La mirada infinita de Gabo
La leyenda que Garc¨ªa M¨¢rquez dibuj¨® se cierne sobre Aracataca, su lugar de nacimiento
Noches.? Donde estuvo la cuna de Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, en Aracataca, ya no hay nada, ni un hueco; si vas solo pasar¨ªas por ese sitio como si el erial hubiera sido un trozo de piedra improductiva desde el principio de los tiempos. De pronto un dedo lo se?ala:
¡ªAh¨ª naci¨® Gabito, ah¨ª estaba la cuna.
Entonces el hueco alcanza sus fronteras, se hace concreto, un sitio que no existe pero que consigue hacerse un lugar, como si lo estuvieras leyendo en una novela. La leyenda que ¨¦l mismo dibuj¨® se cierne sobre este espacio y ya entonces la imaginaci¨®n convoca al telegrafista, a la madre de Gabito, a los abuelos y a los libros, y la casa, que hasta entonces era una nube inscrita en el mapa legendario de la casa del telegrafista donde naci¨® el autor de Cien a?os de soledad, empieza a tener el aire de sus novelas. La imaginaci¨®n y la carne, la realidad y lo contado.
Y todo porque has mirado el hueco y el dedo moreno de la chica que cuida la casa ha aclarado de pronto el pasado de ese sitio seco, cerca de los ¨¢rboles enormes que forman parte del patio y que siguen igual de fantasmales que cuando viv¨ªa aqu¨ª la familia de Gabo y ¨¦l era un mocoso.
De pronto, en esa geograf¨ªa adusta en la que no hab¨ªa nada, una mujer de pelo largo y gris, casi un fantasma, surge desde lo m¨¢s hondo de esta casa des¨¦rtica. Si hubiera habido tormenta ella la hubiera detenido con los ojos, su mirada era infinita e indiferente, como las de las mujeres que retrat¨® Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez; cuando pas¨® a nuestro lado dej¨® la sensaci¨®n de haber sido parte de un hurac¨¢n ¨ªntimo cuyo nombre solo pod¨ªa haber sido inventado por Gabo.
En Aracataca todo se dice en presente, como en Cien a?os de soledad. El hielo existe, Gabo estuvo anoche, Soledad vive caminando como si estuviera pisando las p¨¢ginas en las que vuelan los personajes reales de esta historia de ficci¨®n que naci¨® (y que vive) en Aracataca
Entonces preguntamos por ella, por su nombre. Y la muchacha del dedo mir¨® hacia la espalda arrogante de la mujer que se iba y dijo, tan solo:
¡ªSoledad Noches, se llama Soledad Noches.
Era, avanzando, como la noche que se va a ninguna parte; de hecho, no vi que traspasara puerta alguna, era como si se hubiera quedado flotando entre nosotros. Y cuando salimos a la calle polvorienta, camino de la orilla del charco donde una vez hubo (y a¨²n est¨¢n) las piedras prehist¨®ricas que aparecen en la novela m¨¢s famosa de Garc¨ªa M¨¢rquez, vimos a un hombre que se mec¨ªa en una silla de madera fina; se fumaba un puro largo, caribe?o, y vest¨ªa una camisilla blanca y unos pantalones negros como el carb¨®n. La muchacha del dedo dijo:
¡ªEs Nelson Noches, hermano de Soledad. Fue alcalde de Aracataca. Era amigo de Gabo, Gabito para ¨¦l y para el pueblo. Hac¨ªa a?os que este hijo novelesco del telegrafista de Aracataca no regresaba a su pueblo, pero eso no fue obst¨¢culo para que Nelson dijera, mirando al infinito, aspirando su puro, meci¨¦ndose en la silla, bajo el calor y el polvo de la calle de tierra:
¡ª?Gabito? Anoche estuvo aqu¨ª, jugando a las cartas.
Luego fuimos a ver el hielo, la f¨¢brica a la que el abuelo de Garc¨ªa M¨¢rquez llev¨® al nieto para dejar en su memoria una de las met¨¢foras que de manera m¨¢s determinante marc¨® su obra. All¨ª estaba el hueco del hielo. La chica del dedo volvi¨® a se?alar:
¡ªY ah¨ª est¨¢ el hielo.
En Aracataca todo se dice en presente, como en Cien a?os de soledad. El hielo existe, Gabo estuvo anoche, Soledad vive caminando como si estuviera pisando las p¨¢ginas en las que vuelan los personajes reales de esta historia de ficci¨®n que naci¨® (y que vive) en Aracataca.
