Coraje en las alambradas del cielo
La I Guerra Mundial en el aire produjo un aluvi¨®n de personajes extraordinarios, como el condecorado tripulante de globo alem¨¢n Peter Rieper
¡°El aire era nuestro elemento, el cielo nuestro campo de batalla¡±, escribi¨® el piloto de la I Guerra Mundial m¨¢s dotado para la literatura, Cecil Lewis, autor del mejor libro de experiencias b¨¦licas a¨¦reas de la contienda, Sagittarius Rising (1936). ¡°La majestad de los cielos, a la vez que nos empeque?ec¨ªa, nos otorgaba, creo, una dimensi¨®n espiritual desconocida para los hombres que luchaban en tierra. La nobleza nos rodeaba. Nos mov¨ªamos como esp¨ªritus en un aireado telar en el que el viento, las nubes y la luz tej¨ªan a lo largo del d¨ªa y de la noche el infinito tapiz del cielo cambiante¡±.
Es dif¨ªcil conciliar esas hermosas im¨¢genes del aviador brit¨¢nico (al que Bernard Shaw calific¨® de ¡°pr¨ªncipe de los pilotos¡±) y que por cierto fue seguidor de Gurdjieff, con la cruda realidad de la guerra a¨¦rea, en la que muchos de sus colegas ¨Ccomo el as Mick Mannock- portaban pistolas para acelerar su propio final cuando su avi¨®n se desplomaba del firmamento convertido en una antorcha humeante. El teniente alem¨¢n Hans Schr?der, describi¨® as¨ª el final de un enemigo derribado junto a su aer¨®dromo: ¡°El avi¨®n estall¨® en llamas, el petr¨®leo ardiendo consumi¨® ¨¢vidamente al infeliz piloto, cuya cara qued¨® carbonizada, los pantalones se quemaron por encima de los muslos y la carne asada se desprendi¨® a trozos en medio de aquel infierno¡±. En el relato del testigo (recogido en On a wing and a prayer, de Joshua Levine, 2008), los servicios de socorro lanzan agua sobre el aviador, que, curiosamente, ha quedado intacto de rodillas para abajo. Luego, el ordenanza de Schr?der le lleva las botas del desgraciado (que evidentemente ya no va a necesitar su propietario), un calzado magn¨ªfico. Pero el alem¨¢n declina usarlas: ¡°Desprend¨ªan un olor insoportable a beicon quemado¡±.
De todas las horrendas muertes a¨¦reas de esa guerra, yo no puedo sin embargo dejar de pensar en la del as Raoul Lufbery, que al incendiarse su aeroplano Nieuport ametrallado por un Fokker, se arrastr¨® fuera de la carlinga hasta la cola del aparato y se arroj¨® finalmente al vac¨ªo para no quemarse vivo yendo a caer sobre una valla en la que qued¨®, ?Jes¨²s!, empalado. Durante bastante tiempo fue objeto de debate en el bar de los pilotos si hubiera hecho mejor qued¨¢ndose en el avi¨®n.
Si la vida de los aviadores era arriesgada y sol¨ªa acabar mal (Pierre Loti describi¨® el triste espect¨¢culo de los aeroplanos austriacos estrellados como grandes falenas muertas y medio devoradas por las hormigas), peor era la de los humildes tripulantes de globos, cuyo valor y memoria vamos a reivindicar en esta entrega.
