¡®Kitsch¡¯ nacional
El 'kitsch' es un rasgo tan definitivo del patriotismo como la sobreabundancia de banderas
Observando algunas de las expresiones visuales del fervor independentista catal¨¢n he confirmado una intuici¨®n: el kitsch es un rasgo tan definitivo del patriotismo como la sobreabundancia de banderas. El kitsch es el imperio de los aspavientos incontrolados de la emoci¨®n y la sensibilidad, de la desproporci¨®n entre la sustancia y el envoltorio, del subrayado insistente, del golpe de efecto seguro por encima de la sugerencia. El kitsch se define por comparaci¨®n porque su naturaleza es derivativa y par¨¢sita. El kitsch es al arte lo que la margarina a la mantequilla, lo que el arcopal a la loza, lo que la novela hist¨®rica a la historia, lo que Isabel Allende al mejor Garc¨ªa M¨¢rquez (no el que se parece a Isabel Allende), lo que Norman Rockwell a Edward Hopper, lo que los anuncios tur¨ªsticos de la Junta de Andaluc¨ªa a la realidad de Andaluc¨ªa, lo que Joaqu¨ªn Rodrigo a Manuel de Falla, lo que el hotel Alhambra Palace de Granada a la Alhambra de Granada.
El kitsch regala literalmente todos los estremecimientos y las recompensas del arte sin el estorbo de ninguna de sus exigencias. El kitsch pol¨ªtico promete la plenitud gozosa de lo colectivo sin los inconvenientes, las asperezas, las incertidumbres, las responsabilidades, los muy probables desenga?os de la realidad vulgar, la ordinariez de las diferencias de clase. El kitsch es inseparable de la efusi¨®n nacional porque ¨¦sta consiste en la traslaci¨®n a lo p¨²blico de lo que en rigor pertenece al ¨¢mbito de las emociones privadas. El amor a la patria adquiere la vehemencia del amor a la madre. La comunidad de extra?os que es el abrigo austero de la ciudadan¨ªa se caldea confortablemente para envolverlo a uno en la sagrada pertenencia a un pueblo. El kitsch nacional convierte los lazos objetivos de la ciudadan¨ªa en v¨ªnculos de sangre, creando un nosotros que ser¨¢ m¨¢s compacto cuanto m¨¢s arrecie la perfidia agresiva del enemigo exterior. En las ficciones del kitsch nacional, como en las del kitsch est¨¦tico, la singularidad de las personas se disuelve en la pertenencia a grupos caracterizados de antemano y a los buenos se les reconoce tan de inmediato como a los malvados.
El ¡®kitsch¡¯ no repara en gastos: libre de la autocr¨ªtica y la burla, se instala directamente en lo sublime
El arte depura la emoci¨®n desordenada y subjetiva mediante sus severas exigencias formales. La democracia entibia las erupciones sentimentales y las marejadas de la opini¨®n a trav¨¦s de las formas que dictan las leyes, de la separaci¨®n de poderes, de la limitaci¨®n de mandatos, del debate acerbo y la cr¨ªtica. En el ¨¢mbito de la democracia hay tan poco espacio para las vaguedades y unanimidades del pueblo o los pueblos como en el arte o en la literatura para los estereotipos del kitsch. Ni la democracia ni el arte excluyen los sentimientos, pero no les dejan la ¨²ltima palabra. El kitsch exhibe la emoci¨®n y la alimenta exager¨¢ndola. Su presunta autenticidad la vuelve irrebatible. Cualquier objeci¨®n a ella se convierte en un ultraje; cualquier limitaci¨®n formal es sospechosa porque atenta contra el valor supremo de la sinceridad. El kitsch no repara en gastos: libre de la autocr¨ªtica y la burla, se instala directamente en lo sublime.
El kitsch prospera en ese cruce de la sensibilidad atolondrada y el cinismo mercenario que explotan con tanto ¨¦xito los llamados creativos de la publicidad. Un anciano canoso y entra?able que amasa el pan con manos expertas sobre una vieja mesa de madera mientras suena de fondo una musiquilla pastoral sirve para anunciar una marca de t¨®xicos bollos industriales. Un padre camina de la mano de un ni?o por una playa al atardecer y nos est¨¢n vendiendo un producto financiero que resultar¨¢ una estafa consentida por la ley. Un vaquero rudo cabalga hacia el horizonte con objeto de difundir el tabaco rubio y el c¨¢ncer de pulm¨®n. Una voz grave, estremecida, traspasada de nostalgia, nos sugiere la melancol¨ªa del invierno y del paso del tiempo y la dulzura del regreso para ofrecernos a continuaci¨®n, sin miramiento ni escr¨²pulo, una marca de turr¨®n.
