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ADELANTO

¡®Pureza¡¯: un adelanto

Babelia ofrece aqu¨ª un anticipo de la esperada novela de Jonathan Franzen, que sale a las librer¨ªas este jueves

¡ªAy, preciosa, cu¨¢nto me alegro de o¨ªr tu voz ¡ªdijo la madre de la chica por tel¨¦fono¡ª. Me est¨¢ traicionando el cuerpo otra vez. A veces creo que mi vida no es m¨¢s que un largo proceso de traiciones del cuerpo.

¡ªComo todas las vidas, ?no? ¡ªdijo Pip.

Hab¨ªa adoptado la costumbre de llamar a su madre desde Renewable Solutions durante la pausa de la comida. Esto mitigaba en parte su sensaci¨®n de no valer para ese trabajo, de tener un trabajo para el que nadie pod¨ªa valer, o de ser una persona que en realidad no val¨ªa para ning¨²n trabajo; y adem¨¢s, al cabo de veinte minutos, pod¨ªa decir con sinceridad que ten¨ªa que seguir trabajando.

¡ªSe me cierra el p¨¢rpado del ojo izquierdo ¡ªexplic¨® su madre¡ª. Es como si tuviera un peso que tirase hacia abajo, como uno de esos plomos diminutos que usan los pescadores, o algo parecido.

¡ª?Ahora mismo?

¡ªA ratos. No s¨¦ si ser¨¢ par¨¢lisis de Bell.

¡ªSea lo que sea la par¨¢lisis de Bell, estoy segura de que no la tienes.

¡ª?Y c¨®mo puedes estar tan segura, preciosa? Si ni siquiera sabes qu¨¦ es.

¡ªNo s¨¦... Quiz¨¢ porque tampoco ten¨ªas la enfermedad de Graves. Ni hipertiroidismo. Ni melanoma.

No es que Pip se sintiera bien burl¨¢ndose de su madre. Pero su relaci¨®n estaba siempre contaminada por el ?riesgo moral?, una expresi¨®n muy ¨²til que hab¨ªa aprendido en los textos de econom¨ªa. Pip era como un banco demasiado grande para quebrar en el sistema econ¨®mico de su madre, una empleada demasiado indispensable para despedirla por un problema de actitud. Algunos de sus amigos de Oakland ten¨ªan tambi¨¦n padres problem¨¢ticos, pero consegu¨ªan hablar con ellos a diario sin que se dieran momentos de innecesaria rareza, porque incluso los m¨¢s problem¨¢ticos contaban con intereses que iban m¨¢s all¨¢ de un hijo ¨²nico. Por lo que concern¨ªa a su madre, Pip lo era todo.

¡ªBueno, creo que hoy no puedo ir a trabajar ¡ªdijo su madre¡ª. Lo ¨²nico que hace soportable ese trabajo es mi Deber, y no puedo conectar con el Deber teniendo ese ?plomo de pescar? invisible tir¨¢ndome del p¨¢rpado.

¡ªMam¨¢, no puedes volver a faltar. Ni siquiera estamos en julio. ?Y si luego coges la gripe de verdad, o algo parecido?

¡ªY mientras tanto, todo el mundo pensando qu¨¦ hace esta mujer a la que se le est¨¢ cayendo media cara hacia el hombro meti¨¦ndome la compra en la bolsa. Ni te imaginas la envidia que le tengo a tu cub¨ªculo. La invisibilidad que te da.

¡ªNo idealicemos el cub¨ªculo ¡ªdijo Pip.

¡ªEs lo m¨¢s terrible de nuestros cuerpos. Son tan visibles, tan visibles...

