En las s¨¢banas blancas
En un mundo sin televisi¨®n, el cine, las pel¨ªculas en s¨ª, los lugares en los que se proyectaban, el camino hacia ellos, constitu¨ªan un universo de maravilla
A los ni?os antiguos, los adultos no ten¨ªan el menor problema en fastidiarnos, en meternos miedo para divertirse, en gastarnos bromas de repetici¨®n exasperante. Nosotros lo sab¨ªamos, pero aun as¨ª ca¨ªamos en la trampa, no s¨¦ si por una absurda esperanza infantil de que aquella vez las cosas fueran de otro modo, o simplemente por un reflejo tan inmediato como el de un perro que no puede no salir corriendo detr¨¢s de una pelota que se le arroja. Una de las bromas que nos hac¨ªan a los ni?os antiguos, pasada la cena, a la hora siempre prematura de irse a la cama, de deportarnos a la soledad fr¨ªa del dormitorio mientras ellos segu¨ªan en sus cosas, era decirnos, en un tono de promesa: ¡°Y ahora nos vamos al cine¡±. Nosotros sab¨ªamos que eso era imposible, y que el adulto se estaba burlando, y sab¨ªamos tan bien como ¨¦l cu¨¢l ser¨ªa el final de la broma, pero a pesar de todo no pod¨ªamos evitar una palpitaci¨®n de entusiasmo, la disponibilidad del ni?o para lo inusitado. ?Y si fuera verdad que no nos mandaban a la cama, sino que nos iban a regalar el prodigio inverso, a esa hora, el de ir al cine y ver una pel¨ªcula? Al fin y al cabo los mayores eran capaces de decisiones sorprendentes. En un mundo sin televisi¨®n, el cine, las pel¨ªculas en s¨ª, los lugares en los que se proyectaban, el camino hacia ellos, constitu¨ªan un universo de maravilla, literalmente incomparable: no hab¨ªa nada que se pareciera al cine, al resplandor de sus im¨¢genes desmesuradas, porque el ni?o no sab¨ªa hacer el ajuste mental necesario para ver las figuras como si tuvieran un tama?o real. Ir al cine era mucho m¨¢s que ir al circo, o a aquellos espect¨¢culos tan meritoriamente infantiles y pedag¨®gicos entonces como las parodias de corridas del Bombero Torero y su cuadrilla de enanos. Ir al cine, en verano, era escuchar de lejos la m¨²sica de los anuncios del cine al aire libre, y avanzar por un pasillo de grava y con olor a dondiego de noche hasta desembocar delante de la pantalla inmensa, iluminada de luz blanca, recortada contra un cielo nocturno en el que entonces se distingu¨ªa sin dificultad la V¨ªa L¨¢ctea.
?Y si fuera verdad que no nos mandaban a la cama, sino que nos regalaban el prodigio de ir al cine?
Y en invierno ir al cine era internarse medrosamente en vest¨ªbulos con moqueta roja y con columnas de purpurina dorada que para nosotros ten¨ªan un esplendor oriental, y ver desde arriba, desde el grader¨ªo de tablas desnudas del gallinero, una pantalla en la que las im¨¢genes siempre cobraban una distorsi¨®n de encuadre expresionista, y adquirir tambi¨¦n conciencia de las jerarqu¨ªas sociales y del sitio que nos tocaba en ellas. Desde tan alto, la gente del patio de butacas, en sus asientos c¨®modos forrados de rojo, parec¨ªa pertenecer a otra especie. En el gallinero hab¨ªa broncas, y grandes temblores de pisotones sobre las tablas cuando en la pantalla suced¨ªa una persecuci¨®n o una pelea a pu?etazos. Tambi¨¦n hab¨ªa raros individuos oscuros que se arrimaban mucho a uno y a veces le dec¨ªan en voz baja, al o¨ªdo, cosas que uno no entend¨ªa pero que lo asustaban, y cuando se encend¨ªa la luz ya hab¨ªan desaparecido.
En todo eso pensaba insensatamente el ni?o antiguo cuando le anunciaban de pronto que en vez de irse a la cama lo iban a llevar al cine. Y a continuaci¨®n sonre¨ªan, o soltaban directamente una carcajada, y dec¨ªan lo que ya sab¨ªamos que iban a decir, porque el ni?o empezaba pronto a aprender que la vida estaba hecha de repeticiones, de pautas invariables:
¡ªClaro que vamos al cine. Vamos al cine de las s¨¢banas blancas.
