El cosmos de Yeoville
El viajero deber¨¢ afrontar con precauci¨®n la incursi¨®n por este barrio, pero encontrar¨¢ en ¨¦l el hechizo de la autenticidad
Johanesburgo tendr¨ªa que ser una parada obligatoria en Sud¨¢frica. Y si Johanesburgo fuera una ciudad normal, el barrio de Yeoville llenar¨ªa p¨¢ginas de gu¨ªas y cualquier aut¨®ctono recomendar¨ªa la visita sin pesta?ear. Pero ni Johanesburgo ni Yeoville encajan en convencionalidades, as¨ª que hay que buscarse la vida y autoimponerse visitar esas calles llenas de gente de aqu¨ª para all¨¢ o esperando no se sabe qu¨¦.
La avenida de Rockey que atraviesa Bellevue transforma su nombre por el de Raleigh cuando llega a Yeoville, sin que se note el cambio de barrio, y vertebra una red de cuadr¨ªculas anchas, coronadas por una hilera de casitas de planta baja o terrado que acogen baretos y restaurantes sin mucha luz pero con la alegr¨ªa de patios interiores. Casi sin bajarse de la acera, el comensal m¨¢s curioso se puede hacer con un men¨² africano. As¨ª, a lo grande, la degustaci¨®n incluye la et¨ªope injera o el pescado asado con patatas fritas sin previo descongelado al modo camerun¨¦s o el pap local que hace las funciones de pan o acompa?amiento de la raci¨®n de carne. No es el cosmopolitismo al uso, pero esto es Yeoville, el refugio natural de inmigrantes africanos atra¨ªdos por un Johanesburgo donde a lo mejor no todo es posible, pero s¨ª que da cobijo al que busca una mejor vida o huye de alg¨²n conflicto sangriento.
Hay que ir a Yeoville un s¨¢bado por la ma?ana. Es cuando la vida se extiende. El d¨ªa es de las familias. Las mujeres, de compra por ese mercado en el que se oferta lo mejor de verdura fresca de la ciudad; los ni?os correteando tranquilos por alguna de las pocas plazas que hay y los hombres en los bares d¨¢ndole a la cerveza. No hay ning¨²n blanco a la vista, quiz¨¢ alg¨²n extranjero que desaf¨ªa las recomendaciones de evitar la visita y se intenta mezclar con los vecinos, y a pesar de que canta por su color p¨¢lido e indumentaria sosaina, nadie le dir¨¢ que sobra. Yeoville, como el vecino Hillbrow y tantos otros con alto porcentaje de vecindad negra y extranjera, arrastra mala fama, tienes que pisar su acera.
Sin bajarse de la acera, el m¨¢s curioso se hace con un men¨² africano
La noche es de la juventud panafricana ¨¢vida de m¨²sica y antros oscuros. No hay mejor sitio que los bares de Yeoville para enterarse de c¨®mo va la Liga de f¨²tbol espa?ola. Los partidos televisados de una competici¨®n europea son un aut¨¦ntico espect¨¢culo que hay que observar de cara a los clientes y dando la espalda al aparato televisivo que chilla. El espect¨¢culo son ellos, con sus voces guturales, sus dedos dando de comer a sus bocas e, incomprensiblemente, sus o¨ªdos ocupados por m¨²sica a trav¨¦s de auriculares, ajenos a comentarios deportivos que salen del aparato pero atentos a los v¨ªtores del vecino o de una pelea en el exterior. La noche sabatina terminar¨¢ tarde, cuando en los suburbios blancos de la capital hace horas que ya solo quedan los guardianes de las calles, los m¨¢s suertudos cobijados en peque?as garitas, y los menos, sentados en sillas de ¨¢ngulo recto. La luz del d¨ªa traer¨¢ la misa dominical, que obliga a sacar del armario a ellas las pelucas de los d¨ªas grandes y a ellos el traje menos ra¨ªdo.
En el barrio hay de todo, presumen los vecinos. Les gusta ver languidecer un domingo estirados en el Joubert Park, oasis en el ca¨®tico centro de Johanesburgo, y punto de encuentro de negros, sin m¨¢s oportunidades que echar la tarde compr¨¢ndose un helado o un huevo duro. Si no fuera por el color de piel y la vivacidad de la vestimenta, la imagen ser¨ªa la misma de una Espa?a en blanco y negro, del ocio de nuestros abuelos. El de Yeoville es, sin duda, uno de los barrios que resume c¨®mo le ha ido a Sud¨¢frica. Fue un ¨¢rea declarada para blancos pero nadie sabe explicar por qu¨¦ raz¨®n desde finales de los setenta el r¨¦gimen del apartheid hizo la vista gorda tolerando la convivencia racial. Y se cre¨® un extraordinario microcosmos poblado por culturetas en el que se mezclaban las notas del jazz puro con el ritmo africano, los aromas refinados de la pasteler¨ªa francesa con las especias indias.
Hasta que hace dos d¨¦cadas se termin¨® la segregaci¨®n y empezaron a llegar negros no tan sofisticados como los habituales, en la misma intensidad en que los blancos hu¨ªan hacia las nuevas urbanizaciones del norte de la capital econ¨®mica de Sud¨¢frica. Solo se quedaron los jud¨ªos.
¡°Este era un barrio blanco¡±, se?ala un afrik¨¢ner cuarent¨®n con la misma normalidad que hubiera dicho ¡°todo esto antes eran campos¡±. Hac¨ªa 20 a?os que no volv¨ªa a Yeoville, cuando frecuentaba los bares con su cuadrilla blanca y rub¨ªsima so?ando que estaban en las tabernas parisienses y no les importaba compartir mesa con un negro que recitaba poes¨ªa o tocaba la trompeta.
Eso es historia y el ¨²nico rastro europeo hoy en d¨ªa es la arquitectura, los edificios amarillentos por el sol y el tiempo y la falta de una mano de pintura. Aunque a decir verdad no hay mayor cosmopolitismo que el actual Yeoville.
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