Aunque padec¨ªa una depresi¨®n cr¨®nica, la madre de Pip no estaba loca. Se las hab¨ªa arreglado para conservar su empleo de cajera en el New Leaf Community Market de Felton durante m¨¢s de diez a?os y, en cuanto Pip renunci¨® a su manera de pensar y se adapt¨® a la de su madre, pudo seguir a la perfecci¨®n lo que le estaba diciendo. El ¨²nico elemento decorativo de las mamparas grises del cub¨ªculo de Pip era un adhesivo de los que se ponen en los parachoques: ?AL MENOS LA GUERRA CONTRA EL MEDIO AMBIENTE S? QUE VA BIEN.? Los cub¨ªculos de sus colegas estaban recubiertos de fotos y recortes de prensa, pero Pip entend¨ªa el atractivo de la invisibilidad. Adem¨¢s, ?qu¨¦ sentido ten¨ªa instalarse demasiado si cada mes daba por hecho que iban a despedirla?

¡ª?Has pensado un poco c¨®mo quieres no celebrar tu no-cumplea?os?¡ªpregunt¨® a su madre.

¡ªLa verdad, me gustar¨ªa quedarme en la cama todo el d¨ªa con la cabeza bajo las s¨¢banas. No me hace falta ning¨²n no-cumplea?os para acordarme de que me hago vieja. De eso ya se encarga con ¨¦xito el p¨¢rpado.

¡ª?Qu¨¦ te parece si hago un pastel y bajo a verte y nos lo comemos juntas? Suenas un poco m¨¢s depre de lo habitual.

¡ªCuando te veo no estoy depre.

¡ªJa, l¨¢stima que no est¨¦ disponible en forma de p¨ªldora. ?Podr¨ªas con un pastel hecho con estevia?

¡ªNo lo s¨¦. La estevia me produce un efecto extra?o en la qu¨ªmica de la boca. Seg¨²n mi experiencia, no se puede enga?ar a las papilas.

¡ªBueno, el az¨²car tambi¨¦n deja algo de regusto ¡ªdijo Pip, aunque sab¨ªa que era un argumento in¨²til.

¡ªEl az¨²car tiene un regusto amargo que no les provoca ning¨²n problema a las papilas porque existen precisamente para detectar la amargura sin regodearse en ella. Las papilas no est¨¢n para pasarse cinco horas avisando: ??Algo extra?o, algo extra?o!?.

Y eso fue lo que me ocurri¨® la ¨²nica vez que prob¨¦ una bebida con

estevia.

¡ªPero yo te digo que la amargura tambi¨¦n se te queda en la boca.

¡ªSi te tomas una bebida edulcorada y cinco horas despu¨¦s una papila gustativa sigue notando una presencia extra?a es que est¨¢ pasando algo muy malo. ?Sabes que si fumas cristal de metanfetamina, aunque s¨®lo sea una vez, la qu¨ªmica de tu cerebro queda alterada para toda la vida? Pues ¨¦se es el sabor que tiene la estevia para m¨ª.

¡ªSi es una insinuaci¨®n, no me estoy fumando ninguna pipa de metanfetamina.

¡ªYo s¨®lo digo que no me hace falta ning¨²n pastel.

¡ªBueno, ya lo buscar¨¦ de otro tipo. Perdona que te haya propuesto uno que es como veneno para ti.

¡ªNo he dicho que sea veneno. S¨®lo que la estevia tiene un efecto extra?o...

¡ªYa, en la qu¨ªmica de tu boca.

¡ªPreciosa, me comer¨¦ cualquier pastel que me traigas. A m¨ª no me mata el az¨²car refinado, no quer¨ªa molestarte. Cari?o, por favor. No daban por terminada una conversaci¨®n telef¨®nica hasta que cada una dejaba a la otra abatida. El problema, seg¨²n lo ve¨ªa Pip ¡ªla esencia del h¨¢ndicap que sobrellevaba; la presunta causa de su incapacidad para ser eficaz en algo¡ª, era que quer¨ªa a su madre. La compadec¨ªa; sufr¨ªa con ella; se animaba al o¨ªr su voz; su cuerpo le provocaba una atracci¨®n inc¨®moda, que no ten¨ªa nada de sexual; estaba pendiente hasta de la qu¨ªmica de su boca; deseaba que fuera m¨¢s feliz; odiaba hacerla enfadar, le ten¨ªa cari?o. ?se era el enorme bloque de granito plantado en el centro de su vida, la fuente de toda su ira y de aquel sarcasmo que dirig¨ªa no s¨®lo contra su madre sino tambi¨¦n ¡ª¨²ltimamente de forma cada vez m¨¢s perjudicial para ella misma¡ª contra destinatarios mucho menos adecuados. Cuando Pip se enfadaba, no era tanto con su madre como con aquel bloque de granito.