En general, nuestra imagen de la aviaci¨®n de la I Guerra Mundial se mueve entre el lirismo del vuelo, con la visi¨®n idealizada y rom¨¢ntica del combate caballeroso en el cielo entre Albatros, Sopwith Camel, Fokker triplanos, Nieuports y Spads (?ay, cu¨¢ntas pel¨ªculas!), y el espanto de lo que ocurr¨ªa en realidad. Cuesta librarse del clich¨¦ de que aquella, la del aire, era una guerra individual, limpia y pura en comparaci¨®n con la matanza que se desarrollaba abajo, en la suciedad verminosa en la que los hombres mor¨ªan a millares para conquistar la siguiente l¨ªnea de trincheras, a unos pocos pero inalcanzables metros. Historiadores como Max Hastings ¨Ctan desmitificador- han dejado claro que la guerra a¨¦rea fue tan salvaje como la terrestre -a finales de 1916 la fuerza a¨¦rea brit¨¢nica perd¨ªa el 25% de sus pilotos al mes y las probabilidades de morir de un aviador eran superiores a las de un oficial de infanter¨ªa- y que los ases, pese a ser convertidos en personajes glamurosos por la propaganda y el p¨²blico, fueron en su mayor¨ªa desconsiderados y arrogantes depredadores. ¡°La caracter¨ªstica com¨²n de los ases no es que fueran h¨¢biles pilotos sino que eran asesinos¡±, apunta en su retrato del as de ases estadounidense Edward Rickenbacker (Warriors, 2005), un tipo curioso que fue antes campe¨®n de automovilismo y que cre¨ªa en la superstici¨®n suiza de que daba buena suerte atarse en un dedo el coraz¨®n de un murci¨¦lago; la tuvo: fue de los pocos que sobrevivieron a la guerra.
Se?ala el historiador que muchos ases entraban en la categor¨ªa de ¡°impulsivos, paranoides y psic¨®patas¡±. La naturaleza de la guerra en el aire ¡°reclamaba de sus practicantes m¨¢s exitosos un compromiso personal con tomar vidas que en la guerra moderna es compartido solo por los francotiradores¡±. Se trataba b¨¢sicamente de colocarse detr¨¢s del avi¨®n enemigo y dispararle al piloto por la espalda, a ser posible mientras estaba desprevenido, mat¨¢ndole. ¡°Era un asunto desagradable y brutal y pocos ases resultan simp¨¢ticos, por mucha admiraci¨®n que despierten¡± (a Hastings en cambio le cae bien el caballeroso ¨C¨¦l s¨ª- capit¨¢n Von M¨¹ller del corsario Emden, que ya ha navegado por estas p¨¢ginas).
Manfred Von Richthofen, el c¨¦lebre Bar¨®n Rojo, el aviador m¨¢s conocido, a cuya sombra se desarrolla toda la aventura a¨¦rea de la I Guerra Mundial, es el ejemplo perfecto de cazador despiadado (?nuestro Flying Circus siempre ser¨¢ el de Monty Python y no las pintadas escuadrillas del bar¨®n!). Los ases se obsesionaban con el n¨²mero de derribos ¨Clo que les granjeaba fama y honores- y contaba m¨¢s engrosar la lista que la caballerosidad. La cuenta personal de Richthofen (80 v¨ªctimas) est¨¢ hinchada con pilotos sin experiencia y aparatos muy inferiores a los suyos (v¨¦ase la lista completa y detallada en el revelador Under the guns of the Red Baron, 2007).
