Las letras de la democracia
Bola?o o Parra han marcado la literatura reciente de un pa¨ªs que ma?ana celebra elecciones Chile trata de poner su industria editorial a la altura de la creatividad de sus escritores
Cinco meses despu¨¦s de asumir la presidencia de Chile Salvador Allende, en marzo de 1971, el Gobierno de la Unidad Popular fund¨® la editorial Quimant¨². En mapudung¨²n, la lengua de los mapuches, kim significa ¡°saber o aprender¡± y ant¨¹ es ¡°sol¡±. Su creaci¨®n no figuraba en el programa de Allende. La origin¨® un conflicto sindical al interior de Zigzag, entonces, de lejos la editorial m¨¢s grande del pa¨ªs. Zigzag naci¨® a comienzos del siglo XX, pero floreci¨® entre los a?os treinta y cincuenta, cuando seg¨²n Bernardo Subercaseaux, autor de Historia del Libro en Chile, se vivi¨® la ¡°¨¦poca de oro¡± del libro chileno. El cierre de los mercados internacionales a causa de las guerras civiles europeas y de la crisis financiera de 1929 adem¨¢s de un notable est¨ªmulo a la producci¨®n de obras nacionales habr¨ªan permitido este auge. Eran a?os de discusi¨®n ideol¨®gica, de fortalecimiento de organizaciones obreras, del nacimiento del Frente Popular. Gabriela Mistral gan¨® el Premio Nobel en 1945. Neruda crec¨ªa hasta cubrirlo todo. Pero a comienzos de 1971 Zigzag, a esas alturas una empresa con m¨¢s de ochocientos empleados, estaba al borde de la quiebra. Fue para evitar que todos ellos perdieran sus trabajos que Allende fund¨® Quimant¨², la editorial que acabar¨ªa convirti¨¦ndose en el gran ¨ªcono de la pol¨ªtica cultural de su Gobierno. Nunca se hab¨ªan editado tantos libros en Chile y tan al alcance de la gente. Tiradas de 80.000 mil ejemplares semanales, en el caso de los Mini Libros, se vend¨ªan en los quioscos al preci¨® de un paquete de Hilton, los cigarrillos populares. Hay que reconocer que los cigarrillos han subido de precio en estas d¨¦cadas m¨¢s que los libros, pero para entonces era un logro maravilloso del socialismo. Se trataba de libros peque?os, impresos en papel sencillo pero con una caja y unas letras muy legibles, y portadas que hoy persiguen los coleccionistas. Sal¨ªa uno distinto cada semana, cuentos de Ch¨¦jov, Balzac, Faulkner, Valery Larbaud, Kazakievich, B. Traven, etc¨¦tera. Tambi¨¦n estaban los Cuadernos de Educaci¨®n Popular (los CEP), escritos por Marta Harnecken y Gabriela Uribe, destinados a la concientizaci¨®n ideol¨®gica, a explicar en un lenguaje simple los grandes conceptos del marxismo. Se imprim¨ªan tambi¨¦n 80.000 ejemplares por t¨ªtulo y eran frecuentemente reeditados. Hay que considerar que Chile entonces no alcanzaba los nueve millones de habitantes y campeaba la pobreza. Como gran cosa, Allende prometi¨® medio litro de leche al d¨ªa para todos los ni?os del pa¨ªs. El analfabetismo hab¨ªa experimentado una baja importante durante el Gobierno anterior del DC Eduardo Frei, pero est¨¢bamos muy lejos de ser un pa¨ªs lector. Entre las colecciones se?eras de Quimant¨² estaban los Cl¨¢sicos del Pensamiento Social: Marx, Engel y La historia de la Revoluci¨®n Rusa de Trotski, cuya publicaci¨®n caus¨® un l¨ªo may¨²sculo dentro de la editorial. Socialistas y miristas hicieron guardia d¨ªa y noche para evitar que los comunistas destruyeran los fotolitos. El debate ideol¨®gico en el interior de la izquierda tambi¨¦n era encarnizado, pero el libro sali¨® y se convirti¨® en fen¨®meno de ventas. Quimant¨² ten¨ªa tambi¨¦n varias revistas, unas de gran nivel, como Hechos Mundiales, y otras m¨¢s discutibles, como la revista infantil Cabro Chico, donde Caperucita Roja brincaba por el bosque cantando No nos mover¨¢n. Sacaban una femenina que se llamaba Paloma, y su lema: ¡°Ser¨¢ tu mensajera¡±.