Ten¨ªa ocho o nueve a?os cuando pregunt¨® por qu¨¦ en aquella caba?a en la que viv¨ªan, en un bosque de secuoyas de las afueras de Felton, s¨®lo se celebraba su cumplea?os. Su madre le contest¨® que ella no ten¨ªa cumplea?os; que s¨®lo le importaba el de Pip. Pero ella no dej¨® de incordiar hasta que su madre accedi¨® a celebrar el solsticio de verano con un pastel al que llamar¨ªan de ?no-cumplea?os?. A continuaci¨®n hab¨ªa surgido el asunto de la edad de la madre, que ¨¦sta se hab¨ªa negado a divulgar para limitarse a contestar, con una sonrisa digna de quien expone un koan: ?Tengo la edad suficiente para ser tu madre.?

¡ªYa, pero ?cu¨¢ntos a?os tienes de verdad?

¡ªM¨ªrame las manos ¡ªle dijo¡ª. Si practicas, puedes aprender a calcular la edad de una mujer por sus manos.

Y as¨ª, al parecer por primera vez, Pip mir¨® las manos de su madre. La piel del dorso no era rosada y opaca como la suya. Era como si los huesos y las venas se estuvieran abriendo paso hacia la superficie; como si la piel fuera agua que al retirarse dejara expuestas algunas formas en el fondo de un puerto. Aunque llevaba una melena espesa y muy larga, conten¨ªa algunos mechones grises que parec¨ªan secos, y la piel de la base del cuello era como un melocot¨®n demasiado maduro. Esa noche, Pip se qued¨® despierta en la cama, preocupada por si su madre se iba a morir pronto. Fue su primera premonici¨®n del bloque de granito.

Desde entonces hab¨ªa llegado a desear con fervor que su madre tuviera en su vida un hombre ¡ªo simplemente alguien, fuera cual fuese su condici¨®n¡ª que la quisiera. La lista de candidatos potenciales a lo largo de los a?os inclu¨ªa a Linda, la vecina de la casa de al lado, que tambi¨¦n era madre soltera y tambi¨¦n estudiaba s¨¢nscrito; a Ernie, el carnicero de New Leaf, que tambi¨¦n era vegano; a Vanessa Tong, una pediatra que se encaprich¨® con la madre de Pip hasta el punto de intentar aficionarla a la observaci¨®n de p¨¢jaros; y a Sonny, el manitas con barba de monta?ero, para quien no hab¨ªa trabajo de mantenimiento, por peque?o que fuese, que no justificara todo un discurso sobre los modos de vida de los asentamientos ind¨ªgenas originales. Todos esos personajes del valle de San Lorenzo, de buen coraz¨®n, hab¨ªan vislumbrado en la madre de Pip algo que la hija, en el principio de la adolescencia, hab¨ªa visto y sentido tambi¨¦n: una especie de grandeza inefable. No hac¨ªa falta escribir para ser poeta, no hac¨ªa falta crear nada para ser artista.El Deber espiritual de su madre era en s¨ª mismo una especie de arte: un arte de la invisibilidad. Nunca hubo televisor en la caba?a, ni hubo ordenador hasta que Pip cumpli¨® los doce; la fuente de informaci¨®n principal de su madre era el Santa Cruz Sentinel, que le¨ªa por el peque?o placer cotidiano de dejarse horrorizar por el mundo. Eso, por s¨ª mismo, tampoco era tan original en el valle. El problema era que la madre de Pip transmit¨ªa una silenciosa fe en su propia importancia, o al menos se comportaba como si hubiera sido alguien importante en alg¨²n momento, en aquel pasado anterior a Pip del que siempre se negaba categ¨®ricamente a hablar. Que Linda, la vecina, pudiese comparar a su hijo Damian ¡ªque se dedicaba a cazar ranas y respiraba por la boca¡ª con Pip, tan perfecta y original, m¨¢s que ofenderla la mortificaba. Supon¨ªa que el carnicero quedar¨ªa destrozado para siempre si le dec¨ªa que ol¨ªa a carne incluso despu¨¦s de ducharse; lo pasaba fatal escabull¨¦ndose de las invitaciones de Vanessa Tong, en vez de limitarse a confesarle que los p¨¢jaros le daban miedo, y siempre que aparec¨ªa por el camino la camioneta de Sonny, con aquellas ruedas tan grandes, mandaba a Pip a la puerta mientras ella se escapaba por detr¨¢s y se escond¨ªa entre las secuoyas. El lujo de ser exigente hasta lo imposible se lo conced¨ªa Pip. Lo dejaba claro una y otra vez: Pip era la ¨²nica persona que pasaba la criba, la ¨²nica a quien ella quer¨ªa.