D¨ªas. Hay una fotograf¨ªa en la que Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez est¨¢ vestido con el mono azul que durante a?os fue su atuendo de trabajo. Para la calle, chaqueta de espiguilla, botines; para trabajar, el mono, el hombre descalzo ante la m¨¢quina de escribir.
En esta ocasi¨®n su contertulio es Juan Carlos Onetti, que sostiene un cigarrillo demediado. Est¨¢n pensativos ambos, a Garc¨ªa M¨¢rquez se le ve como es, como quedar¨¢ en la memoria de los que lo tuvieron cerca: un hombre que atiende y pregunta, y su mirada es la de un hombre melanc¨®lico que escucha como si estuviera en otro mundo y hubiera sido despertado para ser de este mundo.
En Estocolmo, cuando aquel alboroto del Nobel, lo rodeaban cientos de colombianos que celebraron con ¨¦l, y con flores amarillas enviadas desde Colombia y desde Barcelona, y ¨¦l parec¨ªa feliz con la rumba. Pero hab¨ªa siempre algo en esta mirada que convocaba la melancol¨ªa, y esta es la que se ve en este retrato en el que comparte espacio con Onetti.
Como si se le nublara el d¨ªa o tuviera en su mente una cuesti¨®n pendiente, una pesadumbre, Garc¨ªa M¨¢rquez siempre ten¨ªa ese aire. Est¨¢, por ejemplo, en el retrato m¨¢s famoso de los que se le hicieron cuando era un joven periodista y hablaba por tel¨¦fono quiz¨¢ desde Barranquilla. Gabo no era una caja de risas, era una caja de preguntas; alrededor re¨ªan, ¨¦l miraba, su mirada siempre fue infinita.
Quien se fije en su mirada, incluso cuando saca la lengua (en un c¨¦lebre retrato de Indira Restrepo) o cuando aparece en las fotograf¨ªas aplaudiendo a sus amigos (?lvaro Mutis, Carlos Fuentes¡) encontrar¨¢ en esa mirada de Gabo un aire de pesar que la vida le fue acentuando, hasta que al final, cuando su memoria ya fue m¨¢s que nada un extrav¨ªo, recuper¨® al muchacho que llevaba dentro y comenz¨® a comportarse como si no tuviera asuntos pendientes, ni un argumento, ni un art¨ªculo, ni una novela, nada, ni siquiera un horizonte incomprensible. Como si la edad (y el tiempo, y lo que este se llev¨® consigo) se hubieran detenido para que no hiciera falta nombrarlos.
Entonces se hizo sol¨ªcito y disponible, iba y ven¨ªa en la casa ofreciendo sus servicios, sonriendo. Parec¨ªa el ni?o del que habla en sus memorias de la infancia, y ejerc¨ªa de conmovedor anfitri¨®n hasta de aquellos que conviv¨ªan con ¨¦l. Por un tel¨¦fono de grandes n¨²meros se aprestaba a pedir hielo para los invitados, atend¨ªa a las conversaciones y, cuando ya cre¨ªa haber hilado del todo el asunto que las convocaba, dec¨ªa lo m¨¢s apropiado, lo que ¨¦l consideraba que era eficaz en el momento al que hab¨ªan llegado los otros conversando.
Quien se fije en su mirada encontrar¨¢ un aire de pesar que la vida le fue acentuando, hasta que al final, cuando su memoria ya fue m¨¢s que nada un extrav¨ªo, recuper¨® al muchacho que llevaba dentro y comenz¨® a comportarse como si no tuviera asuntos pendientes
Sal¨ªa a la calle, a despedirnos, y hablaba, otra vez, con los que vigilaban el tr¨¢nsito de los garajes. Durante un tiempo la conversaci¨®n empezaba as¨ª: ¡°Ven ac¨¢¡¡±. Ya entonces Gabo dec¨ªa eso con una sonrisa, como si esperara que alrededor los dem¨¢s le dieran pie para saber de qu¨¦ iba la vaina, pero ya sus preguntas no eran sobre la pol¨ªtica, o Espa?a, o los amigos comunes. Se qued¨® sin respuestas, repiti¨® las preguntas, pero se anim¨® su cara, como si regresara a la tierra, acaso al lugar donde cada d¨ªa lo esperaba Nelson.