M¨¢s all¨¢ o m¨¢s ac¨¢ del Bar¨®n Rojo y los otros famosos grandes ases, Immelmann, Boelcke, Guynemer, Fonck, Ball, Bishop, Mannock (¡°Gentlemen, always above; seldom on the same level; never underneath¡±), o el elegante Arthur Percival Rhys Davids, que pas¨® pr¨¢cticamente de Eton a derribar alemanes (?dos ases el mismo d¨ªa!), llevaba un volumen de Blake en su avi¨®n y lo mataron a los veinte a?os, la I Guerra Mundial est¨¢ llena de aviadores mucho menos conocidos pero que tienen historias muy interesantes. Ah¨ª est¨¢n por ejemplo Eugene Bullard, el primer piloto de combate negro (y medio piel roja: su madre era una creek), que volaba con un mono (Jimmy), se gan¨® el sobrenombre de La golondrina negra de la muerte, fue amigo de Louis Armstrong y acab¨® de ascensorista en el Rockefeller Center; Otto Kissenberth, el piloto que decoraba su Albatros con una edelweiss -como el del estupendo comic de Yann y Hugault (Norma, 2014)-, uno de los pocos que llevaba gafas y que consigui¨® una de sus 20 victorias ?a los mandos de un Sopwith Camel capturado!; el extravagante arist¨®crata Alexander P. (de Prokofiev) de Seversky, aviador naval ruso que volaba con una pierna amputada y luego se rompi¨® la otra (no sin derribar a media docena de alemanes), abri¨® un restaurante en Manhattan y fue uno de los te¨®ricos de la doctrina estadounidense del poder a¨¦reo; o el ins¨®lito piloto griego Aristides Moraitinis, que, con su mostacho, parece sacado de una novela de aventuras o de las vi?etas de Tint¨ªn; a los mandos de su bonito hidroavi¨®n Farman (?como mi abuelo!) atac¨® a la flota turca, logr¨® nueve derribos y finalmente tuvo un destino a la altura de su orgullosa estampa al estrellarse en una tormenta y aparecer su cuerpo cerca de la cima del Monte Olimpo. Tengo un flaco por la Brigada Palestina, la unidad a¨¦rea brit¨¢nica que luch¨® contra los turcos en el desierto, junto a Lawrence de Arabia: el teniente Ridley y su mec¨¢nico muertos de sed tras un aterrizaje forzoso en las arenas, la tripulaci¨®n del Handley Page que bombarde¨® Deraa (?ch¨²pate esa bey!), o el teniente McNamara que aterriz¨® para rescatar a un camarada derribado y despeg¨® perseguido por la caballer¨ªa turca, ganando la Cruz Victoria.
Pero probablemente no hay experiencia tan intensa como la de otros singulares soldados que combatieron en el aire con mucho menos pedigr¨ª y que sin embargo me parecen el ep¨ªtome del valor en la I Guerra Mundial. Y adem¨¢s no mataron a nadie. Se trata de los tripulantes de globos. Tripulantes es un eufemismo porque en realidad no tripulaban nada. Se limitaban a ascender en globos cautivos para actuar como observadores del campo de batalla, dirigir el fuego de artiller¨ªa o conseguir informaci¨®n sobre las posiciones y movimientos del enemigo. Mucho menos conocido, glamuroso y ni te digo valorado que el de los aviadores, su trabajo fue important¨ªsimo en la contienda. Era una misi¨®n muy arriesgada. Resultaban un blanco perfecto para las fuerzas enemigas, especialmente los aviones, y de hecho algunos pilotos de los dos bandos ¨Ccomo el belga Willy Coppens, que se carg¨® 35- se convirtieron en especialistas en derribar globos, que contabilizaban como los aeroplanos a efectos de victorias a¨¦reas. No era, tumbarlos, una tarea exenta de riesgos: como se usaban balas incendiarias (prohibidas para el combate con otros aviones) te pod¨ªa alcanzar la tremenda deflagraci¨®n del globo.
La tradici¨®n de los globos de observaci¨®n es antigua y se remonta a las guerras de la Francia revolucionaria: en Fleurus (1794) el globo L¡¯Entreprenant tuvo un papel importante. La Uni¨®n y los Confederados los emplearon profusamente en la Guerra Civil. El profesor Thaddeus Lowe ¨Ctrasunto real del julesverniano Cyrus Smith de La isla misteriosa- fue el Jefe Aeronauta del Cuerpo de Globos del Ej¨¦rcito de la Uni¨®n (he ah¨ª un cargo), y tuvo interesantes conversaciones con el jovencito Von Zeppelin, a la saz¨®n de paso por la guerra norteamericana. Tambi¨¦n se usaron en las guerras contra el Mahdi y los b¨®ers pero su despliegue masivo tuvo lugar en la I Guerra Mundial, por parte de ambos bandos.