Hay patriotas catalanes que se identifican con todas las causas emancipatorias que les parecen afines
Voces de publicidad de caf¨¦, de turr¨®n, de cuentas bancarias, se oyen en los anuncios que reclaman la independencia de Catalu?a, recitando en penumbras que aluden a la opresi¨®n, al luto, al largo sufrimiento. Uno lo he visto protagonizado por el actor Juanjo Puigcorb¨¦, que durante bastantes a?os ha sobrellevado el dolor por su patria cautiva mientras se hac¨ªa una carrera espl¨¦ndida en el cine espa?ol y en la televisi¨®n espa?ola. En otro reconoc¨ª de inmediato la voz del acreditado cantante mel¨®dico Dyango, que puso fondo musical a muchos bailes apretados en las discotecas de la Espa?a opresora y pueblerina. Son voces muy semejantes, de una dignidad sobria, herida, anhelante, con un cierto vibrato de elocuencia po¨¦tica. Tambi¨¦n hay una voz del kitsch patri¨®tico andaluz, muy promovido por Canal Sur, una voz de haches muy aspiradas y entonaci¨®n so?adora, con un fondo de esos refritos moruno-aflamencados a los que las autoridades expiden certificado de mestizaje, con una sugesti¨®n de chiringuito de playa y galbana clientelar.
El kitsch acumula sus efectos con la misma desenvoltura saqueadora con que el arquitecto historicista acumulaba arcos ¨¢rabes, capiteles corintios, bajorrelieves asirios. Fue el af¨¢n patri¨®tico lo que llev¨® a Chaikovski a despe?arse del todo en el kitsch a?adiendo ca?onazos y vuelos de campanas a la rimbombancia de la Obertura 1812. Con la misma pasi¨®n acumulativa, hay patriotas catalanes que se identifican con todas las causas emancipatorias que les parecen afines, con el fervor kitsch con que un espectador de ¨®pera ve reflejados sus modestos contratiempos sentimentales en las tragedias desmelenadas de una soprano moribunda. El kitsch privado otorga la sensaci¨®n de sentir y respirar al un¨ªsono con los grandes artistas; el kitsch nacional, la de compartir el sufrimiento de los m¨¢s prestigiosos oprimidos: los b¨¢lticos invadidos y esclavizados por Stalin, los palestinos en los territorios ocupados, los jud¨ªos, por supuesto, los negros que marcharon sobre Washington en 1963 reclamando justicia social y derechos civiles. Al confort de la vida en un pa¨ªs de la Uni¨®n Europea se a?ade as¨ª el privilegio irresistible de la persecuci¨®n, igual que entre las ofertas de un crucero se incluye a veces una representaci¨®n conmovedora de Les mis¨¦rables en el teatro de a bordo.
El kitsch hace claro y sencillo lo que es tan ambiguo en el arte como en la realidad, y si hace falta modela y corrige la realidad para subordinarla a una ficci¨®n exaltadora. Sobre mares de banderas ondeando a c¨¢mara lenta padres en¨¦rgicos levantan sobre sus hombros a ni?os que sonr¨ªen, tal vez vislumbrando desde arriba el sol ansiado de la independencia. Bajo una luz gris de comisar¨ªa de Berl¨ªn oriental un heroico adolescente catal¨¢n resiste con cara angelical y serena gallard¨ªa las amenazas de una fiscal tan s¨¢dicamente espa?ola que hasta se declara burgalesa. El kitsch privado tiene su gracia cuando un artista de talento le da la vuelta y se deleita en sus placeres ironizando sobre ellos, como hicieron memorablemente Manuel Puig o Terenci Moix. Vacunadas contra la iron¨ªa, inmunes al rid¨ªculo, hay personas que pasan la vida entera sumergidas en la melaza del kitsch, asombradas y admiradas de su propia sensibilidad, convencidas sinceramente de la autenticidad de su propio histrionismo. Alentado sin pausa por todas las estrategias de la propaganda y de la publicidad y por la fuerza abrumadora de los medios de masas, el kitsch nacional lleva al delirio colectivo.
Babelia
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