La tierra en que se muere
Si quieren hacer algo por la memoria de Machado que abran las escuelas a una educaci¨®n rigurosa
A dos horas en tren de Nueva York, hacia el norte, en un paraje de bosques desde el que puede verse desde arriba la anchura del r¨ªo Hudson, hay un peque?o cementerio en un claro entre grandes robles, un cementerio sin tapias en el que las tumbas est¨¢n repartidas desordenadamente, algunas con cruces, o con estrellas de David, o sin ning¨²n s¨ªmbolo religioso, l¨¢pidas de piedra o m¨¢rmol alzadas sobre el suelo; otras son placas horizontales en torno a las que crecen las hierbas jugosas del verano, y que en oto?o desaparecen bajo las hojas ca¨ªdas. En ese cementerio, que pertenece a la universidad de Bard, un amigo me se?al¨® hace unos a?os dos simples losas con dos nombres, las dos iguales, tan sencillas y tan gastadas ya por el paso del tiempo que habr¨ªa sido f¨¢cil no verlas. Sobre ellas hab¨ªa esas piedras que los visitantes dejan como recuerdos en las tumbas jud¨ªas. Cada una ten¨ªa inscrito un nombre, la fecha del nacimiento y la de la muerte, el lugar del origen y el del final.
?????????????????????????????????????? Hannah Arendt
?????????????????????????? Hannover, 1906-New York, 1975
?????????????????????????????????????? Heinrich Bl¨¹cher
?????????????????????????????? Berlin, 1899-New York, 1970
No hace falta m¨¢s informaci¨®n: en esas fechas y en los nombres de los lugares est¨¢n resumidos una parte de la tragedia colectiva del siglo XX y los destinos de dos de sus protagonistas, la gran di¨¢spora que los llev¨® a vivir y a morir tan lejos de donde hab¨ªan nacido. En esas tumbas est¨¢ resumido el exilio, pero tambi¨¦n el hallazgo de un refugio, el agradecimiento por una hospitalidad. Hannah Arendt escap¨® de Berl¨ªn en 1933 y anduvo dando tumbos por una Europa que capitulaba sucesivamente ante el totalitarismo hasta que pudo huir desde la Francia ocupada a Estados Unidos en 1941. En Nueva York ella y su marido se hicieron una nueva vida y se integraron con una brillantez extrema en la atm¨®sfera ilustrada de la ciudad, en la que se combinaban admirablemente las figuras aut¨®ctonas con los fugitivos europeos, creando entre todos un formidable esplendor cultural cuyas resonancias no se han extinguido (la New York Review of Book es uno de los legados de ese tiempo). Para quienes hab¨ªan atravesado Europa huyendo de la persecuci¨®n y el derrumbe, un campus como el de Bard College tendr¨ªa algo de improbable espejismo: la majestad tranquila de los bosques, la anchura del r¨ªo, los edificios universitarios dispersos entre arboledas y praderas. A m¨ª esos lugares me sirvieron para inventar a un arquitecto exiliado espa?ol que habr¨ªa sido m¨¢s o menos coet¨¢neo de Arendt y Bl¨¹cher, y que habr¨ªa podido cruzarse con ellos por los claustros de Bard, o haberlos visto entre los invitados a uno de los parties formales que puntear¨ªan la vida acad¨¦mica.
A?os despu¨¦s, una tarde deshabitada de octubre, me encontr¨¦ dando un paseo por Hannover. Hab¨ªa llegado en tren desde Hamburgo. La ventana de mi habitaci¨®n daba a un parque en el que los casta?os ya se hab¨ªan puesto amarillos. Quedaba algo de sol pero ya hab¨ªa un fr¨ªo h¨²medo en el aire. Desde mi ventana vi, en un banco del parque, a una pareja de novios o casi novios que se hablaban acerc¨¢ndose mucho y se tomaban de las manos, como novios espa?oles de hac¨ªa cuarenta a?os. ?l ten¨ªa el pelo muy negro y rizado y los ojos grandes, y ella, muy morena tambi¨¦n, llevaba un velo ajustado a la cara, aunque tambi¨¦n unos pantalones vaqueros.
