Una noche, un tren
?Qu¨¦ queda de un artista? La sangre que te ha inyectado sin que te dieras cuenta
Hay mucha gente que no puede ducharse con la puerta abierta porque vieron Psicosis de ni?os, y yo no puedo tomar un tren nocturno sin pensar en Una noche, un tren, la pel¨ªcula de Andr¨¦ Delvaux. Pienso que el tren se parar¨¢ en la oscuridad, y dos o tres personas bajaremos para ver d¨®nde estamos, y el tren arrancar¨¢ de pronto y nos quedaremos en mitad del p¨¢ramo, y caminaremos, haremos una fogata y luego seguiremos caminando, y llegaremos a un pueblo misterioso en el que nadie habla nuestro idioma, y un paracaidista cae eternamente en la pantalla de un peque?o cine, y una joven rubia invita a bailar a los sentenciados. Aquel tren se puso en marcha una ma?ana de invierno de los primeros setenta, en el Alexis barcelon¨¦s, otro cine diminuto que tambi¨¦n parece so?ado. Tampoco existe ya Andr¨¦ Delvaux.
Yo beb¨ªa sus pel¨ªculas. Si las entend¨ªa entonces no lo s¨¦, pero me parec¨ªan entregas de una misma historia ba?adas por la misma luz, esbozos de un mismo paisaje. Pienso ahora en una ara?a, una ara?a delicad¨ªsima extendiendo sus patas sobre un mapa como un pianista sobre las teclas, el mapa de una B¨¦lgica inventada, la B¨¦lgica de Brel, de Magritte, de Harry Dickson, de Blake y Mortimer. Y de Paul Delvaux, el pintor surrealista que colocaba mujeres desnudas en estaciones solitarias como si fueran blanqu¨ªsimas reinas de ajedrez. Paul y Andr¨¦ no ten¨ªan ning¨²n parentesco, pero yo estaba convencido de que s¨ª, de que en esa B¨¦lgica todos los artistas eran hermanos de sangre, una sangre hecha de cerezas maceradas en un alcohol muy fuerte y muy puro.
?Qu¨¦ queda de un artista? La sangre que te ha inyectado sin que te dieras cuenta. Las esquinas de la ciudad nocturna que ha construido. Una m¨²sica, trois p'tites notes de musique, como la que escucha cantar al atardecer el protagonista de Cita en Bray, antes de emprender viaje: una m¨²sica de infancia, humo de le?a subiendo del fondo de un patio.
Conoc¨ª a Andr¨¦ Delvaux en el Festival de cine de Sitges, a mitad de los ochenta. En aquella ¨¦poca ya comenzaba a ser un director del pasado. No recuerdo nada de aquel encuentro. Fue una entrevista muy larga, pero me temo que habl¨¦ yo m¨¢s que ¨¦l, como suele pasar ¡ªo eso o el silencio¡ª cuando te encuentras con alguien a quien admiras. Peque?o, ojos claros, cabello blanco, rizado. La entrevista se titul¨® Un duende sin edad. Acababa de hacer una pel¨ªcula formidable, Benvenuta, dos historias de amor en espejo, en abismo, con muy buen reparto, Fanny Ardant, Vittorio Gassman, Fran?oise Fabian, Matthieu Carri¨¨re, nombres que tambi¨¦n comienzan a quedarse atr¨¢s, en mitad del p¨¢ramo. Benvenuta no funcion¨®, y Delvaux se fue apartando del cine, porque cada vez le resultaba m¨¢s dif¨ªcil levantar una pel¨ªcula, hasta que en el 92 colg¨® los h¨¢bitos.
Entonces pasan diez a?os, y un d¨ªa, a principios de octubre, me invitan a ir a Valencia para formar parte de una mesa redonda en algo llamado Encuentro de las Artes, en el Palacio de Congresos. Creo recordar que me invit¨® Juan Antonio Hormig¨®n, y que no tom¨¦ ese tren porque ten¨ªa una clase. Si hubiera tomado ese tren habr¨ªa llegado a mi cita en Valencia esa noche de oto?o, y hubiera subido al estrado, y hubiera visto como Andr¨¦ Delvaux mor¨ªa de un infarto a mi lado, justo despu¨¦s de leer su ponencia, y le hubiera visto en el suelo, cubierto por una manta, como Anouk Aim¨¦e al final de Una noche, un tren. Y si no hubiera encontrado una anotaci¨®n en mi diario de entonces, rese?ando su muerte, pensar¨ªa ahora que lo hab¨ªa imaginado, pose¨ªdo por el temible virus belga de cerezas y aguardiente.
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