Inhumanidad humana
Nunca dejamos de pertenecer a nuestra especie, pero no siempre demostramos los valores que le son propios. Y admitir eso tambi¨¦n forma parte de nuestra condici¨®n
El calificativo ¡°humano¡± tiene un doble sentido: por una parte, se?ala la pertenencia a nuestra especie; por otra, supone ciertos valores como el reconocimiento de nuestros semejantes y su vulnerabilidad, la compasi¨®n, la cordialidad afable, la identificaci¨®n con el otro que impone l¨ªmites a la arrogancia de nuestro yo. Esos dos sentidos no siempre son f¨¢cilmente conciliables. Nunca dejamos de pertenecer a nuestra especie, pero no siempre demostramos los valores de la humanidad. Y admitir eso tambi¨¦n forma parte de nuestra condici¨®n, como establece famosamente Terencio en El atormentador de s¨ª mismo: ¡°Soy humano y nada humano pienso que me es ajeno". Lo cual a veces, ante casos especialmente atroces y que nos humillan como especie, resulta un tormento intelectual y vital para cualquiera que no tenga su conciencia ¡ªsu ADN humano¡ª demasiado adormecida.
Treblinka¡¯, de Chil Rajchman, es una cr¨®nica escueta y sin florituras de una estancia en el infierno
Incurrir en el abandono de la humanidad como comportamiento es algo que suele hacerse para obtener alg¨²n beneficio o ventaja tangible. La muerte ten¨ªa un precio, as¨ª se titula la pel¨ªcula de Sergio Leone, y tambi¨¦n la inhumanidad (o la muerte parcial de nuestra humanidad) cobra su precio en placer, riqueza, poder o lo que fuere. Pero ?y cuando aparentemente no ocurre as¨ª? ?Y cuando la inhumanidad resulta gratuita, sin recompensa comprensible salvo el contento diab¨®lico de su propio ejercicio? El gran escalofr¨ªo. Lean ustedes Treblinka (ed. Seix Barral), el relato que hace de su paso por el campo de exterminio Chil Rajchman, uno de los pocos que sobrevivieron a ¨¦l. Es una cr¨®nica escueta y sin florituras de una estancia en el infierno, pero resulta una lectura no s¨®lo terror¨ªfica sino tambi¨¦n fant¨¢stica. ?De d¨®nde pueden salir esos guardianes, de cuya graduaci¨®n o cargo concreto no suele preocuparse Rajchman que se refiere a ellos simplemente como asesinos: ¡°Vino un asesino¡±, ¡°me dijo otro asesino¡±¡?. ?Qu¨¦ inter¨¦s propio satisfac¨ªan en esa perpetua org¨ªa de cr¨ªmenes en cadena, mec¨¢nicos, suciamente horrendos?
?Qu¨¦ pensar entonces de esos monstruos cuyo comportamiento no era banal sino atroz? ?Eran humanos como nosotros?
El hurto de los bienes de los prisioneros, que hubieran podido cometer sin tanto esfuerzo aniquilador, no explica ese despliegue de energ¨ªa maligna. Tampoco quer¨ªan reeducarlos, ni dar un escarmiento a otros como ellos, ni¡ Parece que el crimen mismo era la recompensa del crimen. ?Qu¨¦ pensar entonces de esos monstruos cuyas almas quiz¨¢ eran banales, como quiso Hannah Arendt, pero cuyo comportamiento no era banal sino atroz? ?Eran humanos como nosotros? ?Tenemos que admitir que pese a su chapoteo en v¨ªsceras y sangre no deben resultarnos ajenos? ?C¨®mo aceptar el tormento de semejante parentesco? Pero, al mismo tiempo¡ ?c¨®mo negarlo?
Los guardianes de Treblinka son un enigma para la humanidad compartida, como los jemeres rojos camboyanos, como los jovencitos que prenden fuego al mendigo que duerme arrebujado en sus harapos. Shakespeare dio voz turbiamente elocuente a malhechores movidos por la ambici¨®n, los celos o la envidia pero no s¨¦ c¨®mo se las habr¨ªa arreglado para hacer comprensibles a los criminales desinteresados. No lo consigui¨®, a mi juicio, Jonathan Littell en Las ben¨¦volas. Quiz¨¢ sea imposible ponerse en su lugar, en ese lugar, volver a Treblinka. Resuena como ¨²ltimo baluarte de humanidad la voz de S¨®crates argumentando en el Gorgias que es mejor padecer injusticia que cometerla, mientras Calicles se negaba a escucharle¡
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