El turno
Cuando muere una cara de esas que alcanzaron la familiaridad a trav¨¦s de la pantalla del sal¨®n, se muere con ¨¦l una ¨¦poca de tu vida. Ha vuelto a suceder con Jes¨²s Hermida
Cuando muere una cara conocida de la tele, de esas que alcanzaron la familiaridad a trav¨¦s de la pantalla del sal¨®n, se muere con ¨¦l una ¨¦poca de tu vida. Ha vuelto a suceder con Jes¨²s Hermida, que fue un periodista de televisi¨®n, miembro de una cofrad¨ªa insustituible que va desde Rodr¨ªguez de la Fuente, Alfonso S¨¢nchez o Gloria Fuertes hasta De la Quadra Salcedo, Jes¨²s Quintero o Mercedes Mil¨¢. Asistes a su entierro televisado como si enterraras unos a?os vividos. En el caso de Hermida, se aunaban tambi¨¦n el respeto profesional con la parodia cotidiana. En la Facultad de Periodismo se estudiaba su caso como uno estudiaba la fisi¨®n del ¨¢tomo en F¨ªsica. Hab¨ªa saltado a los hogares espa?oles con una f¨®rmula que festej¨¢bamos anhelantes, ¡°desde Nueva York, Jes¨²s Hermida¡±, y ya nunca se movi¨® del sill¨®n familiar. Pilar Mir¨® lo eligi¨® para inventarse que hubiera tele por las ma?anas en Espa?a. Las madres de los ni?os de mi generaci¨®n tuvieron la suerte de no gozar de ese progreso, y ¨¦l trasplant¨® v¨ªa intracat¨®dica el contenedor norteamericano de entretenimiento, informaci¨®n, opini¨®n y espect¨¢culo.
Durante a?os, dirigi¨® un programa de debate que se llamaba Su turno y que, tras la discusi¨®n acalorada de los invitados m¨¢s ind¨®mitos, Hermida desped¨ªa dirigi¨¦ndose a c¨¢mara con otra f¨®rmula exitosa: ¡°Ahora, verdaderamente, empieza su turno¡±. Y ese turno era el nuestro. Crecimos dispuestos a tomarnos el turno, pero el turno no llegaba nunca, porque en las tertulias de la tele segu¨ªan discutiendo, cada vez con m¨¢s vocer¨ªo y menos sentido. Se estaba entonces construyendo un pa¨ªs nuevo, que transitaba de Cr¨®nicas de un pueblo a Cr¨®nicas marcianas subidos a la bici de los chavales de Verano azul y silbando la sinton¨ªa de Bernaola.
Fue sintom¨¢tico que cuando el rey Juan Carlos padec¨ªa las cotas m¨¢s bajas de estima p¨²blica que precedieron a su abdicaci¨®n, recurrieran a Hermida para proporcionarle una entrevista que tuvo m¨¢s de reposici¨®n del Un, dos, tres que de lo que el pa¨ªs en ese momento demandaba con la urgencia del cabreado espa?ol. Pero hasta esa inmolaci¨®n de Hermida tuvo su grandeza, un rasgo de fidelidad desacostumbrado. El tiempo no perdona, y el hombre, despu¨¦s de pisar la Luna, volvi¨® a pisar los charcos eternos de la Tierra.
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