¡®El verano de los camaleones¡¯ (1): ¡®Un animal extra?o¡¯
M¨®nica Mart¨ªn-Grande (Madrid, 1974), guionista de series como ¡®Compa?eros¡¯, ¡®Mis adorables vecinos¡¯, ¡®Historias robadas¡¯, ¡®Rescatando a Sara¡® y ¡®Sin identidad¡¯, comienza su relato con el viaje veraniego de una familia a su pueblo
El coche ol¨ªa a tabaco. Los asientos, los cristales, las manillas de las puertas, el cuero que empezaba a despellejarse alrededor de las ventanas. El sol recalentaba el cenicero, desbordado de colillas de distintos tama?os, a?adiendo m¨¢s intensidad a aquel tufo que identificaba, desde que ten¨ªa recuerdos, con el inicio del verano.
Antonio solo montaba en el coche de su padre dos veces al a?o, al principio y al final de las vacaciones. En el viaje de ida al pueblo, acompa?ado de grandes expectativas, y en el de vuelta a casa, apretujado contra la decepci¨®n. Eso era antes. Mucho antes. Ahora ya no esperaba nada.
- Ser¨¢ gilipollas ¨C dijo su padre casi sin abrir la boca, masticando las palabras tanto, que un poco de rabia se le qued¨® enganchada a un incisivo.
- Paco, el ni?o¡- Casi no se le oy¨®.
Antonio no pudo ver la mirada de desprecio que su padre le dirigi¨® a su madre, pero la intuy¨® mientras volv¨ªa a darle holgura al cintur¨®n, que se le hab¨ªa pegado al cuerpo por culpa del frenazo. Se llev¨® la mano al costado. Le escoc¨ªa. El cintur¨®n se pegaba justo sobre aquella herida que le hab¨ªan hecho el d¨ªa anterior y el roce le provocaba dolor. Y rabia. Y verg¨¹enza. Escuch¨® las risas de Gonzo y su secuaz, ¡°Ara?a¡±, como si estuvieran otra vez encima de ¨¦l, lanz¨¢ndole diminutas gotas de saliva mientras le hablaban muy cerca de la cara: - Si lloras o te chivas te rapamos, Bolacha.
Bolacha. Le pod¨ªan haber llamado Antonio, To?¨ªn, To?o o Ant¨®n. Incluso Tonino, como hac¨ªa su abuela Mercedes. Pero no, le llamaban Bolacha. Todo porque un d¨ªa llev¨® un paquete de galletas que cogi¨® del cami¨®n de su padre cuando volvi¨® de un viaje a Portugal. Bolacha.
Su madre gir¨® un poco la cabeza para mirarle desde su asiento. Antonio tuvo miedo de que hubiera adivinado su angustia, pero la mujer se limit¨® a lanzarle una sonrisa que aspiraba a ser reconfortante ¨CYa queda poco.
-Es un camale¨®n -pensaba Antonio cada vez que miraba la piel de su madre.
Ten¨ªa un color que tornaba del gris al p¨²rpura y de ah¨ª al amarillo. Hab¨ªa le¨ªdo en sus libros de reptiles que los camaleones ten¨ªan la facultad de mimetizarse con el entorno cuando acechaba alg¨²n peligro. Y la piel de su madre tambi¨¦n cambiaba de color cuando su padre hac¨ªa fonda en casa entre viaje y viaje con el cami¨®n.
La casa quemada que anunciaba la inminencia del pueblo hizo que se revolviera en el asiento. Odiaba aquel lugar y odiaba los tres meses de verano que ten¨ªa que pasar all¨ª.
- Vamos a parar en lo de Ferm¨ªn. Tengo que comprar tabaco.- dijo su padre sin hablar a nadie en concreto.
Y nadie contest¨®. Y a punto estuvo de o¨ªrse el rechinar de los dientes de Antonio. Pero su padre nunca le o¨ªa. Y los camaleones no escuchan. No pueden. Tampoco huelen nada.
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