El dibujante con tijeras
Entrar en las salas del MOMA donde se exponen los papeles recortados de Matisse es como internarse en una selva, como caminar junto a los muros de cristal de un acuario
En sus noches de insomnio, el viejo pintor que ya no ten¨ªa fuerzas para mantenerse de pie en el taller delante de un lienzo miraba el techo con los ojos muy abiertos y ve¨ªa en ¨¦l figuras sugeridas por las manchas de humedad o las grietas en la pintura. Y como le costaba tanto levantarse de la cama ide¨® un instrumento de dibujo que consist¨ªa en un largo palo de bamb¨² al que ataba un carboncillo en el extremo. Tumbado en la cama, convaleciente de un c¨¢ncer que lo dej¨® casi inv¨¢lido, Henri Matisse distra¨ªa el insomnio haciendo r¨¢pidos dibujos en el techo, en su apartamento de Par¨ªs o en su casa de la Costa Azul, y las limitaciones de su propia capacidad y de los medios de los que dispon¨ªa eran de pronto una liberaci¨®n m¨¢s que un inconveniente, un atajo inusitado hacia la originalidad.
Pero m¨¢s todav¨ªa que hacer dibujos le gustaba recortar figuras en lienzos de papel y ver c¨®mo se desprend¨ªan de sus manos, sin apariencia de esfuerzo, como pa?uelos de seda despleg¨¢ndose floralmente en las manos de un ilusionista. Un d¨ªa recort¨® la silueta de una golondrina y le pidi¨® a su asistente que la pegara sobre una mancha en la pared del dormitorio. Sobre el papel oscurecido y gastado, la golondrina blanca se desplegaba en un cielo inmediato que era el que Matisse hab¨ªa visto 16 a?os atr¨¢s en su viaje a Tahit¨ª. E inmediatamente despu¨¦s de la golondrina, como atra¨ªdos por ella, cobrando forma en la memoria al mismo tiempo que en el papel, vinieron otras criaturas y otras formas de los mares del Sur, una tortuga, una estrella de mar, una caracola, hojas de palmeras, arborescencias submarinas.
Matisse recortaba papeles sentado en la cama, urgiendo a su asistente para que cubriera m¨¢s r¨¢pido grandes hojas en blanco con colores puros de gouache. Las figuras se amontonaban sobre la colcha y se derramaban por el suelo. La asistente de Matisse las recog¨ªa y las pegaba por las paredes y el techo siguiendo las instrucciones del pintor, y la habitaci¨®n poco a poco se iba convirtiendo en un acuario fant¨¢stico, en una c¨¢mara cubierta por figuras de frescos antiguos, por jerogl¨ªficos, por dioses, por los animales mitol¨®gicos de alguna cultura marinera, griega o cretense.
Para Matisse los papeles recortados eran como el jazz: el hallazgo sin esfuerzo que ha requerido a?os de dedicaci¨®n
Fran?oise Gilot, que fue con Picasso a visitar a Matisse en la casa de campo cerca de Niza que se llamaba Le R¨ºve, lo recordaba como un Buda viejo y sereno, jovial, sentado en la cama, recostado en almohadones, con sus gafas, su barba y su ce?o de lechuza ben¨¦vola, recortando papeles a toda velocidad con unas tijeras enormes de sastre, con una destreza asombrosa en sus dedos artr¨ªticos. En ese momento, reci¨¦n terminada la Ocupaci¨®n, Matisse ten¨ªa 75 a?os. Vivi¨® 10 a?os m¨¢s, y no par¨® de trabajar hasta el final de su vida, aunque ya no volvi¨® a usar los pinceles ni el lienzo. En una explosi¨®n de libertad y fertilidad creativas que es el don de algunos viejos indomables, Henri Matisse pas¨® los a?os de su ¨²ltima vejez recortando y organizando y pegando papeles, usando unas veces unas tijeras de costura y otras de sastrer¨ªa, seg¨²n el tama?o de las figuras que tuviera entre manos. Dec¨ªa que ahora dibujaba con las tijeras. De pronto se ve¨ªa liberado de las rutinas artesanales de su oficio de pintor, pero sobre todo de la incertidumbre y del miedo. El espacio de la invenci¨®n ya no estar¨ªa limitado por las dimensiones de un lienzo. En vez del silencio angustiado de la cavilaci¨®n, lo acompa?aba el sonido de las tijeras hacendosas. Tampoco tendr¨ªa que esperar a que se secara el ¨®leo, ni que preocuparse por hacer bocetos previos. Todo era f¨¢cil, pero tambi¨¦n nuevo y temerario, nunca visto. Y quiz¨¢ lo que m¨¢s le asombraba era que todo aquello hab¨ªa llegado por puro azar, sin ninguna premeditaci¨®n, y que adem¨¢s hab¨ªa estado a punto de no sucederle.