Y quiz¨¢, se me ocurre de pronto, si nos hechizaba tanto ese embuste, m¨¢s que por credulidad, o por una confianza no del todo infundada en nuestros mayores, era por el sonido de esas palabras, por su fuerza po¨¦tica de la que solo fuimos conscientes al cabo de los a?os. Veo las palabras con may¨²sculas: El Cine de las S¨¢banas Blancas. Las veo retrospectivamente como el nombre iluminado en la noche de uno de aquellos cines que fueron para nosotros el ¨¢brete s¨¦samo y la cueva del tesoro, el submarino del Capit¨¢n Nemo. Imagin¨¢bamos, escarmentados, de camino a la cama, ese cine fastuoso irradiando toda la belleza de su nombre, con la fuerza literal que tienen las palabras en la conciencia infantil. Pero en nuestro dormitorio a oscuras, pugnaces contra el sue?o, arrebujados en colchas y mantas contra el fr¨ªo, era otro cine de las s¨¢banas blancas el que habit¨¢bamos, no la s¨¢bana tensa como una vela de la pantalla, que en los cines de verano se ondulaba en las noches de viento, sino las s¨¢banas mismas de nuestra cama, de nuestro insomnio febril, en el que proyect¨¢bamos pel¨ªculas secretas, imaginadas con un lujo de superproducciones de domingo de estreno: pel¨ªculas que hab¨ªamos visto y que record¨¢bamos, o que nos hab¨ªan contado, porque el cine ten¨ªa una deriva de narraci¨®n oral, o de las que conoc¨ªamos nada m¨¢s que el cartel con sus colores muy fuertes y sus figuras heroicas, y sus t¨ªtulos que nos repet¨ªamos en voz alta como para destilar de ellos la historia que conten¨ªan. En el cine de las s¨¢banas blancas se proyectaba la pel¨ªcula de miedo de las sombras en el dormitorio, de la negrura entreabierta del armario y los crujidos de pasos o de criaturas al acecho. Y era en esa misma pantalla donde a la ma?ana siguiente nos parec¨ªa haber visto las im¨¢genes de los sue?os, que sol¨ªan ser a todo color, pero no ten¨ªan sonido, como en un futuro tecn¨®logico alternativo en el que hubiera llegado el cine en color, pero no el sonoro.
La pel¨ªcula m¨¢s hermosa y rara que conozco, ¡®Pennies from Heaven¡¯, es un largo sue?o sostenido
Ahora me doy cuenta de que el cine que m¨¢s me gusta es casi siempre un cine que podr¨ªa llamarse de las s¨¢banas blancas: el que sumerge en un estado de enso?aci¨®n, en un tiempo sin continuidad con el antes y el despu¨¦s de la vida real, el que me seduce con las armas de la poes¨ªa y de la m¨²sica, aunque sea s¨®lidamente narrativo, el que me da la impresi¨®n de estar vi¨¦ndolo de noche, aunque lo vea en un televisor o en una pantalla de port¨¢til a plena luz del d¨ªa. Es un cine que puede verse en el interior de algunas pel¨ªculas: en La prima Ang¨¦lica, el personaje de Jos¨¦ Luis L¨®pez V¨¢zquez recuerda una pel¨ªcula de t¨²neles y m¨¢scaras antig¨¢s que ha aparecido en algunas de sus pesadillas y que se titula Los bandidos ciegos de Londres. En El esp¨ªritu de la colmena y en El sur, el brillo plateado de las pel¨ªculas en blanco y negro que atraen como faros a los personajes es el de las s¨¢banas blancas de ese cine secreto de cada uno en el que se proyecta simult¨¢neamente lo recordado, lo inventado y lo so?ado. La pel¨ªcula m¨¢s hermosa y m¨¢s rara que conozco, Pennies from Heaven, de Herbert Ross, es como un largo sue?o sostenido. Hasta imaginar y escribir novelas tiene una parte de cine de las s¨¢banas blancas, y leerlas tambi¨¦n: im¨¢genes muy precisas, pero tambi¨¦n incompletas, que no ve nadie m¨¢s, que se proyectan como en una sala oscura, en una soledad sin testigos, o en compa?¨ªa de sombras de desconocidos, en un sue?o simult¨¢neo.
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