Todo eso se convirti¨® en fuente de una verg¨¹enza insoportable, por supuesto, cuando Pip lleg¨® a la adolescencia. Y para entonces dedicaba ya tanto tiempo a odiar a su madre y castigarla que no le quedaba ni un rato para calcular el perjuicio que aquella falta de inter¨¦s por lo material causaba a sus perspectivas de futuro. No hab¨ªa nadie a su lado capaz de decirle que quiz¨¢ no era una gran idea, si ten¨ªa alguna intenci¨®n de progresar en la vida, graduarse con una deuda de 130.000 d¨®lares por la financiaci¨®n de sus estudios. Nadie le hab¨ªa advertido de que el n¨²mero en el que deb¨ªa fijarse mientras la entrevistaba Igor, jefe del Departamento de Captaci¨®n de Clientes de Renewable Solutions, no eran los ?treinta o cuarenta mil d¨®lares? en comisiones que seg¨²n ¨¦l pod¨ªa acabar ganando incluso el primer a?o, sino los 21.000 que le ofrec¨ªa como salario base, o de que un vendedor tan convincente como Igor pod¨ªa tener tambi¨¦n mucho talento para vender trabajos de mierda a chicas ingenuas de veinti¨²n a?os.

¡ªA prop¨®sito del fin de semana ¡ªdijo Pip, en un tono algo m¨¢s seco¡ª, te advierto que tengo la intenci¨®n de hablar contigo de un asunto que no te gusta nada.

La madre solt¨® una risita que pretend¨ªa ser adorable, para destacar su indefensi¨®n.

¡ªS¨®lo hay un asunto del que no me gusta hablar contigo.

¡ªYa, y de eso precisamente quiero que hablemos. Date por avisada.

Su madre no dijo nada. A esas horas, all¨¢, en Felton, ya se estar¨ªa disipando la niebla, esa bruma cuya desaparici¨®n lamentaba su madre cada d¨ªa porque revelaba un mundo luminoso al que prefer¨ªa no pertenecer. Se le daba mejor practicar el Deber en la seguridad de las ma?anas grises. Ahora llegaba la luz del sol, llena de matices verdes y dorados tras filtrarse entre las diminutas agujas de las secuoyas, y el calor del verano se colaba por las ventanas con mosquiteras del porche donde dorm¨ªan y se derramaba sobre aquella cama de la que Pip se hab¨ªa apoderado en la adolescencia, en plena demanda de intimidad, relegando a su madre a un catre en el sal¨®n hasta que se fue a la universidad y le devolvi¨® la cama. Lo m¨¢s probable era que su madre estuviera practicando el Deber en esa cama en aquel mismo momento. En tal caso, no volver¨ªa a hablar mientras no le dirigiesen la palabra; no har¨ªa m¨¢s que respirar.

¡ªNo es nada personal ¡ªdijo Pip¡ª. No me voy a ning¨²n sitio. Pero necesito dinero y, como t¨² no lo tienes y yo tampoco, s¨®lo se me ocurre un lugar al que acudir para conseguirlo. S¨®lo hay una persona que tiene una deuda conmigo, por muy te¨®rica que sea. As¨ª que lo hablaremos.

