Pantalla (de oro) y hojas (de hierba)
Hay mucha vida en las librer¨ªas: la era dorada de Hollywood, los versos de Walt Whitman y el ensayo-ajuste-de-cuentas de Gregorio Mor¨¢n
Entre Luces de la ciudad (1931) y El gran dictador (1940) transcurre una d¨¦cada de oro del cine de Hollywood. Fue en esos diez a?os cruciales cuando en la gran pantalla sucedi¨® casi todo: en primer lugar, el cine aprendi¨® a hablar, a pesar de que Buster Keaton sentenciara inopinadamente que "el silencio es para los dioses y la palabrer¨ªa para los monos". Lleg¨®, por tanto, la voz (y luego el color, ya totalmente maduro en Lo que el viento se llev¨®, 1939). Y se instituyeron nuevos g¨¦neros: musicales (con las coreograf¨ªas caleidosc¨®picas de Busby Berkeley), de g¨¢nsteres o comedias locas protagonizadas por los actores y actrices m¨¢s deseados del star system. Fueron a?os de absoluta libertad creativa (bueno, al menos hasta que se aplic¨® el c¨®digo Hays) y de un esplendor al que contribuy¨® la nutrida colonia de directores europeos huidos de la peste parda. En 1930, cuando a¨²n no se hac¨ªan sentir las consecuencias catastr¨®ficas de la Depresi¨®n, 80 millones de personas vieron pel¨ªculas en 23.300 salas diseminadas por todo el pa¨ªs; en 1933 ya hab¨ªa cerrado una de cada cuatro. Sin embargo, cuando lleg¨® la crisis la gente sigui¨® yendo al cine a consolarse. Admiraban, por ejemplo, a g¨¢nsteres que parec¨ªan vengar su propia miseria: en El enemigo p¨²blico (William Wellman, 1931) el villano James Cagney se refiere con sorna a su hermano honrado manifestando lo que muchos desesperados pensaban: "Est¨¢ en el colegio, aprendiendo a ser pobre". Otros so?aban con aliviar sus penas bailando, como Astaire y Rogers en pel¨ªculas que pon¨ªan un contrapunto sofisticado a aquellos bailes-marat¨®n que tan bien reflej¨® Horace McCoy en su novela (1935) ?Acaso no matan a los caballos?, a la que Simone de Beauvoir calific¨® de "primera novela existencialista americana". Muchos acud¨ªan a las salas a exorcizar sus miedos con otros de diferente ¨ªndole: es la gran ¨¦poca de Dr¨¢cula (Tod Browning, 1931) y de otros monstruos y chupasangres que no frecuentaban Wall Street. O de los buenos salvajes (Tarz¨¢n de los monos, W. S. Van Dyke, 1932) que encontraban la felicidad en la jungla y daban la espalda a la sociedad enferma. Tambi¨¦n muchas mujeres, primeras v¨ªctimas del desempleo, se desternillaban de risa con las comedias locas (screwballs) de Katharine Hepburn, identific¨¢ndose con su c¨¦lebre divisa de mujer liberada: "Si una siempre hace lo que le viene en gana, por lo menos habr¨¢ una persona feliz en el mundo". De esa ¨¦poca gloriosa del cine estadounidense nos hablan un par de libros recientes: Pantallas de plata (Alfaguara), un ensayo de Carlos Fuentes sobre su relaci¨®n con el cine, con especial hincapi¨¦ en el de los a?os dorados de Hollywood (aunque contiene tambi¨¦n un cap¨ªtulo, bastante prescindible, sobre el cine mexicano); m¨¢s interesante resulta el volumen ilustrado Hollywood en los a?os 30,?de Robert Nippoldt y Daniel Kothenschulte, un libro-objeto (no se asusten: 39,99 euros) publicado por Taschen (y en espa?ol), en el que se proporcionan datos y an¨¦cdotas del mejor cine de la "f¨¢brica de sue?os".
