Ave, Puigcorb¨¦
En ¡®Enrique IV¡¯ de Pirandello parec¨ªa no hacer nada pero no pod¨ªas dejar de mirarle
La memoria funciona por detonaci¨®n y arrastre. Detonante: leo en el AVE una estupenda entrevista con Juanjo Puigcorb¨¦ en Jot Down. Me llama especialmente la atenci¨®n una de las mejores definiciones sobre el arte de actuar, que anoto. Cuando acabo de copiarla, miro por la ventanilla y, como si fuera una pantalla, desfila por mi cabeza (arrastre) lo que bien podr¨ªa ser la primera parte de su biopic (Puigcorb¨¦: The Beginnings). Rememoro a velocidad AVE. Barcelona, 1979. Vamos en un Dyane 6 con Assumpta Serna (que entonces todav¨ªa se llamaba Rod¨¦s) y Juanjo. Le he conocido en el sal¨®n Diana, un a?o antes: es uno de los marquesitos del Enrique IV de Pirandello, dirigido por Mario Gas. Estaba sentado en un sill¨®n, al fondo del escenario, aparentemente ajeno; parec¨ªa no hacer nada pero no pod¨ªas dejar de mirarle.
Encadena con el travelling de impacto del final de La org¨ªa, la peli de Bellmunt, recorriendo la calle Arag¨®n en moto y pelota picada: la imagen que lanz¨® su nombre. En el Dyane, despu¨¦s de una conversaci¨®n de varias horas en la que me pasma su conocimiento del teatro isabelino, dice: ¡°Me han ofrecido un gal¨¢n joven en el Lliure¡±. A los pocos d¨ªas de ese paseo en coche, las carreras de Juanjo y la Serna se disparan: el ¡°gal¨¢n joven¡± es el Paris de La bella Helena, y ella se va a Madrid a rodar El crimen de Cuenca con la Mir¨®.
En el Lliure, un gesto: de rodillas, reverencial ante Helena/Lizar¨¢n, imanta de nuevo la mirada simplemente moviendo un pie, que de repente parece tener las alas de Mercurio. Poco m¨¢s tarde (81/82), comienza a hacer en el teatro barcelon¨¦s los grandes roles rom¨¢nticos del repertorio y se convierte en el mejor actor de su generaci¨®n. Llega El pr¨ªncipe de Homburg, de Von Kleist, a las ¨®rdenes de Salvat, en el Romea, y es una pena que la maravillosa historia de su relaci¨®n con el gran Rafael Anglada sea demasiado larga para contarla aqu¨ª (otro d¨ªa), pero vuelvo a verles convertidos en dos clowns extraordinarios, po¨¦ticos, lunares, atrapados en la caja de madera de La tempestad (1983) de Lavelli, donde la Espert era, a la vez, Pr¨®spero y Ariel. Otra imagen, otra gran interpretaci¨®n de clown, esta vez puro (y peligroso) slapstick, cortando la respiraci¨®n del p¨²blico al caer y rodar por la escalera de Pel devant i pel darrera, la versi¨®n catalana de Noises Off de Michael Frayn, en el Condal.
Sigo con los roles rom¨¢nticos: cuatro horas de funci¨®n sobre sus espaldas en el Peer Gynt de Ibsen en el Romea, dirigido por Nel¡¤lo, y el Lorenzaccio de Pasqual, de nuevo en el Lliure, yendo hacia la muerte en el Rialto con cazadora negra de loubard, y otra vez enorme c¨®mico en Por un s¨ª o por un no, de Nathalie Sarraute, en el Poliorama, devolviendo todas las voleas de Flotats (y enviando pelotas muy altas), y el descomunal Dal¨ª/Vador con Oll¨¦, y el locutor megal¨®mano de Llamadas a medianoche (Talk Radio, de Bogosian), y aquellas Amistades peligrosas, y aquel enfrentamiento con la Mir¨® (leyenda de sof¨¢ arrojadizo incluida), y su abandono del teatro durante casi veinte a?os, que se dice pronto, y su feliz retorno con El cr¨ªtico, de Mayorga. Y recuerdo tambi¨¦n una frase suya, en el 91, sobre el final de un texto que yo hab¨ªa escrito, una frase muy precisa pero que no entend¨ª entonces: ¡°Ha de acabar con dos flechas, la primera muy alta, la segunda todav¨ªa m¨¢s¡±. Escucho su eco en la entrevista. Volvemos al principio. Le preguntan por la esencia de la actuaci¨®n y responde: ¡°Es sentirse (larga pausa) ¨ªntimo en p¨²blico. Es algo muy dif¨ªcil de explicar, pero voy a intentarlo: tener en el escenario una gran conciencia del presente, vivirlo, engrandecerlo si es posible, y compartir esa intimidad del personaje con el p¨²blico. Esa es la magia del teatro y esa es la ceremonia que los espectadores vienen a ver. El cine deja una huella en la zona del cerebro que corresponde a la enso?aci¨®n, pero el teatro la deja en la zona de la memoria f¨ªsica de las tres dimensiones¡ o las cuatro que tiene la realidad. Cuando destronan a Ricardo II, Bolingbroke le pide la corona y todos los parlamentarios bajan la cabeza porque nunca han visto al rey sin corona y sienten verg¨¹enza, pero el modo como el rey la entrega¡ ese es el instante m¨¢gico del actor, solo suyo y del p¨²blico. O en Macbeth, cuando llega el criado y le dice ¡®Se?or, el bosque avanza¡¯. En una obra de teatro se producen uno, dos, tres momentos as¨ª, y as¨ª Shakespeare se los serv¨ªa a sus actores. Todo lo dem¨¢s es preparaci¨®n de esos momentos¡±.
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