C¨®mo ganar el Premio Nobel
Regularmente, sale a la palestra el fantasma de Bob Dylan y el Premio Nobel de Literatura. ¡°?Ser¨¢ finalmente el a?o de Dylan?¡±, nos preguntan. Una excusa tonta para rellenar minutos en la radio, para publicar art¨ªculos cogidos por los pelos.
Sabemos que ser¨ªa un disparate. T¨¦cnicamente, Dylan solo ha publicado dos libros. Me responden que sus letras fungir¨ªan como corpus literario y que han alcanzado un fenomenal impacto cultural. En su contra, el hecho de que tiende a -?c¨®mo decirlo finamente?- la apropiaci¨®n de hallazgos ajenos, escud¨¢ndose en la tradici¨®n del reciclaje del folk process.
En esas discusiones banales, nos falta informaci¨®n fiable sobre los intr¨ªngulis de los Nobel: las deliberaciones de los acad¨¦micos son secretas, aunque se han colado an¨¦cdotas intrigantes. Pero ahora tenemos un retrato revelador de lo ocurrido en 1954, cuando se premi¨® a Ernest Hemingway.
Jeffrey Meyers, experto neoyorquino en Hemingway, ha entrado en los archivos de la Academia Sueca. Y ha publicado en The Times Literary Supplement un extenso texto sobre sus hallazgos, The swedish thing, que nos deja boquiabiertos.
Se sabe que Alfred Nobel especific¨® que los autores galardonados deber¨ªan tener ¡°una tendencia idealista¡± (s¨ª, podr¨ªa encajar el primer Dylan). Pero pesan m¨¢s los factores extraliterarios. Las circunstancias personales: edad y salud, ideolog¨ªa y, si procede, sufrimiento en c¨¢rceles o exilio. Y los elementos geopol¨ªticos, como si fuera Eurovisi¨®n: los favores debidos, la presi¨®n de pa¨ªses poderosos enfrentada al noble deseo de reconocer a literaturas previamente ignoradas. Sin olvidar las rencillas hist¨®ricas: en 1954, el Secretario Permanente de la Academia vet¨® al principal rival de Hemingway, el island¨¦s Halld¨®r Laxness, por haberse burlado de Olaf II El Santo, rey de Noruega. Que conste que el gran Laxness fue nobelizado al a?o siguiente.
La investigaci¨®n del bi¨®grafo de Hemingway pone al descubierto muchas de esas miserias del circo literario que tanto juego le dan a Andr¨¦s Trapiello en sus entregas del Sal¨®n de pasos perdidos. Que Jacinto Benavente, Nobel de 1922, aport¨® la candidatura de Concha Espina, una apuesta pol¨ªticamente correcta en comparaci¨®n con el expatriado Juan Ram¨®n Jim¨¦nez (que finalmente conquistar¨ªa el premio en 1956). Y sorpresas, como el hecho de que J. R. R. Tolkien apostara por alguien tan distante de la Tierra Media como E. M. Forster. Que nunca gan¨®.
Asombra saber que el comit¨¦ del Nobel no mostr¨® un entusiasmo un¨¢nime por Hemingway; hubo un intento de rebeli¨®n, miembros que plantearon declarar desierto el premio. Eran otros tiempos: la literatura se difund¨ªa lentamente y los acad¨¦micos no asum¨ªan los elementos biogr¨¢ficos de sus libros. Le salv¨® la popularidad de El viejo y el mar; los informes de sus paladines no mencionaban obras m¨¢s indiscutibles como Fiesta o Por quien doblan las campanas. As¨ª que ayuda tener un best-seller reciente y, caramba, hace d¨¦cadas que Dylan renunci¨® a los temas de ¨¦xito.
Las discusiones que recoge Jeffrey Meyers me recuerdan lo experimentado cuando serv¨ª de jurado para un premio nacional. Mucho bochorno: la cabezoner¨ªa de algunos de los presentes, empe?ados en hacer triunfar a su candidato, aunque no encajara en el perfil requerido; el suave empuje ministerial para que el elegido fuera medi¨¢ticamente apetecible; los pactos impl¨ªcitos que se formaban y deshac¨ªan seg¨²n avanzaban las votaciones. Vencedor y candidatos hubieran palidecido de haber asistido a la deliberaci¨®n.
?Para Hemingway, fue el final de una agon¨ªa. Quer¨ªa que se acabara el suspense. No hizo campa?a: despreciaba a anteriores ganadores estadounidenses, de Pearl S. Buck a William Faulkner (¡°mientras yo viva, tendr¨¢ que beber para justificarse por tener el Nobel¡±). Su ambig¨¹edad se manifest¨® en la negativa a acudir a Estocolmo. Aleg¨® que estaba en Cuba, recuper¨¢ndose de dos accidentes a¨¦reos que hab¨ªa sufrido en ?frica. Todo cierto, aunque luego hab¨ªa viajado a Espa?a e Italia; lo que le faltaba era voluntad. Ah¨ª si que puedo imaginar a un Bob Dylan escaque¨¢ndose del ritual. Ojal¨¢ nunca llegue el momento en que deba enfrentarse a esa decisi¨®n. El arte de Dylan es otra cosa, diferente de la literatura y tan digna en sus propios t¨¦rminos.
Babelia
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