Carretera, viol¨ªn y oboe
Giovanni Antonini dirige una noche barroca de precisi¨®n en el Auditorio con un viaje entre cuatro ciudades
Giovanni Antonini no empez¨® con la m¨²sica barroca ayer. Por eso es m¨¢s sorprendente que el director italiano siga dirigiendo con el br¨ªo y la entrega que lo hace en cada concierto. Este viernes por la noche se puso al frente del ensemble barroco de la Orquesta Nacional de Espa?a en un concierto cargado de emociones e interpretaciones precisas y ricas en matices.
Antonini es un director muy expresivo, por eso al salir el escenario y mientras los aplausos calientan la sala en el saludo se acerca peligrosamente con la cabeza a la baranda que le separa del abismo del podio. Con una cuerda en pie ¨Ca excepci¨®n de los violonchelos y contrabajo, como sol¨ªa hacerse en tiempos del Barroco-, el ensemble se entrega en las manos del italiano para comenzar con una obertura para dos oboes y cuerdas de Veracini. V¨ªctor Manuel ?nchel y Robert Silla comienzan un mano a mano a doble oboe en el que demuestran que este instrumento de timbre algo nasal tiene un repertorio hermoso que merece la pena recuperar. Por mucha influencia de Dresde que tenga el lado alem¨¢n de la pieza, es hija de Venecia, y en el segundo movimiento parece escucharse a las g¨®ndolas jugando con el agua y los muros sumergidos de la Seren¨ªsima.
Los oboes le ceden el testigo al viol¨ªn y a Veracini le sucede el primer Vivaldi de la noche, para el que entran en escena los metales, que tienen una compleja tarea por delante. Pocos pueden conseguir un ataque tan certero en la ejecuci¨®n como Antonini: en este Vivaldi de corte m¨¢s serio no se oye una cuerda antes que otra en las entradas. En el Grave se escucha una tristeza veneciana que suena extra?a en la fiesta de armon¨ªas mayores propias del veneciano, m¨¢s acorde con las m¨²sicas de Albinoni y H?ndel, los autores que mejor supieron hacer llorar a los violines. Pero el Vivaldi al que le gusta alardear vuelve para el ¨²ltimo movimiento, con sus arcos batientes y ese horror vacui de un barroco exuberante en el que el solista, Dmitry Sinkovsky, se retuerce a lo Jimmy Hendrix para acometer pasajes de virtuosismo agotador. Al terminar la pieza, el violinista se mira la mano agotada y resopla antes de que Antonini lo abrace.
Es momento de mirar el programa, y muchos esperan otro viaje entre Madrid e Italia con La Casa del Diavolo de Boccherini ¨Cfilas atr¨¢s, alguno lo llama entre risas ¡°Boqueroni¡± mientras otros no entienden porque el solista no ha regalado una propina-. Hay algo de arrebato hispano en esta m¨²sica que Antonini dirige con br¨ªo, como en una danza desde el podio donde cada movimiento significa algo que conduce a la excelencia. Est¨¢ en esta pieza esa manera de tratar la melod¨ªa a golpe de quebranto, esa forma de hacer m¨²sica cuya tradici¨®n hoy vemos a¨²n mantenida por el flamenco. Y de lo jondo, se pasa en un suspiro a la luz bulliciosa y elegante propia del compositor. Antonini despliega sus brazos largos y delgados revestidos de negro y sus dedos finos son algo hipn¨®tico para las 19 personas que lo miran cara a cara desde las butacas del ¨®rgano ¨Cel aforo esta noche est¨¢ a medio gas-.
Tras el descanso llega el segundo Vivaldi, y el director italiano ¨Cque lleva 25 a?os al frente de Il Giardino Armonico, uno de los mejores conjuntos barrocos del momento- sale flauta en mano y con las gafas puestas para dirigir. En los compases de espera, sigue capitaneando al grupo discretamente con la mano y medio de espaldas, mientras el oboe se encarga de la emoci¨®n desmedida en el Larghetto. Para terminar, llega el momento de cerrar la noche con la sinfon¨ªa La Passione de Haydn, y para entonces en las butacas del ¨®rgano solo hay 15 personas. Pero Antonini seguro que no se ha dado cuenta: lleva casi dos horas dirigiendo ensimismado al ensemble, en ese mundo que suena a cuerda y a mordente y m¨¢s all¨¢ del cual no hay nada. Los metales se encargan aqu¨ª de poner el Sturm und Drang, esa tendencia musical de utilizar efectos para reforzar las pasiones en el p¨²blico; y todo conduce a un Presto de m¨¢ximo efectismo, con una cuerda bien ensamblada y una orquesta que se hace temporal, con ataques decididos y muchos contrastes en esta sinfon¨ªa que huele a Italia desde la Viena imperial. Para cerrar, Antonini regala una muestra de todo lo contrario: delicadeza extrema en los pian¨ªsimos para un Adagio de Telemann que viene a decir que en la fuerza y en la debilidad, el tiempo lo marca ¨¦l.
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