En los noventa llegaron las grandes editoriales espa?olas, el ¡®boom¡¯ de la nueva narrativa chilena y la pirater¨ªa
Quimant¨² existi¨® desde marzo de 1971 hasta el 11 de septiembre de 1973. Ese d¨ªa llegaron a plaza de Italia, punto medular de Santiago, los tanques golpistas y se instalaron apuntando a las dependencias de la editorial. No hicieron fuego, aunque s¨ª hubo r¨¢fagas de metralleta que impactaron en sus muros. ¡°Socialistas y miristas¡±, me cuenta Pablo Dittborn, ex dirigente sindical, ¡°llegaron a las oficinas reclamando armas, pero no hab¨ªa. Los que us¨¢bamos barba nos afeitamos en los ba?os y escapamos por el otro lado, por la calle de Bellavista¡±. Diego Barros Ortiz, general en retiro y poeta, fue nombrado presidente del directorio. Quimant¨² se convirti¨® en Gabriela Mistral. La poeta de Desolaci¨®n debe haberse retorcido en la tumba al ver que la dictadura usaba su nombre como ant¨ªdoto para todo lo que oliera a Neruda y resistencia. Seg¨²n recuerda Dittborn, entonces un color¨ªn veintea?ero, las bodegas de Quimant¨² se transformaron en hornos alimentados con ediciones recientes de obras del Che, Lenin, etc¨¦tera, junto a una cantidad indeterminada de cl¨¢sicos de la literatura todav¨ªa sin circular. Decenas, quiz¨¢s cientos de miles, de vol¨²menes ardieron all¨ª. Pero tambi¨¦n en las calles hubo fogatas de libros, algunas hechas por los militares, como la de las Torres San Borja, donde conscriptos que jam¨¢s hab¨ªan le¨ªdo recorrieron los departamentos requisando textos subversivos, cualquiera que llevara un t¨ªtulo terminado en ¡°ismo¡±, o las palabras ¡°Cuba¡±, ¡°ruso¡±, etc¨¦tera, sobre la portada. En esa lista cay¨® Dostoievski, el cubismo y la mec¨¢nica popular, por lo de popular. Pero la mayor¨ªa de las quemas eran llevadas a cabo espont¨¢neamente por los chilenos. Hubo quienes se deshicieron de bibliotecas enteras, temiendo que sus lecturas los delataran. Las madres retiraron de los dormitorios de sus hijos los afiches del Che y Fidel, y todo papel impreso con olor a revoluci¨®n, para quemarlos en sus jardines o patios interiores. Much¨ªsimos lo hicieron. Vivimos nuestro Fahrenheit 1973. Una editorial del diario La Naci¨®n, en manos del Gobierno militar, hablaba del libro como ¡°un amigo peligroso¡±, anota Subercaseaux, y a continuaci¨®n recomienda no regalarlos ni comprarlos. A partir del 11 de septiembre, ¡°el libro vivi¨® una noche oscura¡±, concluye el autor. Las librer¨ªas cerraron masivamente. Muchas pertenec¨ªan a gente de izquierda que termin¨® en el exilio o sobreviviendo lo m¨¢s an¨®nimamente posible. Dejaron de llegar las primicias del exterior. Recuerdo que durante esos a?os en las Librer¨ªas s¨®lo vend¨ªan ¨²tiles escolares, reglas, compases, cartulinas y papeles de colores, m¨¢s uno que otro ejemplar de literatura infantil.
