Conmoci¨®n
Nada m¨¢s atisbarlo en una de las salas menos concurridas del Museo del Prado, la 52 C, dedicada a los maestros del Renacimiento espa?ol, sientes un escalofr¨ªo
Nada m¨¢s atisbarlo en una de las salas menos concurridas del Museo del Prado, la 52 C, dedicada a los maestros del Renacimiento espa?ol, sientes un escalofr¨ªo, a pesar de ser un ¡°tablot¨ªn¡±, eufemismo g¨¢lico para nombrar un cuadrito de reducidas dimensiones, 25¡Á19,5 cent¨ªmetros. Influye en ello, desde luego, la sorpresa de no haberlo visto antes all¨ª, pero, sobre todo, por el primer efecto magn¨¦tico que produce el contemplar tres alfileres clavados en un paisaje, los dos laterales basculando oblicuamente en direcciones opuestas, cual si una fuerza oculta los alejase por las alturas del central. Al aproximarte a un palmo de la obra, la distancia necesaria para apreciar siquiera lo que contiene, reconoces que se trata de El Descendimiento, ese dram¨¢tico momento en que Cristo muerto en la cruz es descolgado. Participan en la operaci¨®n media docena de figuras: tres son las masculinas que soportan el peso del cuerpo ex¨¢nime, mientras las otras tres son las de las mujeres arrodilladas al pie de la cruz. Son dos grupos triangulares sim¨¦tricamente engarzados con sus v¨¦rtices invertidos: el de arriba, un is¨®sceles, mientras que el de abajo, a ras de suelo, un escaleno torsionado, bamboleante, casi como al comp¨¢s de la inestabilidad de los cuerpos inertes del par de ladrones tambi¨¦n crucificados. El grave peso de la muerte cayendo a plomo, por un lado, y la rebullente ligereza de la vida que mariposea al embate del dolor. Los tres punzantes alfileres se recortan sobre un inmenso fondo celeste, que ocupa m¨¢s de la mitad de esta composici¨®n, mientras que la tierra es un escalonado bancal berroque?o, cuya dura aspereza nos estremece de por s¨ª, pero m¨¢s cuando apreciamos a nuestra izquierda, en uno de los estrados, un diminuto bodeg¨®n con dos frascos y otros residuos abandonados, y, m¨¢s abajo, a nuestra derecha, en el ¨²ltimo escal¨®n, una calavera como tirada al desgaire. Es precisamente junto a ella, aunque todav¨ªa m¨¢s esquinada, donde descubrimos, por fin, la firma latina de su autor: Petrus Campaniensis; o sea: Pedro de Campa?a, el nombre castellanizado del extraordinario artista flamenco Pieter de Kempener (1503-h. 1580), oriundo de una familia de artistas, formado en Italia junto a los gigantes del Renacimiento cl¨¢sico, pero cuyas tres cuartas partes de su obra se hicieron en y para Espa?a.
Pintor, escultor, arquitecto y tapicero, a Campa?a ya el sabio Francisco Pacheco, maestro y suegro de Vel¨¢zquez, le consider¨®, en su Arte de la pintura (1649), la pieza basamental de la escuela sevillana del Siglo de Oro, pues fue all¨ª donde trabaj¨® con excelencia a destajo, sobre todo, en grandes formatos, introduciendo la magnificencia, las formas henchidas y la complejidad manierista del ¨²ltimo Rafael, como se puede comprobar en el tondo, tambi¨¦n de reducido formato, Camino del Calvario (h. 1547), que acompa?a, como otra novedad en el Prado, a El Descendimiento. En 1562, cuando estaba a punto de cumplir 40 de edad, Campa?a regres¨® a su patria natal para dirigir, en Bruselas, una f¨¢brica de tapices, pero no perdi¨® contacto con su fervorosa clientela espa?ola para la que sigui¨® trabajando, aunque ahora en tama?o reducido, con esos cuadritos religiosos que se usaban a modo de altares port¨¢tiles, entre los que se encuentra el maravilloso de El Descendimiento, ahora discretamente atesorado por el Museo del Prado, que, por primera vez, posee en su formidable colecci¨®n un par de obras de Campa?a gracias a la silente munificencia de Pl¨¢cido Arango, que, adem¨¢s, ha donado otros 25 cuadros a la instituci¨®n, tras haber regalado, en 1991, otro significativo lote de obras.
Como colof¨®n al postrer legado de este mecenas, cuya mano izquierda no se entera de lo que da la derecha, simplemente quiero reafirmar que el amor aut¨¦ntico est¨¢ siempre volcado en el secreto: es una acci¨®n ¨ªntima que no aspira a ninguna respuesta. Aun as¨ª, ahora que est¨¢ desplegado por el Prado una parte de este generoso gesto, es inevitable que el amante del arte descubra, aqu¨ª o all¨ª, una desconocida pieza emocionante, y, entonces, se interrogue, conmocionado, sobre qui¨¦n ha podido diseminar estas complementarias joyas capaces de brillar con luz propia en este abigarrado tesoro. Me digo entonces, nos diremos, se dir¨¢n, que estos dones no pueden ser sino frutos de una pasi¨®n.
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