Pase¨¦ por una calle ancha, con edificios simples y muy atractivos, de esa arquitectura tantas veces magn¨ªfica de los a?os cincuenta que se ve en Alemania. Uno la contempla con curiosidad y admiraci¨®n, y entonces surge como un rel¨¢mpago la pregunta sobre lo que habr¨ªa antes en esas mismas calles, sobre las cordilleras de escombros que dejaron los bombardeos. Por una calle estrecha, tranquila, con edificios m¨¢s antiguos, llegu¨¦ a la tapia de lo que parec¨ªa un cementerio. Por encima de ella, en la luz declinante, vi altas tumbas de piedra oscura, rudas y verticales como d¨®lmenes, como troncos de ¨¢rboles en un bosque, rodeadas de ¨¢rboles que las sum¨ªan prematuramente en una sombra de anochecer. Di la vuelta a la tapia buscando una entrada. Solo encontr¨¦ una puerta estrecha cerrada con barrotes, con cerrojos y candados herrumbrosos. Junto a ella hab¨ªa un cartel que m¨¢s o menos pude descifrar: el lugar era un antiguo cementerio jud¨ªo.
El sitio de Walter Benjamin est¨¢ en Portbou y el de Hannah Arendt en un bosque cerca del r¨ªo Hudson
Entonces me acord¨¦ del otro cementerio, tan lejos, en el que estaba enterrada una nativa de Hannover, y tuve de golpe, quiz¨¢ inducido por la fragilidad sentimental del que viaja solo, una intuici¨®n f¨ªsica de toda la distancia que hab¨ªa entre un lugar y otro, entre esa ciudad alemana bella y silenciosa en el declive de la tarde y la otra, la Nueva York en la que hab¨ªa brillado Hannah Arendt, pero en la que no hab¨ªa querido ser enterrada. Un hilo une sobre los mapamundis esos nombres tan distantes: la lejan¨ªa misma es un monumento m¨¢s expresivo que cualquier inscripci¨®n. Quien visite esas tumbas habr¨¢ repetido una parte de la peregrinaci¨®n de los que yacen en ellas.
De vez en cuando, con obtusa machaconer¨ªa, una lumbrera de la pol¨ªtica decide condecorarse con la iniciativa de devolver a Espa?a los restos de alguno de nuestros grandes muertos, los que est¨¢n enterrados fuera porque tuvieron que huir de su pa¨ªs y del odio homicida de algunos de sus paisanos, los que recibieron ingratitud a cambio de su generosidad y ofendieron con su talento o con su coraje a ese tipo de espa?ol terrible que, en palabras de Luis Cernuda, ¡°acecha lo cimero?/ con la piedra en la mano¡±. Desprecian la inteligencia, el saber y las artes, desamparan los derechos leg¨ªtimos de quienes se dedican a ellas, cierran las bibliotecas, arruinan la ciencia con recortes y el teatro y el cine con impuestos, protegen la nader¨ªa, celebran las baratijas del folklorismo identitario. Pero eso s¨ª, de vez en cuando adoptan una expresi¨®n pensativa y sublime y declaran que ha llegado el momento de reparar una injusticia hist¨®rica, que hay que traer los despojos de Manuel Aza?a de Montauban y los de Antonio Machado de Collioure, que hay que seguir buscando los huesos de Garc¨ªa Lorca, o abrir la tumba de Margarita Xirgu en Montevideo, o la de Pedro Salinas en Puerto Rico. Imaginan, supongo, procesiones pomposas, reportajes propagand¨ªsticos en televisiones oficiales, discursos de ministros, consejeros, viceconsejeros, todos ellos redactados en la adecuada prosa po¨¦tica por escribas en n¨®mina, catafalcos suntuosos.
El sitio de Antonio Machado no est¨¢ en Sevilla ni en Baeza ni en Soria: est¨¢ en Collioure igual que el de Manuel Aza?a en Montauban, y que el de Walter Benjamin en Portbou, y el de Hannah Arendt en una pradera en un bosque cerca del r¨ªo Hudson. Garc¨ªa Lorca est¨¢ en una fosa com¨²n y el barranco de V¨ªznar es su monumento funerario, la brecha de una herida que no se puede cerrar. Si quieren hacer algo por la memoria de Antonio Machado que abran las escuelas a una educaci¨®n rigurosa y democr¨¢tica como la que ¨¦l so?aba. Y, ya puestos, que remedien el abandono vergonzoso en el que se hallan, en Baeza, el paseo de Antonio Machado y el monumento a su memoria.
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