¡ªPreciosa ¡ªdijo su madre, en tono triste¡ª, ya sabes que no lo har¨¦. Si necesitas dinero, lo siento, pero no se trata de si me gusta o me deja de gustar. Se trata de si puedo o no puedo. Y no puedo. As¨ª que tendremos que pensar en una soluci¨®n distinta.

Pip frunci¨® el ce?o. Cada tanto sent¨ªa la necesidad de forcejear dentro de la camisa de fuerza circunstancial en que se vio enfundada dos a?os antes, para probar si las mangas le ced¨ªan un poquito m¨¢s de espacio. Y cada vez la encontraba igual de apretada. Segu¨ªa debiendo 130.000 d¨®lares, segu¨ªa siendo el ¨²nico consuelo de su madre. La rapidez y rotundidad con que hab¨ªa quedado atrapada al minuto siguiente de acabar los cuatro a?os de libertad universitaria era sorprendente; de haber podido permit¨ªrselo, se habr¨ªa deprimido.

¡ªBueno, tengo que colgar ¡ªdijo¡ª. Prep¨¢rate para ir al trabajo. Lo m¨¢s probable es que el ojo te moleste porque est¨¢s durmiendo poco. A m¨ª tambi¨¦n me pasa a veces.

¡ª?De verdad? ¡ªpregunt¨® su madre, con mucho inter¨¦s¡ª. ?A ti tambi¨¦n te pasa?

Jonathan Franzen
Jonathan FranzenCarlos Chavarr¨ªa

Aunque sab¨ªa que la llamada se alargar¨ªa, y que probablemente provocar¨ªa que la conversaci¨®n derivara hacia el tema de la herencia gen¨¦tica de las enfermedades, lo cual sin duda le exigir¨ªa a su vez unas cuantas mentiras piadosas, Pip decidi¨® que a su madre le conven¨ªa m¨¢s pensar en el insomnio que en la par¨¢lisis de Bell, aunque s¨®lo fuera porque, tal como ella misma llevaba cuatro a?os se?alando sin el menor ¨¦xito, al menos el insomnio pod¨ªa medicarse. En cualquier caso, la consecuencia fue que cuando Igor asom¨® la cabeza en su cub¨ªculo, a las 13.22 horas, Pip segu¨ªa hablando por tel¨¦fono.

¡ªPerdona, mam¨¢, tengo que dejarte, adi¨®s ¡ªdijo, y colg¨®. Igor le dirigi¨® La Mirada. Era un ruso rubio de barba acariciable y belleza indecente, y la ¨²nica raz¨®n que se le ocurr¨ªa a Pip para explicarse que a¨²n no la hubiera despedido era que disfrutaba pensando en foll¨¢rsela, pero estaba segura de que, si llegaba ese momento, iba a suponer una humillaci¨®n inmediata para ella, porque Igor no s¨®lo era guapo, sino que tambi¨¦n ten¨ªa un sueldo sustancioso, mientras que ella era tan s¨®lo una ni?a cargada de problemas. Y estaba convencida de que ¨¦l tambi¨¦n se daba cuenta.

¡ªLo siento mucho ¡ªse excus¨®¡ª. Me he pasado siete minutos, lo siento. Mi madre ten¨ªa un problema de salud. ¡ªSe qued¨® pensando en lo que acababa de decir¡ª. En realidad, retiro lo dicho, no lo siento nada. ?Qu¨¦ posibilidades ten¨ªa de conseguir una respuesta positiva en un per¨ªodo de siete minutos?

¡ªCre¨ªas que te acusaba ¡ªdijo Igor, con un pesta?eo.

¡ªBueno, si no... ?para qu¨¦ te asomas? ?Por qu¨¦ te quedas mir¨¢ndome?

¡ªSe me ha ocurrido que igual te apetec¨ªa jugar a las Veinte Preguntas.

¡ªCreo que no.

