Carlos Aguinaga, el sabio que me ense?¨® a leer
Acabo de enterarme de la muerte de Carlos Blanco Aguinaga. Con ¨¦l, la literatura pierde una de las voces cr¨ªticas m¨¢s importantes del siglo XX. Pero yo quiero escribir de la p¨¦rdida del maestro que me ense?¨® a leer, porque uno puede llegar a los veinticinco a?os sin parar de devorar libros y seguir acunado en esa niebla enga?osa que tantas veces se nos hace creer que es la literatura. Con Blanco aprend¨ª la literatura como forma de conocimiento: colocarse ante el puro texto, sin ret¨®rica envolvente, y aprender, de paso, que el envite no es tanto situar un libro en su contexto, sino desentra?ar el modo en que el contexto forma parte de la malla del libro. La literatura, como ineludible sism¨®grafo (o polic¨ªa) de su tiempo.
Su Historia social de la literatura espa?ola, publicada en 1978, mereci¨® el calificativo de ¡°estalinista¡± en la cr¨ªtica que escribi¨® Rafael Conte en las p¨¢ginas del suplemento cultural de este mismo diario. La batalla era cruenta, porque lo que se dirim¨ªa era nada menos que el restablecimiento de un canon literario vapuleado al mismo tiempo por los literatos del r¨¦gimen y por vanguardias que aspiraban a la modernidad sin ajustar cuentas con el franquismo: textos que sobrevuelan la historia sin tocarla.
A los j¨®venes que nos hab¨ªamos educado en Espa?a, Blanco nos correg¨ªa la mirada refract¨¢ndola en la del exilio. Su presencia nos tra¨ªa Am¨¦rica: los exiliados espa?oles, pero tambi¨¦n los novelistas de entreguerras, las luchas por los derechos de chicanos y negros, los narradores de la revoluci¨®n mexicana, los poemas de Vallejo y Nicanor Parra, o los de Juli¨¢n del Casal; los textos de Mart¨ª y de Mari¨¢tegui; y los boleros de Agust¨ªn Lara cantados por To?a la Negra. Todo eso forma una peque?a parte de lo que Blanco ha dejado en nosotros. Porque fuera de lo literario (si es que hay algo que pueda quedarse fuera de lo literario) est¨¢n su bondad, su humor, su cari?o que tanto empiezo a echar de menos ahora mismo.
Creo que fue en el verano de 1976 cuando recorrimos con Iris, su mujer, el sur de M¨¦xico. Fort¨ªn de las Flores, Veracruz, Villahermosa, San Crist¨®bal de las Casas, Tehuantepec, Oaxaca. A San Juan Chamula llegamos de noche, a bordo de un coche en el que hab¨ªa fallado el sistema el¨¦ctrico. Avanz¨¢bamos a oscuras por la sinuosa carretera, siguiendo las luces del autob¨²s que nos preced¨ªa. Cada poco tiempo, ve¨ªamos brillar una fosforescencia en el horizonte que cre¨ªamos que eran las luces de la poblaci¨®n y siempre acababan siendo las de los millones de cocuyos que poblaban la noche. Si cierro los ojos puedo recordar aquel viaje y la plaza de San Juan, con las puertas de su iglesia abiertas de par en par y aquellos tipos silenciosos sentados en el suelo junto a sus bestias de carga. Puedo verlo, y oler: a chiles y a cilantro, a gardenias. Y esos olores y el brillo enga?oso de cocuyos ¡ªese M¨¦xico¡ª, que ahora mismo recuerdo y me conmueven, son tambi¨¦n parte de lo que ha dejado en m¨ª su amistad. Los conoc¨ª con ¨¦l.
Rafael Chirbes es escritor. Su ¨²ltima novela es En la orilla.
Babelia
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