el subtitulado reza ¡°mi hermano blanco habla con lengua recta¡±¨C, lo que explica que muchos indios cuando van al cine se partan de risa en escenas muy serias.

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Sobre la firma

Jacinto Ant¨®n
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que re¨²nen sus cr¨®nicas. Licenciado en Periodismo por la Aut¨®noma de Barcelona y en Interpretaci¨®n por el Institut del Teatre, trabaj¨® en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagoniz¨® la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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