Hab¨ªa que tener arrestos para servir en globos. Te met¨ªas en la fr¨¢gil cesta, sub¨ªan el artefacto, enganchado a un cable, y te quedabas all¨ª arriba, indefenso, bambole¨¢ndote suspendido en medio del cielo como un blanco de tiro de feria. Estaba prohibido fumar. ¡°La situaci¨®n del observador en su canasta era toda una definici¨®n de vulnerabilidad¡±, reflexiona el historiador Peter Hart en Aces falling (2007), donde dedica intensas p¨¢ginas a los globos. Curiosamente muchos de los globonautas ten¨ªan alguna mutilaci¨®n. En realidad no hac¨ªa falta estar muy en forma para esa misi¨®n, solo poseer mucho valor. ¡°Ten¨ªas un extraordinario sentimiento de inseguridad¡±, resumi¨® muy brit¨¢nicamente el teniente Behrend, que vio como una escuadrilla alemana derribaba cuatro globos a su alrededor dejando en el cielo solo el suyo por falta de municiones. Todo el mundo le ten¨ªa ganas a los globos, que, conectados por una l¨ªnea telef¨®nica, eran los ojos de la temida artiller¨ªa. Para algunos aviadores, como el alocado as estadounidense Frank Luke, que abati¨® tres en su ¨²ltima y legendaria salida antes de enfrentarse a diez Fokkers y morir en un tiroteo con soldados alemanes tras aterrizar su aeroplano averiado, la propia existencia de los globos ocupando el cielo era algo as¨ª como un ultraje personal.
Ante un ataque de la aviaci¨®n, los servicios de tierra proteg¨ªan al globo con fuego antia¨¦reo o lo bajaban todo lo r¨¢pido posible. El infeliz ocupante ten¨ªa la posibilidad de encaramarse a la cesta y saltar con un rudimentario paraca¨ªdas que iba enganchado a un arn¨¦s. Pero el globo incendiado sol¨ªa deslom¨¢rsete encima. Adem¨¢s, los pilotos enemigos tiraban abiertamente sobre el pobre tipo: un observador experimentado era m¨¢s dif¨ªcil de reemplazar que el globo.
Era una misi¨®n muy arriesgada. Resultaban un blanco perfecto para las fuerzas enemigas
Entre los corajudos observadores de globos destaca el teniente de la reserva alem¨¢n Peter Rieper, el ¨²nico de ellos que gan¨® la m¨¢s preciada condecoraci¨®n prusiana, la medalla Pour le M¨¦rite, el Blue Max, tan codiciada por los ases a¨¦reos. Nacido en 1887 en Hannover, Rieper era qu¨ªmico y al empezar la guerra lo enviaron a artiller¨ªa. Fue herido y pidi¨® el traslado a globos, donde pensaba que su experiencia artillera podr¨ªa ser ¨²til. Pas¨® horas muy intensas, como puede imaginarse, en el Ballonzug 19, su unidad. En una ocasi¨®n, colgado a 1.300 metros, fue atacado por dos cazas y al incendiarse su globo decidi¨® saltar pero al hacerlo vio que las correas del paraca¨ªdas estaban enredadas as¨ª que se agarr¨® a la cesta, volvi¨® a trepar y las desenred¨®, en medio del fuego que consum¨ªa el ingenio que se desplomaba. En 1916, durante otro ataque de cuatro aeroplanos, Rieper se defendi¨® intr¨¦pidamente disparando desde la cesta con un M¨¢user, y le salv¨® la llegada providencial del as Max Immelmann. En 1918, fuego de ametralladoras alcanz¨® su globo y le hiri¨® en la espalda; consigui¨® saltar pero hubo que amputarle el brazo derecho. Declarado in¨²til para el servicio activo, sobrevivi¨® a la guerra, aunque se desconoce la fecha y la causa de su muerte. Es bonito pensar que ese hombre valiente sigue all¨¢ arriba columpi¨¢ndose audazmente en las resplandecientes alambradas del cielo.
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