Caras de viaje
El autor recorre con prisa entusiasta los callejones, las terrazas y algunos subsuelos de Jerusal¨¦n
En el vuelo largu¨ªsimo hacia Jerusal¨¦n viajo rodeado por ultraortodoxos. Cuando se apagan las luces en esas noches inducidas y eternas del avi¨®n en las que yo nunca puedo dormirme algunos encienden las luces peque?as de lectura y murmuran rezos no s¨¦ si en hebreo o en yiddish pasando las p¨¢ginas de libracos tan arcaicos como sus barbazas de patriarcas o como esos chales blancos y negros con los que cuando se levanten para las oraciones del amanecer se cubrir¨¢n las cabezas. Alguno de ellos, en vez de un libro encuadernado en cuero y muy manoseado, usa un iPad para las lecturas y los rezos. En la oscuridad de la cabina, con un fondo de ronquidos y de cuerpos que se revuelven en la incomodidad de los asientos, uno de estos patriarcas insomnes se inclina estudiosamente sobre la pantalla del iPad. Su claridad le ilumina desde abajo la cara barbuda y parece uno de esos viejos profetas jud¨ªos en un retrato tenebrista de Rembrandt.
Entro al restaurante donde nos hemos citado y veo la cara sonriente de Aharon Appelfeld. Appelfeld es uno de esos viejos menudos de cara redonda a los que la edad les acent¨²a los rasgos infantiles que nunca llegaron a perder. Cuando se quita la gorra de visera azul su calva es m¨¢s completa que hace diez a?os, pero las gafas grandes son las mismas, y la mirada l¨²cida y cordial. Nos conocimos en N¨¢poles en 2003 y nos hicimos instant¨¢neamente amigos. Ahora echamos las cuentas de todo el tiempo que ha pasado y nos parece mentira que se fuera tan r¨¢pido, y que hayamos tardado tanto en encontrarnos de nuevo. Con un gesto discreto me pasa el sobre en el que me ha tra¨ªdo su ¨²ltima novela publicada en espa?ol, Flores de sombra, que ha traducido Raquel Garc¨ªa Lozano, y que edita Galaxia Gutenberg. En las novelas de Aharon Appelfeld el tiempo tiene muchas veces una cualidad est¨¢tica m¨¢s propia de la poes¨ªa que de la narrativa; no porque sean lentas, ni premiosas, sino porque suelen situarse en la temporalidad ed¨¦nica de la infancia, en el presente de un ni?o invocado por un hombre mayor que sin embargo no ha perdido la intuici¨®n de esa vida en suspenso, sin porvenir ni pasado, que dura hasta los siete o los ocho a?os. Toda la obra narrativa y memorial de Appelfeld viene de esa ni?ez y de su quiebro tr¨¢gico con la llegada de la guerra. Pero hasta la guerra, la desgracia, el desamparo del ni?o despojado de sus padres, quedan envueltos en una luz intemporal de cuento: el ni?o perdido en el bosque, salvado por la misericordia de los animales y de los bandidos.