Yo comenc¨¦ a leer en los ochenta, y entonces el secreto reino de los libros quedaba en San Diego, por entonces una calle bastante pobre a un costado del centro de Santiago, con galer¨ªas y conventillos donde estaban las librer¨ªas de viejo. La mayor parte de ellas eran verdaderas bodegas con rumas indescifrables, donde si se le preguntaba al librero por un t¨ªtulo en particular, invitaba con el dedo a buscarlo. Era imposible hallar algo que no fuera inesperado. Hab¨ªa otras, sin embargo, como la del Paco Rivano, exmiembro de carabineros y novelista, donde sab¨ªan muy bien lo que ten¨ªan. Los clientes de estas librer¨ªas eran de tres tipos: los que buscaban textos escolares de segunda mano para ahorrarse unos pesos, los buenos lectores que no ten¨ªan otro sitio para satisfacer su vicio o sus estudios y los bibli¨®filos y coleccionistas, esos para los que el libro es un objeto patrimonial, habitualmente de derechas. Entre ellos estaba el mism¨ªsimo general Pinochet, quien seg¨²n la investigaci¨®n del periodista Crist¨®bal Pe?a lleg¨® a formar una de las mejores bibliotecas de historia y de las guerras existentes en el pa¨ªs, con cerca de 80.000 vol¨²menes. ¡°Leo quince minutos antes de dormirme todos los d¨ªas¡±, confes¨® en una entrevista. Lo suyo era m¨¢s bien la reuni¨®n de documentos, el esfuerzo por disponer de toda la informaci¨®n, porque seg¨²n cuenta Pe?a, los libros m¨¢s valiosos no estaban precisamente expuestos como trofeos o maravillas, sino confundidos en el mont¨®n.
Durante esos a?os ochenta los libros o los tra¨ªan los viajeros o se encontraban en las librer¨ªas de viejo. Es decir, los que crecimos leyendo ah¨ª, nunca estuvimos al d¨ªa. Las novedades no exist¨ªan. La literatura norteamericana llegaba hasta El viejo y el mar de Hemingway. Le¨ªamos a los cl¨¢sicos, porque eso era lo que hab¨ªa. En ese sentido, no fue tan malo. Coment¨¢bamos a Homero, a Melville o a Proust, como un p¨²blico mucho m¨¢s numeroso hace hoy con los best sellers. Le¨ªmos toda la colecci¨®n Iberia en traducciones de curas franquistas. Recuerdo haber encontrado una edici¨®n de los Poemas en prosa de Baudelaire (Bruguera, si no me equivoco) y llamar a mis amigos para cont¨¢rselo. En esas librer¨ªas de viejo estaban los ejemplares sobrevivientes de las editoriales Zigzag, Pomaire, Nascimento, Universitaria, del Pac¨ªfico¡ Los lectores que viajaban a Buenos Aires regresaban maravillados. All¨¢ exist¨ªan librer¨ªas inmensas, repletas de t¨ªtulos reci¨¦n salidos a precios much¨ªsimo m¨¢s bajos que ac¨¢, donde raramente llegaban. Como si fuera poco, las librer¨ªas abr¨ªan de noche. En Chile, en cambio, los libros estaban escondidos. Deb¨ªan pasar la censura de DINACOS ¡ªDirecci¨®n Nacional de Comunicaci¨®n Social¡ª, encargada de autorizar la publicaci¨®n e importaci¨®n de libros, diarios y revistas. Por esos a?os se pusieron de moda las enciclopedias. La Salvat de tapas rojas fue la m¨¢s famosa de todas. Las vend¨ªan con los diarios, en los quioscos y por suscripciones. El modelo comercial, en cualquier caso, perdur¨®. Los libros, y hasta el agua, se convirtieron en negocios comunes y corrientes. Abaratando costos y aumentando la circulaci¨®n, ¡°dan los n¨²meros¡±, concluyeron los gerentes. Durante la segunda mitad de los noventa, siguiendo el ejemplo espa?ol, estall¨® la venta de diversos tipos de libros al alero de publicaciones peri¨®dicas.
?ltimamente han surgido sellos m¨¢s de nicho, m¨¢s de lectores dedicados, que han conseguido una presencia importante
Con la llegada de la democracia, como las oleadas de exiliados, comienzan a volver los libros. Fue un retorno lento, pero constante. Exonerarlos de impuestos constituy¨® la primera gran causa de sus defensores. ¡°No al IVA de los libros¡±, fue uno de los lemas que mejor sintetiz¨® el reclamo de la cultura. Pero los Gobiernos concertacionistas prefirieron mantenerse fieles a la norma del impuesto indiferenciado, de modo que han seguido tributando como un calcet¨ªn, un kilo de arroz o una silla de ruedas: un 19%. Durante los a?os noventa abrieron oficinas las grandes editoriales espa?olas: Planeta, Alfaguara¡ Planeta encabez¨® el boom de la nueva narrativa chilena: Gonzalo Contreras, Jaime Collier, Arturo Fontaine, Carlos Franz fueron parte de su apuesta, escritores que ten¨ªan treinta y tantos y que irrump¨ªan con pasi¨®n generacional.
