M¨¢s Sat¨¢n y menos Shakespeare
Si el Maligno tiene tiempo de ver series debe estar poni¨¦ndose las botas con la tercera temporada de House of Cards. Y es que los guionistas del show han dejado de lado la obsesi¨®n shakesperiana que tan plomiza result¨® para la segunda entrega de la serie y se han lanzado en brazos de Joyce, Milton y hasta de Dante. De Maquiavelo hemos pasado a Lucifer con la misma rapidez con la que una moneda gira sobre s¨ª misma antes de decidir si va a ser cara o cruz.
En la segunda temporada de House of Cards, la insistencia en el car¨¢cter p¨¦rfido y avillanado de la pareja se comi¨® por completo las subtramas, como si fuera imprescindible comprender que nos encontr¨¢bamos ante dos genios del mal, dos gotas de agua paridas por la pluma del Marqu¨¦s de Sade, un d¨²o indivisible, un malo-mala de una sola pieza . Hasta el pobre Doug Stamper fue dejado de lado para centrarse en el inevitable mensaje de que la pareja que manipula unida, permanece unida. Sin embargo, en el final de esa temporada ya se intu¨ªa lo que iba a ser el n¨²cleo narrativo de la actual entrega: el ¡ªmaldito¡ª s¨ªndrome de Estocolmo.
SPOILERS de la tercera temporada a partir de aqu¨ª
La primera sorpresa es que Doug (Michael Kelly, el mejor actor de la serie) sigue vivo; la segunda es que el arranque de la tercera temporada es un espl¨¦ndido flashback ¡ªa trav¨¦s de su perspectiva¡ª de los primeros meses de Frank Underwood en la Casa Blanca. Ambas cosas son una suerte de shock y rompen ¡ªya de entrada¡ª cualquier similitud con la temporada anterior: Underwood ha llegado a lo m¨¢s alto y Stamper resucita en el lodo, apaleado, casi asesinado, por una idea con formas femeninas que s¨®lo pretend¨ªa huir de su captor. Lo segundo es la contundencia de la presentaci¨®n del personaje de Kevin Spacey, que supera aquella de la primera entrega donde asesina al perro de su vecino: el presidente orinando en la tumba de su padre.
Del complejo villano de Enrique VIII se pasa al Anticristo, sin soluci¨®n de continuidad. De los cigarros compartidos con su esposa en la ventana se pasa a los puros en las escaleras con el presidente ruso (una sensacional creaci¨®n familiarmente ¡®putiniana¡¯ del actor Lars Mikkelsen) y de la pareja molecular de vasos comunicantes nos desplazamos al matrimonio de crisis at¨®mica cuya implosi¨®n es s¨®lo una consecuencia del cambio de roles que tan urgentemente demandaba la serie. La maravillosa Robin Wright olvida su car¨¢cter espectral de la segunda temporada (ese rostro inalterable que despachaba amantes y colaboradores con la gelidez del invierno siberiano) para meterse de lleno en los zapatos de la alta pol¨ªtica y darse de bruces contra la sombra de su marido, en el que descubrir¨¢ al antagonista, a la bestia. Algo que ¡ªprobablemente¡ª sab¨ªa desde el principio, pero que se convierte en uno de esos pensamientos que jam¨¢s se verbalizan por temor a que se hagan realidad.
Si la idea luciferiana del hombre que prefiere reinar en el infierno que servir en el cielo no hab¨ªa quedado bastante clara, el momento en que Spacey divaga con un sacerdote (en una iglesia) sobre el significado del poder para poco despu¨¦s escupir a la efigie de Jesucristo es ¡ªprobablemente¡ª el non serviam m¨¢s ruidoso que se ha visto en una serie (estadounidense o de cualquier otro lado) en la historia de la televisi¨®n. El hombre que desaf¨ªa al mism¨ªsimo creador y le reprocha que no est¨¦ dispuesto a compartir su poder no dista mucho del que ¡ªsi es usted creyente¡ª fue expulsado del cielo por su soberbia. Puede que Underwood no sea Lucifer pero, desde luego, se caer¨ªan bien.