¡ªIntenta adivinar lo que quiero de ti y yo limitar¨¦ mis respuestas a un inocuo ?s¨ª? o ?no?. Que conste en acta: solo s¨ªes, s¨®lo noes.

¡ª?Quieres una denuncia por acoso sexual?

Igor se ech¨® a re¨ªr, como encantado de conocerse.

¡ª?De eso nada! Ya s¨®lo te quedan diecinueve preguntas.

¡ªLo de la denuncia no va en broma. Tengo una amiga que estudia Derecho y dice que s¨®lo con crear la atm¨®sfera id¨®nea ya es suficiente.

¡ªEso no es una pregunta.

¡ª?C¨®mo quieres que te explique la poca gracia que me hace este juego?

¡ªPreguntas de s¨ª o no, por favor.

¡ªPor Dios. L¨¢rgate.

¡ª?Prefieres que hablemos de tus resultados de mayo?

¡ª?Largo! Ahora mismo me pongo a hacer llamadas.

Cuando Igor se march¨®, Pip abri¨® su hoja de llamadas en el ordenador, le ech¨® un vistazo con desagrado y la minimiz¨® de nuevo en la pantalla. En cuatro de los veintid¨®s meses que llevaba trabajando para Renewable Solutions, hab¨ªa conseguido ser s¨®lo la pen¨²ltima, y no la ¨²ltima, en el tablero que contabilizaba los ?puntos de captaci¨®n? que obten¨ªan ella y sus compa?eros de departamento. Tal vez no fuera casual que esa proporci¨®n, cuatro sobre veintid¨®s, pudiera aplicarse tambi¨¦n a la frecuencia con que al mirarse al espejo ve¨ªa a una chica guapa, en vez de alguien a quien acaso podr¨ªa haber considerado guapa si se hubiera tratado de otra persona, s¨®lo que por ser ella misma le resultaba imposible. Desde luego, hab¨ªa heredado algunos problemas corporales de su madre, aunque al menos ella pod¨ªa acogerse a las pruebas aportadas por su experiencia con los chicos. A muchos les resultaba bastante atractiva, pero casi todos terminaban pensando que se hab¨ªan equivocado en algo. Igor llevaba ya un par de a?os intentando descifrarlo. Siempre estaba observ¨¢ndola igual que se observaba ella en el espejo: ?Ayer parec¨ªa guapa, y sin embargo...?

En la universidad, Pip hab¨ªa sacado de alg¨²n lado la idea ¡ªsu mente era como un globo cargado de electricidad est¨¢tica que atra¨ªa cualquier idea que pasara flotando¡ª de que el c¨¦nit de la civilizaci¨®n consist¨ªa en pasar la ma?ana del domingo leyendo un ejemplar impreso de la edici¨®n dominical del New York Times en un caf¨¦. Lo hab¨ªa convertido en un ritual semanal y, a decir verdad, viniera la idea de donde viniese, los domingos por la ma?ana se sent¨ªa m¨¢s civilizada que nunca. Por mucho que hubiera trasnochado y bebido, compraba el peri¨®dico a las ocho en punto, se lo llevaba al Peet¡¯s Coffee, ped¨ªa un bollo y un capuchino doble, se adue?aba de su mesa favorita en un rinc¨®n y se entregaba a un feliz olvido de s¨ª misma durante unas cuantas horas.

El invierno anterior, en Peet¡¯s, se hab¨ªa fijado en un chico flaco y guapo que los domingos celebraba el mismo ritual que ella. Al cabo de unas cuantas semanas, en vez de leer las noticias s¨®lo pensaba en qu¨¦ aspecto tendr¨ªa leyendo si el chico la miraba, o en la conveniencia de alzar los ojos y pillarlo mir¨¢ndola, hasta que qued¨® claro que no tendr¨ªa m¨¢s remedio que buscarse otra cafeter¨ªa o hablar con ¨¦l. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, prob¨® una sugerente inclinaci¨®n de cabeza y a ella misma se le antoj¨® tan evidente y artificial que se llev¨® una sorpresa al comprobar su ¨¦xito. El chico se acerc¨® al instante y se atrevi¨® a proponer que, como los dos coincid¨ªan all¨ª a la misma hora todas las semanas, pod¨ªan empezar a compartir el peri¨®dico y as¨ª salvarle la vida a un ¨¢rbol.

