Antonio Beltr¨¢n, historiador de la ciencia
Era un especialista de talla mundial en la figura de Galileo
Se me ha muerto un hermano. Dif¨ªcil no recordar en este momento la conmovedora eleg¨ªa de Miguel Hern¨¢ndez a su amigo del alma Ramon Sij¨¦, "con quien tanto quer¨ªa".?Pero el destino de las presentes palabras obliga a sobreponerse a la emoci¨®n para que no queden en mero balbuceo, en atropellado lamento, y alcancen a cumplir, aunque sea en muy peque?a medida, la funci¨®n de glosar la figura del amigo fraternal que nos acaba de dejar.
El pasado 27 de marzo falleci¨® en Barcelona, ciudad en la que resid¨ªa desde principios de los a?os setenta y de cuya Universidad era profesor, Antonio Beltr¨¢n. Era, de los pies a la cabeza, un historiador. De la filosof¨ªa y, sobre todo, de la ciencia. Excelente conocedor de la obra de Thomas S. Kuhn, constitu¨ªa una de las primeras autoridades mundiales en la obra de Galileo. Sus libros Revoluci¨®n cient¨ªfica, Renacimiento e historia de la ciencia, Galileo, ciencia y religi¨®n o Talento y poder, as¨ª como su edici¨®n del Di¨¢logo sobre los dos m¨¢ximos sistemas galileano recibieron de inmediato just¨ªsimas alabanzas de los especialistas internacionales de mayor prestigio. Aunque resulta obligado a?adir, con pesar, que no siempre obtuvo entre nosotros an¨¢logo trato por parte de quienes deb¨ªan hab¨¦rselo dispensado. Para que se averg¨¹ence quien corresponda: tuvo que pleitear para conseguir que el ministerio al que pertenecemos le reconociera un sexenio de investigaci¨®n porque los evaluadores competentes (?competentes?) consideraban que un libro de m¨¢s de mil p¨¢ginas como Talento y poder, texto absolutamente concluyente sobre las relaciones entre Galileo y la Iglesia cat¨®lica, no representaba suficiente m¨¦rito para la concesi¨®n del tramo. Como tampoco creo que la Universidad de Barcelona pueda sentirse demasiado orgullosa de no haberle proporcionado la oportunidad de acceder al m¨¢ximo nivel acad¨¦mico.
Pero nada de esto le hizo nunca abandonar ¡ªni siquiera rebajar por un instante¡ª la intensidad de su trabajo, que vivi¨® hasta el ¨²ltimo instante con aut¨¦ntica pasi¨®n. Esther me permitir¨¢ que refiera la an¨¦cdota de su alegr¨ªa de las ¨²ltimas semanas ¡ªcuando la partida estaba ya definitivamente terminada y ¨¦l hab¨ªa renunciado a una batalla tan in¨²til como degradante por ara?arle un poco m¨¢s de tiempo a la vida¡ª por poder trabajar con una cierta continuidad en la edici¨®n del Saggiatore que estaba preparando, con el mimo y el cuidado que siempre le caracterizaron.
En su magn¨ªfico Nada que temer, Julian Barnes ¡ªde quien Antonio Beltr¨¢n era tambi¨¦n un apasionado lector¡ª alude al poeta anglosaj¨®n medieval que comparaba la vida con un p¨¢jaro que vuela desde la oscuridad a una sala de banquetes brillantemente iluminada, y despu¨¦s sale otra vez a la tiniebla del extremo m¨¢s lejano. En estas horas de tristeza por la muerte del amigo, ha regresado a mi cabeza la imagen. Pero no la he evocado en el sentido que comenta Barnes (¡°quiz¨¢ esta imagen calme la punzada de ser humano y mortal¡±, escribe), sino en otro, bien diferente. Y pensaba que hay personas que son como aves majestuosas que atraviesan la sala en la que nos encontramos, derramando sobre nosotros su belleza, su inteligencia y su bondad. Es su luz la que ilumina por completo la estancia. Nos damos cuenta en el momento en el que desaparecen. Entonces, todo cuanto hab¨ªa pierde el brillo y color que parec¨ªa pertenecerle, y se impone la verdad: la luz se fue con ellas. Quedamos en penumbra, infinitamente m¨¢s pobres y solos.
¡°Seg¨²n se es, as¨ª se ama¡± escrib¨ªa Ortega. No escribi¨®, pero pod¨ªa haberlo hecho, aplicando el mismo razonamiento, ¡°seg¨²n se es, as¨ª se muere¡±. Desde la Antig¨¹edad se viene repitiendo la afirmaci¨®n de que la filosof¨ªa no es en el fondo otra cosa que un aprendizaje de la muerte. Se trata, a fin de cuentas, de aprender a morir. Tal vez sea as¨ª, pero ?qui¨¦n est¨¢ en condiciones de ense?ar tal cosa? Confieso que nunca me hab¨ªa planteado esta pregunta, tal vez porque daba por descontado que en alg¨²n libro se encontrar¨ªa la respuesta. Pues no. La respuesta estaba ¡ªahora veo que no pod¨ªa ser de otra manera¡ª en la vida misma. Solo quien sabe vivir puede ense?ar a morir. Antonio soport¨® su enfermedad con enorme entereza, con ejemplar dignidad, y, consecuente hasta el final, don¨® su cuerpo a la ciencia, por la que tanto hab¨ªa hecho, renunciando a cualquier liturgia p¨²blica de despedida. Se fue dejando una imborrable marca de afecto y amor en todos quienes tuvimos la enorme fortuna de conocerle y quererle. Su amistad ha sido uno de los m¨¢s impagables regalos que me ha hecho la vida.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Contempor¨¢nea en la Universidad de Barcelona.
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