Noches en Aracataca. Una de esas noches Mercedes, su mujer, nos llev¨® con ¨¦l a un bar de ritmos caribe?os; atend¨ªa como si no hubiera otra cosa que mirar en el mundo. Sus manos, que ya ten¨ªan las manchas de la edad, segu¨ªan el ritmo con los dedos y a veces se echaba hacia atr¨¢s, como en las fotograf¨ªas en las que se ve c¨®mo espera que le pregunten. Con respecto a aquella foto con Onetti, y a tantas que le hicieron, lo que era evidente era que ahora sonre¨ªa como si bailara en los d¨ªas polvorientos de Aracataca. Risa. Era un t¨ªmido de los mil demonios. Una vez, avanzado el tiempo, nos llam¨® por tel¨¦fono, en Bogot¨¢. Un amigo suyo muy querido pretendi¨® hacerlo hablar en un acto p¨²blico: la presentaci¨®n de un libro. Lo coloc¨® incluso entre los convocados, su nombre impreso.
Garc¨ªa M¨¢rquez no pod¨ªa estar m¨¢s furioso. ?l no hablaba en p¨²blico, no sabr¨ªa qu¨¦ decir. Una vez ley¨® un cuento en Madrid, eso fue todo. Y en las conversaciones dejaba que los otros dijeran, ¨¦l introduc¨ªa (como dec¨ªa Borges sobre s¨ª mismo) ¡°unos sabios silencios¡±. Su timidez no era impostada, era verdad, una enfermedad probablemente cong¨¦nita.
Para romper el hielo, en su primera casa de Barcelona, en la calle Caponata, hab¨ªa dispuesto una carcajada pregrabada que se activaba cuando el visitante traspasaba la puerta. Hecha la carcajada, ya hab¨ªa por donde empezar, as¨ª que la conversaci¨®n comenzaba como si ¨¦l y quien hab¨ªa irrumpido llevaran horas hablando.
Cuando lo atac¨® el c¨¢ncer hizo un viaje a Madrid; atribulado por la qu¨ªmica, dorm¨ªa cada vez que pod¨ªa, dormitaba. Una de esas veces lo acompa?amos a la sierra de Madrid; iba en el coche, durmiendo, hasta que lleg¨® al lugar, lo esperaban estudiantes de Periodismo, ¨¦l iba a hablarles de Noticia de un secuestro, su reportaje. Como si hubiera roto con el dolor del tiempo, y con la pesadumbre, e incluso con la melancol¨ªa que produce ser el mayor de todos, siendo a¨²n el mejor de los periodistas, Gabo se sent¨® entre los muchachos y comenz¨® a hablar. Hubiera estado cien a?os hablando de periodismo, como si el periodismo fuera lo contrario de la soledad.
Una vez, ante una de las ventanas de su agente Carmen Balcells, en Barcelona, lo vi hacer figuras con el pan, pacientemente, sus manos livianas y ya llenas de las manchas de la edad. Esa mirada era tambi¨¦n la que se ve en las fotos. Por decirle algo le dije que quer¨ªa entrevistarlo otra vez alguna vez, ¡°no me quiero morir sin hacerte una entrevista¡±. Veloz como era dijo: ¡°Pues no te mueras¡±. A ¨¦l no le gustaban las entrevistas porque le gustaba hacer las preguntas.
La Paris Review envi¨® en 1981 a Peter H. Stone a entrevistarlo, cuando ya hab¨ªa escrito un libro legendario; Stone le pregunt¨® qu¨¦ estaba haciendo. Le respondi¨®: ¡°Estoy absolutamente convencido de que escribir¨¦ todav¨ªa el mejor libro de mi vida, pero no s¨¦ cu¨¢l ser¨¢ ni cu¨¢ndo lo escribir¨¦. Cuando siento algo as¨ª ¡ªy hace un tiempo que lo siento¡ª me quedo muy quieto para poder atraparlo si llega a pasar junto a m¨ª¡±.
Para romper el hielo, en su primera casa de Barcelona hab¨ªa dispuesto una carcajada pregrabada que se activaba cuando el visitante traspasaba la puerta
Es probable que esa larga mirada infinita estuviera siempre quieta como ¨¦l, pendiente de ese latido, al menos debi¨® ser as¨ª desde que escribi¨® su novela m¨¢s abrumadora.
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