La alegr¨ªa de la casa
Ha muerto una inteligencia que no ha conocido muchos pares en el oficio de intermediario entre el talento y el lector
Cambi¨® la cultura literaria en lengua espa?ola, dice el Nobel Vargas Llosa. Y cambi¨®, sobre todo, la vida de todos aquellos cachorros del boom que la siguieron adonde ella quiso. Del boom y de los escritores en lengua espa?ola que acogi¨® en su seno. Les dedic¨® su tiempo y sus sue?os, y ella fue la pesadilla de todos ellos, pero tambi¨¦n su alegr¨ªa. Cuando Juan Mars¨¦ cumpli¨® sesenta a?os le organiz¨® en su casa de Diagonal una fiesta sorpresa en la que el editor Mario Lacruz toc¨® al piano As time goes by en una atm¨®sfera que se parec¨ªa a una fiesta sin fin de las que organizaba Gatsby en su casa llena de melancol¨ªa. Cuando a Gabo le dieron el Nobel en Estocolmo ella removi¨® el mundo de las florister¨ªas para que la ciudad sueca se llenara de las flores amarillas que degustaba el de Aracataca. Cuando sus amigos festejaban el cumplea?os y cualquier circunstancia feliz de la vida, ella se las arreglaba para que hubiera champ¨¢n llegado directamente desde una cava catalana. Su pasi¨®n por la amistad convert¨ªa la casa en una fiesta movible, continua, de la que no se escapaban los secretos. Estaban por all¨ª los autores, los amigos, las canciones, la cocina que ella controlaba como una chef de gusto extraordinario; y a nadie se le ocurr¨ªa irrumpir con insinuaciones sobre el negocio.
Leticia Escario, amiga suya "desde tiempo inmemorial", recuerda esa atm¨®sfera, y a?ade un dato que prolonga el car¨¢cter de Carmen, tan severa, como una amiga a la que le gustaban los gui?os del juego. "Como ¨¦ramos Leo, as¨ª que mandonas las dos", dec¨ªa ayer Leticia, "hab¨ªamos decidido un pacto en virtud del cual un d¨ªa tomaba una el mando y otro d¨ªa era la otra quien mandaba". El mando era sobre cualquier cosa, sobre lo que se com¨ªa, sobre lo que se hac¨ªa. "Era un mando dom¨¦stico". En ella, como agente, como ser que organizaba la vida de los autores, mandaba ella sola, y de qu¨¦ manera; el sustento de su mando era, sobre todo, el secreto; de aquellas reuniones, de las que ten¨ªa con escritores o con periodistas, no se filtraba nada que ello no quisiera que fuera conocido, y a veces hablaba m¨¢s de la cuenta haciendo creer que hablaba m¨¢s de la cuenta, cuando en realidad se estaba guardando, astutamente, toda la sustancia. "La amistad y el trabajo", dec¨ªa Leticia Escario, "eran dos mundos". Es muy dif¨ªcil hallar fisura alguna en ese recuerdo de su extrema profesionalidad.
Su pasi¨®n por la amistad convert¨ªa la casa en una fiesta movible, continua, de la que no se escapaban los secretos.
Estaba en la fiesta. Y estaba a las duras tambi¨¦n. Hizo lo imposible, cuando muri¨® Manuel V¨¢zquez Montalb¨¢n, para que uno de sus ahijados m¨¢s cercanos fuera tra¨ªdo a Barcelona desde el lejano Bangkok en el que se hab¨ªa cumplido la tremenda premonici¨®n de un poema propio. Ese d¨ªa en que ya Manuel era pasado y tristeza en su alma, Balcells comi¨® a solas en su casa; al fondo del sal¨®n en el que transitaba de la melancol¨ªa al repertorio de ¨®rdenes que daba siempre, una fotograf¨ªa gigante de Manolo V subido a una escalera. En un momento dado de esta ceremonia casi secreta de despedida, ella levant¨® su mano y le dijo, dirigi¨¦ndose al hombre que ya era memoria y fotograf¨ªa: "Ac¨¢ estamos, Manolo, nos vemos".
Cuando le dieron a Mario Vargas el Nobel, hace cinco a?os, ella se desplaz¨® a Estocolmo, igual que iba a todas partes, desafiando la ley de la gravedad de sus propias dolencias, y nadie supo que se iba, se fue con la elegancia con la que disimul¨® la angustia y el dolor pero (como aquella mujer de la que escribi¨® Hemingway) nunca estuvo triste una ma?ana. Y es que hab¨ªa muerto su marido. Era discreta como un secretario de Estado, y locuaz tan solo para disimular con palabras y carcajadas lo que no quer¨ªa que se supiera. Ella ten¨ªa un negocio, dec¨ªa, y eso era incompatible con compartir secretos y con tener m¨¢s amigos que los que cab¨ªan en su agenda chiquita y de bolsillo.
Cuando le dieron a Mario Vargas el Nobel, se desplaz¨® a Estocolmo desafiando la ley de la gravedad de sus propias dolencias
Cuando estuve en su casa, hace algo m¨¢s de un mes, siguiendo ese dictado suyo que convocaba con imperiosidad a la gente, para saber de ellas, para resumir lo que pasaba, para saber m¨¢s de lo que ocurr¨ªa en el periodismo o en la vida, organiz¨® el almuerzo como si estuviera llevando a cabo una obra de ingenier¨ªa. Siempre era as¨ª. Empezaba y acababa bien las cosas, y en aquel momento ya la salud la llamaba imperiosamente al pesimismo, del que nunca hizo gala. Cualquier cosa, la m¨¢s simple, la m¨¢s complicada, ten¨ªa en ella a una experta en algo inasible, casi secreto: la capacidad de ordenar, de poner en su sitio las palabras, las broncas y los sue?os. Esa vez solo so?aba, a?adiendo misterio al futuro. ?Por fin, vender¨¢s la agencia, Carmen? "?Eso te lo voy a decir a ti, que eres periodista!"
Re¨ªa como vi re¨ªr, con tantas ganas, a poca gente; ten¨ªa una memoria que no se basaba tan solo en su capacidad para anotarlo todo todo el tiempo, sino en la intuici¨®n, en la habilidad para juntar un punto con otro y rellenar los vac¨ªos con el interrogatorio eficaz al que te somet¨ªa. No solo ha muerto Carmen Balcells; ha muerto, sobre todo, una inteligencia que no ha conocido muchos pares en el oficio de intermediario entre el talento y el lector; una labor que fue decisiva y que desarroll¨® con un talento feroz y emocionante. Adem¨¢s, y esto parece mentira que se pueda decir de alguien que con tanto filo desarroll¨® el oficio, fue siempre, tambi¨¦n, la alegr¨ªa de la casa, de cualquier casa en la que estuviera.
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