'El enemigo p¨²blico' (1931), de William Wellman
?Hojas
Uno de los inconvenientes de elaborar una lista colectiva de los mejores libros del a?o (como la que Babelia dar¨¢ a conocer el pr¨®ximo s¨¢bado) estriba en que algunos se publican demasiado cerca de la fecha l¨ªmite de tabulaci¨®n (una operaci¨®n que, por cierto, requiere un enorme trabajo), de modo que a muchos de los consultados no les da tiempo a leerlos e incluirlos en la suya; de ah¨ª que esos libros se queden en un limbo doblemente injusto, puesto que tampoco pueden optar a la lista del a?o siguiente. Eso es lo que me ha pasado con la excepcional edici¨®n (de Eduardo Moga) de Hojas de hierba, la asombrosa summa po¨¦tica que Walt Whitman (1819-1892) fue elaborando a lo largo de su vida, y que ha publicado Galaxia Gutenberg en su colecci¨®n de poes¨ªa. No es que no existieran traducciones espa?olas anteriores de la obra de Whitman: desde la parcial al catal¨¢n (1909) de Cebri¨¤ Montoliu, a la completa del ecuatoriano Francisco Alexander (1953; Visor), pasando por las de Borges, Le¨®n Felipe o Concha Zardoya, las versiones hisp¨¢nicas del gran poeta americano abundan casi tanto como las multitudes en su obra. Pero quiz¨¢s ninguna restituye tan bien como esta, en un lenguaje fresco y contempor¨¢neo, la absoluta totalidad de uno de los poemarios m¨¢s influyentes en el mundo anglosaj¨®n desde los Sonetos de Shakespeare. Tambi¨¦n lo ha sido para la poes¨ªa en espa?ol escrita del lado de ac¨¢ (con fuerte presencia, por ejemplo, en Lorca y Le¨®n Felipe) y de all¨¢ (Neruda), porque, como dec¨ªa el cr¨ªtico chileno Fernando Alegr¨ªa, "estudiar a Whitman en la poes¨ªa hispanoamericana es como buscar las huellas de un fantasma que se puede sentir en todas partes y ver en ninguna". O para la poes¨ªa en catal¨¢n, lengua a la que tambi¨¦n se han vertido las Fulles d¡¯herba (recientemente por Jaume Pons Alorda), y cuyos ecos pueden rastrearse en la obra de poetas como Verdaguer, J. V. Foix o, m¨¢s cerca, Blai Bonet (cons¨²ltese su Poesia completa, en Edicions de 1984). Emociona esa permanente frescura que se desprende de este ingente corpus org¨¢nico en el que el sentimiento individual, la naturaleza, la cultura y la historia (universal: v¨¦ase el poema dedicado a la Primera Rep¨²blica espa?ola) encuentran su lugar: la obra de un poeta (e impresor, por cierto) rabiosamente transgresor que, como Marx, quer¨ªa transformar el mundo y como Rimbaud cambiar la vida, y cuyos poemas no fueron recibidos con entusiasmo. Ah¨ª tienen, como muestra, los piropos que le dirigi¨® en el muy le¨ªdo ensayo Degeneraci¨®n (1892) el influyente Max Nordau, cofundador, con Theodor Herzl, de la Organizaci¨®n Sionista Mundial (1897) y ¡ªlo que es la vida¡ª uno de los primeros y m¨¢s concienzudos enemigos del llamado "arte degenerado": [WHITMAN] "Debe agradecer su fama a esas piezas bestialmente sensuales que atrajeron la atenci¨®n de todos los rijosos de Am¨¦rica". Ah¨ª tienen una raz¨®n m¨¢s para retozar largo y tendido en esas inmarcesibles Hojas de hierba.
'Showrooming'
P¨¢sense por las librer¨ªas y comprobar¨¢n que, a pesar de todo, hay mucha vida (y bastante no-ficci¨®n) despu¨¦s de El cura y los mandarines (Akal), el ensayo-ajuste-de-cuentas (repleto de mandobles a diestra y siniestra) de Gregorio Mor¨¢n con la pol¨ªtica y la cultura espa?olas del ¨²ltimo tercio del siglo pasado, y cuya segunda edici¨®n se public¨® cuando la primera a¨²n no hab¨ªa llegado a muchas mesas de novedades (?¨¦xito apabullante, simple ajuste de tirada o mera estrategia comercial?). El muy aventado libro es, independientemente de su calidad y oportunidad, todo un prodigio de mercadotecnia sobrevenida, gracias al grupo que lo contrat¨® y, luego, censur¨® el resultado. Claro que su carrera comercial se enfrenta a un peligro: que el cliente potencial se conforme con esa forma diab¨®lica de showrooming (hojear y no comprar) que consiste en bucear en el ¨ªndice onom¨¢stico en busca de las piezas contra las que dispara su ballesta Mor¨¢n. En fin, ustedes ver¨¢n lo que hacen, que ya son mayorcitos.
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