El ¨²ltimo regate
Este no va a ser mi primer art¨ªculo sobre f¨²tbol, a tanto no me atrevo, pero s¨ª mi primer y casi seguramente ¨²ltimo con un futbolista como pretexto. Excusa mi impertinencia que el futbolista sea tan grande que est¨¦ en la memoria hasta de uno de los pocos ni?os que no fueron aficionados al f¨²tbol cuando todos lo eran, incluso quiz¨¢ m¨¢s que ahora: Alfredo Di St¨¦fano. En el colegio, durante las pausas entre las clases, s¨®lo cuatro o cinco nos retir¨¢bamos a un rinc¨®n del patio mientras el resto de la clase jugaba un partido multitudinario e interminable que prosegu¨ªa de recreo en recreo. Habl¨¢bamos de lecturas o de nimias fantas¨ªas, entre orgullosos y acomplejados por nuestra singularidad, mientras los profesores nos dedicaban comentarios sarc¨¢sticos y esquiv¨¢bamos los balonazos extraviados hacia nosotros, no siempre por azar. ?Como llegu¨¦ a odiar el pelot¨®n ¨¢spero y pesado, siempre cubierto de barro, que pod¨ªa llegar desde cualquier parte con su mazazo! Todav¨ªa lo odio: para m¨ª no hay m¨¢s bal¨®n bueno que el bal¨®n muerto y desinflado.
Durante toda mi infancia, Di St¨¦fano fue el s¨ªmbolo del f¨²tbol y con ¨¦l de la celebridad y la gloria. Dada mi temprana antipat¨ªa por ese deporte obligatorio (tambi¨¦n hoy, cuando llegamos a la secci¨®n de deportes de un peri¨®dico o un informativo, lo que recibimos es casi exclusivamente una sobredosis futbol¨ªstica) deber¨ªa haber visto al jugador con el mismo desd¨¦n con que el rey Lear insulta al vasallo que le ofende llam¨¢ndole football player. Pero lo cierto es que el aura dorada de su figura hecha de agilidad y precisi¨®n me fascinaba. Soy de los que se creen la excelencia de los mitos no por fe en el individuo sino en la humanidad: no me alineo con los partidarios del ¡°no ser¨¢ para tanto¡± sino con los del ¡°se nota que tiene algo¡±. En una sesi¨®n del casto y ruidoso cineclub colegial nos pasaron Saeta rubia, que no era precisamente Evasi¨®n o victoria en cuanto emoci¨®n cinematogr¨¢fica pero bast¨® para hacerme devoto del prestigio de su protagonista. Lo que no consigui¨® es que fuese a ver ni un partido de f¨²tbol en vivo, milagros los justos¡
Pero luego me enter¨¦ de que, si bien yo no compart¨ªa con Di St¨¦fano la afici¨®n por el balompi¨¦, ¨¦l si gustaba de mi deporte favorito: las carreras de caballos. Era burrero, como decimos en Argentina. Me contaron que cuando jugaba en el River, a cada poco del partido corr¨ªa a la banda para entrevistarse con un personaje al que algunos tomaban por un mentor de la estrategia en el campo pero que en realidad le informaba de los resultados del hip¨®dromo de Palermo, en cuyas pruebas se jugaba buenos pesos. Y en Madrid, en la Zarzuela de los tiempos felices (o recordados como tales por los adolescentes de entonces), ten¨ªa siempre su lugar preferente con otros futbolistas tambi¨¦n burreros, en cuya compa?¨ªa nunca faltaban damas c¨¦lebremente hermosas. All¨ª vi por primera y temo que ¨²ltima vez en carne mortal a Sof¨ªa Loren, que me impresion¨® m¨¢s que todo el Real Madrid junto, la verdad.
Todo esto viene a cuento ¡ªa la cuenta de mi memoria¡ª porque ahora veo al anta?o veloz campe¨®n sometido a una silla de ruedas y a tristes enredos familiares. Por lo visto ha querido driblar hacia un amor crepuscular y el principio atroz de la realidad le ha pitado penalti. No conozco el asunto m¨¢s que por la rumorolog¨ªa impresa, es decir que no lo conozco, pero mi fervor est¨¢ con ¨¦l, pase ¡ªay¡ª lo que pase. Y evoco aquellos versos memorables de la Ep¨ªstola moral de Fern¨¢ndez de Andrada: ¡°?Oh muerte, ven callada, como sueles venir en la saeta¡¡±. Rubia o morena, tanto da.
Babelia
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