Por esa ¨¦poca las calles se llenaron de libros piratas. Bastaba que una publicaci¨®n figurara en la lista de los m¨¢s vendidos para que de inmediato apareciera su versi¨®n irregular, a un tercio de su precio. Era un secreto a voces que las imprentas clandestinas, hasta poco antes dedicadas a la impresi¨®n de material revolucionario y antipinochetista, entraron con fuerza en el negocio. Hab¨ªa incluso ferias universitarias en las que vend¨ªan libros piratas. Se constituy¨® como una empresa pujante. Las traducciones de Harry Potter se encontraban primero en las veredas que en los locales establecidos. No fue hasta el cambio de milenio que comenzaron a abrirse m¨¢s librer¨ªas. Aumentaron los puntos de venta en la misma medida en que se fue concentrando su propiedad. Nada raro por estos lados. Las dos grandes cadenas ¡ªAnt¨¢rtica y Feria del Libro¡ª pasaron de tener un local cada una a comienzos de la Transici¨®n a 14 el d¨ªa de hoy.
A fines de la dictadura surgieron peque?as editoriales alternativas y contestatarias. Durante los noventa nace LOM, al mando de Paulo Slachevsky, la m¨¢s productiva y ambiciosa de todas ellas, poseedora de m¨²ltiples colecciones, pero caracterizada principalmente por su inter¨¦s en las ciencias sociales y el an¨¢lisis de la realidad. Una d¨¦cada m¨¢s tarde los t¨ªtulos registrados en el ISBN superaban los 3.500 al a?o, un aumento m¨¢s que significativo si nos comparamos con los tiempos de ¡°la noche oscura del libro¡±, cuando a duras penas los publicados llegaban al centenar. Nada de qu¨¦ enorgullecerse si ponemos enfrente los 10.850 que exhibe Colombia¡ para no compararnos con Argentina y M¨¦xico, las potencias librescas de Hispanoam¨¦rica. Seg¨²n las cifras de ventas, continuamos siendo un pa¨ªs m¨¢s importador que editor. Han surgido, sin embargo, en los intersticios dejados por los conglomerados transnacionales, abocados a las grandes ventas, editoriales m¨¢s de nicho, m¨¢s de lectores dedicados, de poes¨ªa y otras excentricidades, que han conseguido una presencia importante. Quiz¨¢s el caso m¨¢s relevante sea el de la editorial de la Universidad Diego Portales, encabezada por Mat¨ªas Rivas, que, excediendo por mucho los intereses estrictamente acad¨¦micos, ha conseguido poner en circulaci¨®n, entre otros varios aciertos, una rigurosa colecci¨®n de poes¨ªa chilena, de la misma y otra, pero toda nueva, como sucede cuando se instala un ojo editor. Las grandes casas han perdido el car¨¢cter. Lo suyo es la ¨²ltima l¨ªnea de los balances comerciales. La novela, el m¨¢s vulgar de los g¨¦neros, contin¨²a c¨®moda all¨ª.
No somos un pa¨ªs con tradici¨®n libresca. No hay nada que nos acerque a las bibliotecas de la Ciudadela en M¨¦xico DF. A lo largo de Chile hay 436 bibliotecas p¨²blicas (poco visitadas), mientras que Suecia, con la mitad de nuestra poblaci¨®n, posee el doble. Me dicen que hay bibliometros, bibliob¨²s y bibliolanchas para llegar con libros a las islas remotas, y que incluso funcionan bien, pero la verdad es que la presencia del libro es ac¨¢ incomparablemente menor que en buena parte de Occidente. Son pocas las casas con libreros: los pobres por razones obvias y los ricos porque son mayoritariamente nuevos, salvo excepciones, sin tradici¨®n escrita ni mucho amor por la lectura. En Chile apenas existe la alta cultura. La m¨²sica que rodea las m¨¢s importantes creaciones nacionales proviene del campo, de los r¨ªos y las veredas de tierra. Cada tanto se escucha una voz que clama por los libros. Yo me pregunto si acaso tiene sentido. Si todav¨ªa es tiempo. Si es el papel la causa acertada de nuestros reclamos, o m¨¢s bien eso que alguna vez se pos¨® sobre ellos y que hoy busca domicilios menos industriales. No olvidemos que la Il¨ªada no naci¨® para la imprenta.
Patricio Fern¨¢ndez es director de la revista chilena The Clinic.
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