Salvar los libros
Los miro en las estanter¨ªas de mi cuarto de trabajo, familiares; p¨¢ginas llenas de relatos que se mezclan entre las baldas donde conviven los viejos amigos
Los miro en las estanter¨ªas de mi cuarto de trabajo, familiares; p¨¢ginas llenas de relatos que se mezclan entre las baldas donde conviven los viejos amigos. Y me transmiten una extra?a sensaci¨®n de sosiego, la apariencia de un mundo estable que me espera paciente, sin prisa. Pese a todo, bien pensado, son infinitos los peligros que acechan a los libros. Por ejemplo, perderse en la propia biblioteca, traspapelarse entre el resto de vol¨²menes. Se recorren los lomos, se recuerdan azules y resultan ser marrones. Ocurre a veces. Aunque no s¨®lo. De pronto alguien deja el libro olvidado en el asiento de un tren, a medio leer; o en una estaci¨®n de autobuses con las prisas de la llegada; o en los sillones confortables de la sala VIP del aeropuerto acabada la lectura, como si el valor durara ¨²nicamente hasta el final de la historia. A veces los libros terminan en la basura, y otras, las ocasiones m¨¢s piadosas, en un banco de la calle que se convierte en biblioteca ambulante a la espera de un posible lector. En mi casa, por ejemplo, un vecino an¨®nimo los deja encima de una mesa, al lado del sof¨¢, como una invitaci¨®n a la lectura: ¡°Por si alguien quiere leerlos¡±. Me pregunto qui¨¦n es: la selecci¨®n desvela al propietario.
En algunos momentos de la historia los libros son quemados, tratando de extirpar el recuerdo, y el placer de la lectura se quiebra borroso, como un cielo azul vibrante que oscurecen los nubarrones turbios del humo. Es un acto tan impensable que no hay tiempo siquiera de aprender de memoria m¨¢s que algunos pocos versos. Se abrasa el conocimiento como nos abrasaba la pulsi¨®n narrativa en las lecturas adolescentes. Entonces el mundo se hace muy peque?o, esquem¨¢tico, mundo de frases deshilachadas que se buscan con desesperaci¨®n, que indagan lo que hay m¨¢s all¨¢ de la mera informaci¨®n, que a?oran el soporte f¨ªsico aun a riesgo del fuego que a veces intenta acallar las voces sin entender que tal vez un verso basta para mantener viva la imaginaci¨®n ¡ªy, al fin y al cabo, todos recordamos un verso al menos¡ª.
El otro d¨ªa, en la galer¨ªa Ivorypress de Madrid se habl¨® de libros rodeados por libros de artista, los de una exposici¨®n exquisita donde se mostraban algunas de las piezas y los vol¨²menes publicados por la propia editorial, entre otros los de Richard Long, Maya Lin o Cristina Iglesias. Era reconfortante estar rodeados por los libros f¨ªsicos, tangibles y bellos, lejos de las prisas de la Red, donde a menudo pocas frases an¨®nimas, imprecisas y maltrechas bastan para explicar un universo complejo y grand¨ªsimo ¡ªotro peligro que acecha y banaliza nuestro pensamiento, con las frases r¨¢pidas y las palabras abreviadas¡ª. Por eso se habl¨® de la Red y se defendi¨® la radicalidad antigua del libro objeto f¨ªsico. Ah¨ª no se admiten enmiendas: lo publicado, publicado queda. Es un proceso complejo de elaboraci¨®n que conoce bien la dise?adora Irma Boom, y de conservaci¨®n, familiar para Rowan Watson del Museo Victoria y Alberto, ambos presentes en la mesa junto al poeta y artista Peter Sacks. No lejos de ¨¦l se mostraban las p¨¢ginas de su libro de artista donde hab¨ªa mecanografiado con una antigua m¨¢quina de escribir El proceso, de Kafka. Sin embargo, un libro no necesita tener pocos ejemplares para ser ¡°¨²nico¡±, como recordaba la editora, Elena Foster ¡ªla propia editorial publica una serie de libritos de artista en tiradas largas¡ª. Quiz¨¢s basta con que lo ame su propietario.
En esta edici¨®n de Arco hab¨ªa un pasillo de editores independientes, entre otros el valenciano Pep Bellonch. Eran los h¨¦roes que retan a la costumbre cuando todos dicen que el papel peligra. Estaban en un pasadizo entre los dos pabellones y algunos visitantes pasaban deprisa, sin detenerse. Los libros, tenaces, esperaban unas manos que los acariciaran hasta aprenderlos de memoria.
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