Pero matices religiosos aparte, lo que ¨¦stos aportan a la trama son, inevitablemente anclas emocionales que conectan con el espectador a un nivel extra?amente emocional: es imposible empatizar con ese tipo que parece despreciar todo lo que es humano. La propia fotograf¨ªa de la serie (un gris oscuro que a veces es pura negrura) y la transformaci¨®n del personaje de Spacey, sus canas, su voz, esa sonrisa que exhibe antes de volver a mentir como un bellaco, oscurecen al espectador, que observa algo sorprendido c¨®mo se pasa del vodevil al drama, con impresionantes apuntes sobre conflictos que en el momento de escribir la serie no se hab¨ªan producido (el conflicto palestino-israel¨ª como espejo de la situaci¨®n en Ucrania).
Sin embargo, esa capacidad para convertir a Underwood en algo mucho m¨¢s ¡®elevado¡¯ (en su ruindad y hasta en su condescendencia) le da a la serie un punto de apoyo para que todas las subtramas revivan con fuerza, en el contraste entre el mism¨ªsimo demonio de la pol¨ªtica y los peones que se mueven a su alrededor, en el tablero que ¨¦l ha dispuesto: la odisea de adicciones de Stamper, finalizada con una de las elipsis m¨¢s terribles que un servidor recuerda en la peque?a pantalla; la historia de amor caduco entre la candidata dem¨®crata y el asesor del presidente, escenificada en los pasos lentos de ella, esperando que ¨¦l la llame antes de llegar a la puerta, y ¡ªpor supuesto¡ª el purgatorio de la primera dama, que por primera vez es capaz de advertir la aut¨¦ntica naturaleza de su marido: esa conversaci¨®n en el Despacho Oval cuyas palabras contienen m¨¢s violencia que cualquiera de los asesinatos que se han producido en la serie en los tres a?os que lleva en antena.
Hay algo desolador en esta House of Cards. No es s¨®lo la constataci¨®n de lo terrible que es la adicci¨®n a una idea (y todos en esta temporada son adictos a la suya propia, ya sea rom¨¢ntica o pol¨ªtica) sino la presentaci¨®n de una tesis aterradora: que como ya sucede con la guerra nuclear en la que no hay ganador, todos pierden, en el ejercicio del poder nadie puede salir impune. El poder no solo corrompe: posee. Y no s¨®lo lo hace con aquellos/as que lo abrazan, tambi¨¦n con los que lo respiran, con los que transitan, con los que se acercan demasiado. Si en la segunda temporada hab¨ªa dos malos de manual (Frank y Claire) y un mont¨®n de tipos y tipas que sobreviv¨ªan trampeando, en un esquema n¨ªtido pero excesivamente autorreferencial e hiperpar¨®dico, en la tercera el poder es un virus que lo parasita absolutamente todo, para el que no hay exorcismo que valga.
No encontrar¨¢ el espectador ni un atisbo de humor, ning¨²n momento sard¨®nico, ninguna concesi¨®n, ning¨²n gui?o en ese finale: en la contemplaci¨®n de ese presidente envejecido y encolerizado para el que no hay m¨¢s que instrumentos de carne y hueso que le lleven del punto A al punto B. El espectador comprende ¡ªquiz¨¢s demasiado tarde¡ª que lo que intentan decirle es que no hay esperanza, que el idealismo es un cad¨¢ver y que nada bueno o sano sobrevive a la pol¨ªtica, porque el poder, el poder de verdad, y en eso Frank Underwood estar¨ªa de acuerdo, solo se sirve a s¨ª mismo.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.
Archivado En
- Cr¨ªtica televisi¨®n
- House of Cards
- Netflix
- Series americanas
- Series drama
- Cr¨ªtica
- Plataformas digitales
- G¨¦neros series
- Televisi¨®n IP
- Series televisi¨®n
- Internet
- Programa televisi¨®n
- Cultura
- Televisi¨®n
- Programaci¨®n
- Empresas
- Medios comunicaci¨®n
- Econom¨ªa
- Telecomunicaciones
- Comunicaci¨®n
- Comunicaciones
- Quinta temporada