Nombres en Lisboa
Al regreso a la ciudad se mezclan el olor marino, el de los ladrillos en los muros desconchados y el apaciguamiento general de los colores
Cal?ada do Monte. Viniendo del aeropuerto el taxi se ha parado casi en la cima de una calle muy en cuesta, tan inclinada que uno teme al salir que le fallen los frenos y se deslice calle abajo antes de que nos d¨¦ tiempo a sacar el equipaje del maletero. M¨¢s arriba todav¨ªa un huerto comunitario ocupa parte de la ladera de la que sobresale un edificio alto de pisos. En el huerto, cercado con puertas viejas y tablones, hay coliflores de grandes hojas mojadas. Su olor a tierra h¨²meda y a vegetaci¨®n parcialmente descompuesta, el olor hondo de los huertos en invierno, se mezcla con las otras sensaciones del regreso a Lisboa, al cabo de una ausencia de demasiados a?os: el olor marino, el de los ladrillos en los muros desconchados, el apaciguamiento general de los colores, viniendo de la luz intensa y cruda de Madrid: los verdes, los rosas, los amarillos, los grises de las fachadas, los azules p¨¢lidos de los azulejos.
Largo de Gra?a. Llueve y hace sol al mismo tiempo. Las gotas tenues de agua y la luz solar se disuelven en una misma gasa de niebla, la iluminan por dentro. Los peque?os tranv¨ªas avanzan por el Largo de Gra?a y basculan como si fueran a despe?arse por una repentina cuesta abajo, como chalupas en el borde de una catarata. Al fondo de una calle de palacios ruinosos y ropa tendida en los balcones se abre sin aviso el horizonte mar¨ªtimo del estuario del r¨ªo, ese Tajo o Tejo que adquiere en su desembocadura una amplitud de gran r¨ªo americano, acentuada por la silueta del puente 25 de Abril, que se parece de lejos al Golden Gate y al George Washington. Lejan¨ªa, proximidad: las cualidades t¨¢ctiles de una ciudad de texturas muy ricas, muy materiales, las teselas blancas y desiguales del empedrado en las aceras, la hierba menuda en los intersticios, las superficies pulidas de los azulejos sobre las que resbala la luz, el estuco oscurecido y desconchado por la humedad, los rieles de los tranv¨ªas y los bloques regulares de los adoquines, la inmundicia de los grafiti, la basura que se derrama de bolsas desventradas.
Podr¨ªa ser igual un mercado de ?frica o de Oriente, estar en una plaza de M¨¦xico? o de Kuala Lumpur
Feira de Ladra. Con las intermitencias de llovizna y de sol se espesa la confusi¨®n del mercado callejero. El agua chorrea de los toldos, los vendedores que carecen de ellos y exponen sus mercanc¨ªas en el suelo las cubren con lienzos de pl¨¢stico, la gente se agrupa m¨¢s apretadamente bajo aleros y toldos. Un momento despu¨¦s ha salido el sol y es como si estuvi¨¦ramos en un mercado popular de ?frica, en un intervalo en la estaci¨®n de las lluvias. Los acentos de los vendedores africanos se mezclan sin confundirse con los de los portugueses europeos. Las consonantes sinuosas y las vocales oscuras hacen que el idioma suene a la vez muy familiar y muy ex¨®tico. El mercado, el mercadillo, el zoco, el rastro, se despliega en un laberinto por plazuelas y calles con toda su vitalidad org¨¢nica de gran universal humano: podr¨ªa ser exactamente igual un mercado de ?frica o de Oriente, estar en una plaza de M¨¦xico o de Brasilia o de Kuala Lumpur, de Nueva York, de Madrid, de ?msterdam: el gran r¨ªo y la gran molienda de las cosas usadas, de lo necesario y lo inveros¨ªmil, la maravilla y el desecho, la impotencia del idioma para enumerar lo simult¨¢neo, una edici¨®n noble y muy usada de las comedias de Shakespeare y un mapamundi impreso en hule con las colonias portuguesas, una Barbie coja y una bolsa de cuchillas de afeitar desechables, un Ni?o Jes¨²s calvo con los ojos de vidrio y una bota ortop¨¦dica, una oferta a precios tirados de agendas Moleskine para 2012. Al margen de las idioteces de la publicidad y las grandes estrategias del marketing, de la omnipotencia de los monopolios y la seducci¨®n de lo nuevo, el mercadillo impone su persistencia inmemorial, su econom¨ªa primitiva de regateo y de trueque, de chapuza, de tesoros de tercera o cuarta mano.