Durante los ¨²ltimos 15 a?os de su vida Matisse no olvid¨® que todo aquel tesoro de tiempo era un regalo que ni siquiera se hab¨ªa atrevido a desear. Hab¨ªa cre¨ªdo que su vida terminaba al mismo tiempo que se oscurec¨ªa el mundo. En enero de 1941 hab¨ªa viajado desde la Costa Azul a Lyon, solo y muy enfermo en un tren por la Francia ocupada, camino de la cl¨ªnica en la que lo iban a operar de un c¨¢ncer. Despu¨¦s de una operaci¨®n larga y dif¨ªcil, complicada por neumon¨ªas y fallos cardiacos, sufri¨® durante tres meses una convalecencia de dolor incesante, de insomnio y desolaci¨®n. Pensaba en todo lo que le hab¨ªa quedado por hacer. Se ve¨ªa tan d¨¦bil y tan viejo que no cre¨ªa que, si llegaba a sobrevivir, le fuera posible volver a la pintura. El primer d¨ªa que pudo dar unos pasos por el jard¨ªn de la cl¨ªnica lo deslumbr¨® como nunca la belleza del mundo. Dec¨ªa que nada es m¨¢s dif¨ªcil para un buen pintor que pintar una rosa, porque antes tiene que olvidarse de todas las rosas que se han pintado hasta ese momento. Despu¨¦s de su enfermedad Matisse logr¨® exactamente eso: sus papeles recortados tienen la fuerza de las primeras im¨¢genes captadas por la imaginaci¨®n humana, de las primeras formas magistrales y definitivas que est¨¢n en los or¨ªgenes de un arte.
El espacio de la invenci¨®n ya no estar¨ªa limitado por las dimensiones de un lienzo. Todo era f¨¢cil, nuevo y temerario
Entrar en las salas del MOMA donde se exponen los papeles recortados de Matisse es como internarse en una selva, como caminar junto a los muros de cristal de un acuario. Es tambi¨¦n encontrarse en las habitaciones de la villa de Matisse junto al mar y de su apartamento de Par¨ªs, recorrer estancias de la Alhambra tupidas de escrituras y de decoraciones geom¨¦tricas, mirar de cerca los colores puros de los frescos en el palacio de Cnossos, poblados de figuras de delfines, de aves en vuelo, de nadadoras y bailarinas acrob¨¢ticas. Dec¨ªa un amigo suyo que para Matisse los papeles recortados eran como la m¨²sica de jazz: la improvisaci¨®n, la instantaneidad, el hallazgo jubiloso que llega sin esfuerzo porque ha requerido muchos a?os de dedicaci¨®n obsesiva. Matisse recortaba un p¨¢jaro en vuelo y dec¨ªa que ese gesto de las tijeras avanzando sinuosa y afiladamente a lo largo del papel equival¨ªa a la sensaci¨®n misma del vuelo. Pero no todo es j¨²bilo en esa galer¨ªa embriagadora de im¨¢genes: el ?caro recortado en negro sobre fondo azul tiene marcado en rojo el coraz¨®n a un lado del pecho y m¨¢s que volar parece que est¨¢ derrumb¨¢ndose por un disparo; los fulgores amarillos que lo rodean pueden ser explosiones de metralla en el cielo oscuro de las noches de la guerra.
A m¨ª este Matisse ¨²ltimo y descarado es el que me gusta. Me hace acordarme de esos otros viejos tremendos que llegaron al final de sus vidas m¨¢s libres que nunca, con una desenvoltura suprema, con una est¨¦tica en la que son id¨¦nticos el dolor y la risa, la piedad y la furia: el Cervantes del final del Quijote, el viejo Tiziano y el viejo Monet que pintan con los dedos, el Verdi de Falstaff, el Beethoven s¨ªsmico de la Gran fuga, el Goya que se retrata a s¨ª mismo congestionado y asistido por su m¨¦dico. Las tijeras de Matisse tienen una silueta de p¨¢jaro tropical y de caim¨¢n que las convierte en animales del para¨ªso.
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