Soplando el castillo de naipes
Lo primero que habr¨ªa que decir de House of cards (emitida en Espa?a por el Canal +) es que como en toda la obra de David Fincher, hay una abismal diferencia entre fondo y forma, continente y contenido. De la misma forma que el realizador reinvent¨® el thriller policiaco desde un punto de visto est¨¦tico (Seven) y m¨¢s adelante de un modo puramente conceptual (Zodiac), en House of cards lo aparente es desmentido de forma continua por esa c¨¢mara impertinente que parece llevar la guerra por su cuenta. A algunos les sonar¨¢ el asunto porque lo mismo sucede en La red social o Los hombres que no amaban a las mujeres: en la primera los tipos que teclean a toda velocidad en un ordenador de una habitaci¨®n en Harvard parecen m¨¢s bien metidos en una persecuci¨®n a toda hostia: Fincher consigue a trav¨¦s del montaje (y la m¨²sica de Trent Reznor) darle la vuelta al g¨¦nero como un calcet¨ªn. En la segunda, bajo una forma de clasicismo impecable (esos planos largos, la propia planificaci¨®n de la pel¨ªcula, la fotograf¨ªa, del estupend¨ªsimo Jordan Cronenweth, con reminiscencias de Dante Spinotti o Tak Fujimoto) el director se saca de la manga una pel¨ªcula que bascula entre el drama y el horror, donde todo parece a punto de saltar por los aires en cualquier momento.
Vale la pena decir esto porque como las comparaciones con el original brit¨¢nico van a ser (y son) inevitables es importante tener en mente que la gran baza de esta serie de Netflix es ¨Cprecisamente- la muy expansiva personalidad de su director. En el original, de 1990, la ¨¦poca retratada era el post-Thatcherismo, donde los ramalazos de las pr¨¢cticas de la Dama de hierro segu¨ªan vivos en el esqueleto de los tories y las luchas internas pasaron a ser externas en cuesti¨®n de semanas. En ese escenario turbio aunque flem¨¢tico (?qu¨¦ ser¨ªa de la Gran Breta?a sin ese activo llamado "flema"?) se mov¨ªan los personajes desnortados de un pa¨ªs camino a ninguna parte. El protagonista, un impresionante Ian Richardson, era uno de esos tipos imperturbables que mientras se toma un t¨¦ contigo piensa cu¨¢l ser¨ªa la mejor manera para deshacerse de tu cad¨¢ver. Era una serie en la tradici¨®n de la BBC, inteligente y puntillosa, sin miedo de dar palos a diestro y siniestro (el autor del libro en el que se basaba era Michael Dobbs, un destacado miembro de los conservadores en aquella ¨¦poca) . Visualmente era notable, Paul Seed, el director, es un tipo bregado en televisi¨®n (ah¨ª sigue) y se mov¨ªa con soltura en un escenario familiar. Por supuesto que la flor y nata del teatro ingl¨¦s estuviera a sus ¨®rdenes siempre ayuda: Malcolm Tierney o Susannah Harker (entre otros ¨Cy otras- se sal¨ªan en sus respectivos papeles).
House of cards es visualmente fascinante (solo hay que ver el piloto y ese plano con el que abre, con Spacey mirando a c¨¢mara y procediendo a hacer "algo" a su mascota) cuenta con una incre¨ªble arquitectura narrativa (la pelea en el hogar de Spacey y la posterior reconciliaci¨®n de la pareja, frente a la misma ventana que fue testigo de su pelea) y ,sobre todo, con esa facilidad del productor y director (aunque solo dirige dos episodios) para imprimir esa factura visual que de alg¨²n modo tiende a confundir al espectador, algo que encaja muy bien con la visi¨®n de la pol¨ªtica (un laberinto imposible con un minotauro furioso escondido en cada esquina) que ofrece la serie: uno cree estar viendo una f¨¢bula de rasgos geopol¨ªticos, donde los lugares elegidos para tomar decisiones nunca se produce al azar, cuando en realidad lo que se desprende de la visi¨®n de la misma es m¨¢s bien el escenario de una gigantesca comedia negra. Un lugar donde aplastar al adversario (enterrarle podr¨ªa ser una palabra mejor) es el mayor gag posible y no hay risas enlatadas.
Es ese ADN pol¨ªtico del show, que retrata la vileza y el juego de teclas, cuerdas y claves que uno debe conocer antes de entrar en el campo de minas lo que hace de House of cards una serie imprescindible. Funcionando casi como el reverso tenebroso de El ala oeste de la Casa Blanca, mientras esta se dedicaba a mostrar c¨®mo y cu¨¢ndo radica el poder ejecutivo y legislativo y le pon¨ªa luz y taqu¨ªgrafos, House of cards explica lo f¨¢cil que resulta destruir cualquier sistema (sean los de un partido pol¨ªtico o los del propio engranaje pol¨ªtico, llam¨¦mosle, democr¨¢tico) cuando se conocen los entresijos del mecanismo que hace girar la rueda. La informaci¨®n, por otra parte, utilizada como el fusil de un francotirador, tambi¨¦n tiene su raci¨®n de tartazo en la jeta y nos recuerda que el periodismo ha andado mucho desde los tiempos del Watergate y probablemente no en la direcci¨®n m¨¢s adecuada.
Todo ese retrato tenebrista, escondido en una realizaci¨®n a veces preciosista, a veces machacona, le da un plus a una serie de digesti¨®n lenta (no aburrida, ojo) con tantos hilos movi¨¦ndose de arriba hacia abajo que a veces es dif¨ªcil no sentirse como los protagonistas de la propia serie: marionetas a merced de un tornado.
En resumen: una serie potente, en¨¦rgica, magn¨ªficamente escrita, con un Spacey y una Wright al 100% de forma y una huella visual exquisita. ?La pol¨ªtica? Bien, gracias.
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