B¨¢rbara me gu¨ªa con una prisa entusiasta por los callejones, las terrazas, algunos subsuelos de Jerusal¨¦n. B¨¢rbara es arque¨®loga especializada en la Edad del Bronce y al mismo tiempo que cuenta sus excavaciones de ciudades borradas en el desierto revela una propensi¨®n arqueol¨®gica y novelesca por los pasadizos, las zanjas que revelan losas enormes de calzadas romanas, las escaleras que nadie m¨¢s que ella parece conocer y que descienden por pelda?os de piedra cada vez m¨¢s h¨²medos y resbaladizos a cavernas encantadas. B¨¢rbara es enjuta, afilada, en¨¦rgica, muy morena de pelo y de piel, con todo el sol de la intemperie polvorienta de sus excavaciones, con unas botas como de monta?era con las que trepa velozmente por calles empedradas y por escaleras estrechas que arrancan de una verja en un portal a oscuras y terminan en una inesperada cafeter¨ªa austroh¨²ngara o en una terraza desde la que se ve desde muy cerca el oro deslumbrante de la C¨²pula de la Roca, y m¨¢s lejos, entre la niebla de polvo de cal, un paisaje de colina interrumpido por la larga cicatriz ominosa del Muro. En la imaginaci¨®n de B¨¢rbara y en sus relatos las ¨¦pocas remotas de sus excavaciones suceden con la misma urgencia que los hechos pol¨ªticos y militares del presente. En un paisaje como ¨¦ste, con su vegetaci¨®n austera y sus barrancos de piedra ¨®sea, una diferencia de varios miles de a?os es un detalle secundario. El muro cruento de hormig¨®n con sus torres de vigilancia seguir¨¢ siendo una ruina indeleble al cabo de milenios. En la ciudad que ha estado excavando, B¨¢rbara vio un ara de basalto resquebrajada por el calor de un incendio que probablemente provocaron los saqueadores de un ej¨¦rcito invasor. De una masacre de hace cinco o seis mil a?os queda un estrato de ¨¢nforas despedazadas y una viga enorme que no lleg¨® a carbonizarse del todo y que perteneci¨® a una techumbre derrumbada durante el incendio de un almac¨¦n o un palacio.
Zeruya Shalev tiene una cara a la vez seria y amable, el pelo largo y lacio a los lados. Su calma es el reverso de la prisa de B¨¢rbara. Son amigas porque el hijo de una y la hija de la otra, de alrededor de cinco a?os, se conocieron en los columpios y se enamoraron a primera vista, y ya se han jurado que vivir¨¢n siempre juntos. Hace nueve a?os, Zeruya Shalev volv¨ªa una ma?ana de dejar en la escuela infantil a su hijo mayor y el autob¨²s que hac¨ªa el trayecto de su calle revent¨® de una explosi¨®n muy cerca de ella. Abri¨® los ojos tirada en la acera y descubri¨® que no pod¨ªa moverse y que la calle soleada y familiar de unos segundos antes era una devastaci¨®n de cristales rotos, metales retorcidos y cuerpos humanos despedazados. El caf¨¦ cercano donde me cuenta estas cosas con detalles precisos y amortiguada pesadumbre, con el asombro duradero de los que han sobrevivido, tambi¨¦n fue destruido por la bomba que llevaba escondida bajo la ropa un terrorista suicida. Zeruya Shalev es novelista, pero en todos estos a?os el atentado no hab¨ªa aparecido en las cosas que escrib¨ªa. No porque se propusiera no mencionarlo, ni porque lo intentara y no supiera c¨®mo. Hace muy poco empez¨® a escribir algo, a tantear una historia, y de manera inesperada la ma?ana de la explosi¨®n se abri¨® paso en ella. La experiencia puede tardar mucho tiempo en convertirse en relato, y no se sabe por qu¨¦ caminos inconscientes se va filtrando hasta surgir transformada, no de golpe, al principio, sino como un goteo, como se filtra el agua en esa cisterna horadada en la roca calc¨¢rea que B¨¢rbara me llev¨® a conocer la otra tarde, en una de nuestras subidas y bajadas entre los tejados y el subsuelo de Jerusal¨¦n.
Las caras del viaje: caras humanas desconocidas o reconocidas y caras en el sentido de facetas. Hacen falta gu¨ªas adecuados que le muestren a uno las otras caras de las cosas. Hubiera querido tener tiempo para ir con B¨¢rbara a esa escuela en la que se educan juntos ni?os jud¨ªos y palestinos o para acompa?arla a ella o alguno de los periodistas o los diplom¨¢ticos que se ofrecieron a guiarme por los territorios ocupados. Me acuerdo de la gran cisterna natural, la laguna abovedada bajo la capilla de los monjes et¨ªopes, el silencio de pozo despu¨¦s de la bulla de los callejones tur¨ªsticos, la resonancia c¨®ncava de las gotas de agua.
www.antoniomu?ozmolina.es
Babelia
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