La isla del Para¨ªso
Llegaron a una playa de arenas coralinas, en la que los ind¨ªgenas exhib¨ªan sus gloriosos cuerpos
Las gentes de isla, los isle?os, entre los que servidora de ustedes se cuenta, tenemos, al parecer, unos genes algo distintos de la mayor¨ªa de los continentales. Basta pensar en los oriundos de la Gran Breta?a, que conducen por la izquierda y siguen, pese a estar en la Uni¨®n Europea, con su libra, cuando casi todos los pa¨ªses abandonaron las particulares monedas patri¨®ticas para pasar al euro. Sin llegar a tanto, los isle?os de las Baleares, m¨¢s concretamente, los de Mallorca somos tambi¨¦n un tanto peculiares. Una de esas peculiaridades consiste en que cuando emigr¨¢bamos prefer¨ªamos hacerlo a otras islas. Cuba o Puerto Rico fueron destinos predilectos de los mallorquines.
Quienes tuvieron que conformarse con ir al continente sent¨ªan una tal necesidad de tocar isla que en cuanto pod¨ªan cambiaban su destino continental por otro isle?o. En el continente se encontraban mal e incluso aseguraban que les fallaba la respiraci¨®n y solo mejoraban regresando a la costa, junto al mar. De manera que pudiera parecer que en vez de pulmones tuvieran extra?as branquias, deseosas de buscarse el ox¨ªgeno sumergi¨¦ndose en el oc¨¦ano, rodeados de agua por todas partes, como las islas. Tal vez por eso muchos de nuestros antepasados se enrolaban en los barcos que hac¨ªan el corso por el Mediterr¨¢neo hasta bien entrado el siglo XVII y, m¨¢s adelante, en el siglo XIX, tras liberalizarse el comercio con Am¨¦rica, formaron la tripulaci¨®n de muchas de las goletas que iban all¨ª.
El capit¨¢n Guillem Bartomeu Sampol fue un ejemplo caracter¨ªstico de la necesidad mallorquina de tocar isla. Cuando navegaba hacia la costa americana buscaba siempre una isla, por peque?a que fuera, en la que desembarcar para poder calmar, por lo menos durante unas horas, la necesidad urgente de tocar isla que ¨¦l sent¨ªa lo mismo que los otros marineros mallorquines enrolados en el Intr¨¦pido.
Fue en el puerto de Veracruz donde un marinero canario, al que por lo visto aquejaba el mismo mal de isla que al capit¨¢n mallorqu¨ªn, le cont¨®, mientras fumaba una pipa inevitable y beb¨ªa el m¨¢s inevitable ron, que conoc¨ªa una isla maravillosa de exuberante vegetaci¨®n, donde los ¨¢rboles daban fruto todo el a?o, en la tierra germinaban todas las semillas sin necesidad de ser sembradas, porque los brazos de una serie de manantiales de agua dulce, fresqu¨ªsima y clara, proporcionaban cuanta humedad hab¨ªan de menester. A un clima ideal, siempre templado, se un¨ªa la belleza extrema del paisaje y de las especies ex¨®ticas que lo poblaban. Pero mucho mejor a¨²n que todo eso eran los isle?os.
Los felices isle?os, bellos y bondadosos, estaban tan encantados con la llegada de visitantes que les tra¨ªan noticias de otros lugares que, aunque a ellos no les interesaran en absoluto ¡ªpara qu¨¦ les iban a interesar si viv¨ªan sin pegar golpe en el mejor de los mundos¡ª les permit¨ªan sentirse todav¨ªa m¨¢s a gusto en su isla, pues en efecto todos los forasteros coincid¨ªan en que hab¨ªan llegado al para¨ªso. Eran tan amistosos y hospitalarios que no solo recib¨ªan con coronas de flores, abluciones y c¨¢nticos a los viajeros sino que les ofrec¨ªan a sus mujeres, previo consentimiento de estas, para que hicieran el amor, algo que a ellas les parec¨ªa estupendo. Y todos contentos.
El marinero canario, tras muchos vasos de ron, accedi¨® finalmente a comunicarle las coordenadas de la paradis¨ªaca isla a mi antepasado. El relato hab¨ªa espoleado tanto el deseo de Sampol que quiso compartirlo con la tripulaci¨®n mallorquina, tan interesada en tocar isla como su capit¨¢n. La noticia les alegr¨® much¨ªsimo, porque en efecto no era para menos, as¨ª que estibaron el barco en mucho menos tiempo y en cuanto zarparon pusieron rumbo a la isla del Para¨ªso, como ya la hab¨ªan bautizado. Despu¨¦s de cuatro d¨ªas de navegaci¨®n dieron con ella.
El Intr¨¦pido fonde¨® frente a la costa m¨¢s bella que jam¨¢s vieran los ojos de sus tripulantes. En un bote el capit¨¢n y dos de sus hombres, escogidos por sorteo, llegaron a una playa de arenas coralinas, en las que crec¨ªan abundantes cocoteros y en la que unos ind¨ªgenas bell¨ªsimos exhib¨ªan sus gloriosos cuerpos desnudos, cuyas prodigiosas extremidades, especialmente las blandas, dejaron admirados a los visitantes. Tal como los hab¨ªa descrito el marinero canario, hospitalarios y generosos, les condujeron hacia su poblado. All¨ª, sentado en un tronco de palmera, alto y mayest¨¢tico, estaba el rey; a sus pies, algunos cortesanos, igualmente desnudos, menos dos, cuyas verg¨¹enzas cubr¨ªa un taparrabos, y entre los que al capit¨¢n, sorprendid¨ªsimo, le pareci¨® reconocer a un antiguo tripulante de su barco, un tal Tomeu, al que hab¨ªa embarcado como grumete, hac¨ªa por lo menos veinte a?os:
¡ªUep Tomeu, per¨° ets tu o no ets tu? ¡ªle dijo en mallorqu¨ªn¡ª. ?Qu¨¦ haces aqu¨ª?
¡ªLo mismo que usted capit¨¢n, me hablaron de esta isla, del Para¨ªso¡ Las mujeres son magn¨ªficas pero insaciables, tres d¨ªas con sus tres noches¡ y a los que no aguantan los castran, capit¨¢n, y se la comen a la brasa o la tiran al mar, no s¨¦ de qu¨¦ depende¡ Yo porque no tengo ad¨®nde ir en mis condiciones¡ pero usted y estos dos a¨²n est¨¢n a tiempo¡ Vuelvan al barco si no est¨¢n seguros de poder resistir¡
Sampol regres¨® solo al bote. Desconocemos qu¨¦ pas¨® con los dos marineros.
Carme Riera es escritora y acad¨¦mica electa de la RAE. Su ¨²ltimo libro es Tiempo de inocencia (2013).
Babelia
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