El placer de la caza
Hay un peque?o p¨¢jaro llamado ortolan. No ser¨ªa muy admirado ni distinguido si no fuera porque hace d¨¦cadas que algunos franceses decidieron encerrarlos, cebarlos, ahogarlos en arma?ac y com¨¦rselos. Para hacerlo, se ocultaban detr¨¢s de un pa?uelo, ya que hay que meterse el pajarito entero en la boca y devorarlo de arriba abajo, rompiendo los huesos con los dientes y masticando sus entra?as. A veces me imagino a los espectadores de La caza (The Fall en su t¨ªtulo original) ocult¨¢ndose con ese mismo pa?uelo, sinti¨¦ndose c¨®mplices del asesino que corre por la serie, masticando la culpabilidad de desear que vuelva a matar porque no hay nada en televisi¨®n parecido a ese sabor. Probablemente, La caza tenga mucho de Hannibal y al rev¨¦s, pero eso ser¨ªa una discusi¨®n muy distinta.
La cuesti¨®n es que La caza aloja en sus entra?as un deseo perverso: uno no puede evitar la sensaci¨®n de que est¨¢ viendo una serie en que lo ¨²nico realmente importante (y aquello con lo que realmente se empatiza) es la caza en s¨ª misma. No hay mucha diferencia (aparente) entre la deliciosa frialdad de la detective interpretada por Gillian Anderson y la bestia atormentada a la que da vida Jamie Dornan: la una ha reprimido sus deseos m¨¢s oscuros y el otro les ha dado rienda suelta.
La caza es de una complejidad apabullante: no hay palabra sin fondo, ni puntada sin hilo. Cada l¨ªnea de di¨¢logo a?ade una nueva capa de densidad a una serie que es capaz de dejarte sin parpadear durante los 50 minutos que dura un cap¨ªtulo. En eso, este show de Allan Cubitt es un ejemplar ¨²nico. Adem¨¢s, hay algo terriblemente extra?o en la qu¨ªmica que desprende la relaci¨®n entre el depredador y su presa, probablemente porque los dos sean depredadores, aunque se afilen los dientes en cuchillos distintos.
Yendo a una definici¨®n m¨¢s o menos ortodoxa de la serie, la cosa no parece para tanto: una polic¨ªa con habilidad para resolver asuntos peliagudos se desplaza a una ciudad en la que pas¨® cierto tiempo para tratar de pararle los pies a un asesino cruel y meticuloso y con afici¨®n por las mujeres j¨®venes. Sin embargo, la definici¨®n se queda muy corta.
No hay fuegos artificiales, aditivos o maquillaje de ning¨²n tipo, y parece que la misi¨®n de la serie es tratar de sembrar en el espectador algo parecido a la desaz¨®n. En un clima lluvioso, donde parece que las cosas s¨®lo pasen de noche y cuando uno teme darse de narices con el clich¨¦, esta criatura televisiva la esquiva y embiste al voyeur (es dif¨ªcil que alguien en la audiencia crea que su papel se limita s¨®lo a mirar u observar) hasta hacerle sentir desubicado, tan perdido como los protagonistas de la serie.
Lo que s¨ª hay es un latido apenas audible y que sube el volumen a medida que la narraci¨®n se tensa como la piel de un tambor. En la primera temporada, con el liquidador suelto, la cosa parec¨ªa llevar a un choque de trenes que se finiquitaba con una retirada (cuasi) victoriosa del mismo, pero la tele ten¨ªa otros planes y era obvio que en la segunda temporada las cosas iban a implosionar: la detective necesita atrapar al malo y el malo quiere atrapar a la detective. El gran hallazgo de esta segunda temporada es ¡ªsin embargo¡ª la pausa casi infinita a la que se someten ambos: ¨¦l sabe que si no vuelve a matar tiene algunas posibilidades de salir del embrollo; ella sabe que la ¨²nica oportunidad de cogerle pasa (necesariamente) por que vuelva a matar.
Como en Perros de paja (la pel¨ªcula de Sam Peckinpah, no ese subproducto que hicieron recientemente), la audiencia necesita con urgencia esa explosi¨®n que les lleve a un estado de bienestar, por as¨ª decirlo. El problema es que la explosi¨®n de La caza no tiene nada que ver con la venganza, ni el deseo, sino que es una necesidad, la instrumentalizaci¨®n de una obsesi¨®n enfermiza. Ese retrato descarnado del asesino, un hombre miserable que en ocasiones parece atormentado por su condici¨®n y en otras un simple desgraciado que no puede parar de hacer lo que ¡®necesita¡¯ (el verbo no es gratuito), es algo que humaniza la espina dorsal de una serie que a veces parece estar en manos de un cirujano.
El equilibrio entre esa precisi¨®n narrativa, el talento actoral, una may¨²scula fotograf¨ªa (qu¨¦ gran trabajo de Ruairi O¡¯Brien) y un silencio que te aplasta los o¨ªdos, son el sello de una serie magn¨ªfica, con un nivel de excelencia que ya firmar¨ªan muchos de los grandes y que demuestra que no hacen falta tramas grandilocuentes para construir algo relevante: en La caza s¨®lo importa lo que vemos y lo que podemos digerir, aunque sea tap¨¢ndonos con un pa?uelo. Por si acaso.
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