O Pit¨¦u. Como ant¨ªdoto para la soberbia de los magnates internacionales de la arquitectura, que van por el mundo en jet privado repitiendo en todas partes la misma prestigiosa franquicia, el poso lento y colectivo de la edificaci¨®n en cada ciudad, el ecosistema de las vidas, los trabajos, los materiales, el clima, el paisaje; contra los estrellatos rid¨ªculos de la alta cocina, la sofisticaci¨®n de la comida popular: porco alentejano, mero empanado con arroz y verduras, aceitunas, bacalao con garbanzos, queso, una garrafa de vino tinto ligero. Manteles a cuadros y camareros de discreta cortes¨ªa y reserva en una casa de comidas en el Largo de Gra?a.
Rua dos Douradores. Los desconocidos o los renegados de una ciudad acaban siendo sus s¨ªmbolos. Los que fueron invisibles en vida cobran al cabo de los a?os una presencia que act¨²a de im¨¢n para los viajeros y de reclamo para las agencias de turismo. James Joyce sali¨® huyendo de su Dubl¨ªn natal y recibi¨® muy pocos halagos y muchos desaires de sus paisanos y ahora su nombre es la principal atracci¨®n tur¨ªstica de la ciudad. Porque era jud¨ªo y porque escrib¨ªa en alem¨¢n, a Franz Kafka casi nadie le hizo caso en Praga, ni cuando estaba vivo ni durante muchos a?os despu¨¦s de su muerte, pero ahora su nombre y el de Praga son sin¨®nimos para cualquier aficionado a la literatura. En Oxford, Misisipi, William Faulkner era un exc¨¦ntrico al que nadie hac¨ªa mucho caso, ni siquiera cuando le dieron el Nobel. El furtivo Pessoa, que tiene en todas sus fotos una actitud de repliegue en s¨ª mismo o de r¨¢pida escapatoria, que public¨® mientras viv¨ªa un solo libro, se hace a¨²n m¨¢s presente cuando uno va por la Baixa y ve al azar en una esquina el letrero de la Rua dos Douradores, y se pregunta en qu¨¦ ventana de qu¨¦ primer piso estar¨ªa la oficina en la que trabajaba Bernardo Soares, en qu¨¦ casa de comidas barata Fernando Pessoa imagin¨® haberlo visto y haber conversado con ¨¦l.
Lisbon Revisited. ¡°Drama em gente¡±, llamaba Pessoa al juego de sus heter¨®nimos, su fantasmagor¨ªa verdadera que parece al filo del trastorno mental, las voces claras y distintas que solo se escuchan en el interior de la conciencia. El que apenas sali¨® fuera de su ciudad inventa con toda clase de detalles veros¨ªmiles al ingeniero ?lvaro de Campos, educado en Inglaterra, empleado all¨ª en diversas compa?¨ªas navieras, habituado hasta la fatiga a las grandes traves¨ªas mar¨ªtimas. En el mercado de Ladra, en un puesto de libros y carteles viejos, encontr¨¦ una edici¨®n espa?ola de los poemas de ?lvaro de Campos, traducidos por Jos¨¦ Antonio Llardent. Leer de nuevo esa poes¨ªa oracular y arrebatada y leerla en Lisboa era una manera de sentirme todav¨ªa m¨¢s de vuelta en la ciudad, verla en el presente y en los recuerdos, como se ve al mismo tiempo el primer plano del jard¨ªn al que se asoma nuestra habitaci¨®n y el fondo de los tejados de la Baixa y del r¨ªo: ¡°Oh Lisboa de otro tiempo, hoy¡±.
www.antoniomu?ozmolina.es
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