¡ª?Y si los dos queremos leer la misma secci¨®n? ¡ªle pregunt¨® Pip, con cierta antipat¨ªa.

¡ªT¨² ven¨ªas antes que yo ¡ªrespondi¨® el chico¡ª, as¨ª que tienes derecho a elegir primero.

Luego se quej¨® de que sus padres, en College Station, Texas, ten¨ªan la derrochadora costumbre de comprar dos ejemplares del Times del domingo para evitar pelearse por las secciones. Pip, como un perro que del lenguaje humano apenas reconoce su nombre y cinco palabras sencillas, s¨®lo oy¨® que la familia del chico era normal, con padre y madre y dinero para derrochar.

¡ªLo que pasa es que este rato es m¨¢s o menos el ¨²nico que tengo en toda la semana para estar a solas ¡ªobjet¨®.

¡ªLo siento ¡ªrespondi¨® el chico, dando marcha atr¨¢s¡ª. Me hab¨ªa parecido que quer¨ªas decirme algo.

Pip no sab¨ªa c¨®mo no ser antip¨¢tica con los chicos de su edad que se interesaban por ella. En parte se deb¨ªa a que la ¨²nica persona del mundo que le merec¨ªa confianza era su madre. Gracias a sus experiencias en el instituto y en la universidad, hab¨ªa aprendido que cuanto m¨¢s ?buen t¨ªo? era el chico, m¨¢s doloroso resultaba para ambos cuando descubr¨ªa que Pip era mucho m¨¢s complicada de lo que ¨¦l, enga?ado por la simpat¨ªa de ella, hab¨ªa cre¨ªdo al principio. En cambio, a¨²n no hab¨ªa aprendido a no desear que los dem¨¢s fueran simp¨¢ticos con ella. Los ?malos t¨ªos? eran especialmente h¨¢biles para detectar y explotar ese rasgo, de manera que no pod¨ªa fiarse ni de los buenos t¨ªos ni de los malos t¨ªos, y, encima, no se le daba demasiado bien distinguir entre esas dos categor¨ªas hasta que se met¨ªa en la cama con ellos.

¡ªA lo mejor podemos tomarnos un caf¨¦ en alg¨²n otro momento ¡ªdijo al chico¡ª. Que no sea el domingo por la ma?ana.

¡ªClaro ¡ªrespondi¨® ¨¦l, poco convencido.

¡ªPorque ahora que ya hemos hablado no hace falta que sigamos mir¨¢ndonos. Podemos pasar a leer cada uno su peri¨®dico, como tus padres.

¡ªMe llamo Jason, por cierto.

¡ªYo, Pip. Y ahora que cada uno sabe c¨®mo se llama el otro, s¨ª que no necesitamos seguir mir¨¢ndonos. Yo puedo pensar: ?Ah, pero si es s¨®lo Jason.? Y t¨²: ?Ah, pero si s¨®lo es Pip.?

Jason se ech¨® a re¨ªr. Result¨® que ten¨ªa una licenciatura de Matem¨¢ticas por Stanford y estaba viviendo el sue?o de doctorarse en Exactas, trabajaba en una fundaci¨®n que promov¨ªa la educaci¨®n matem¨¢tica en Estados Unidos, y pretend¨ªa escribir mientras tanto un libro de texto con la esperanza de que contribuyera a revolucionar la ense?anza de Estad¨ªstica. Al cabo de un par de citas decidi¨® que le gustaba lo suficiente para acostarse con ¨¦l antes de que uno de los dos saliera herido. Si esperaba demasiado, Jason descubrir¨ªa el l¨ªo que ten¨ªa armado entre sus deudas y sus obligaciones y saldr¨ªa corriendo. O ella se ver¨ªa obligada a decirle que ten¨ªa sus sentimientos m¨¢s profundos comprometidos con un tipo mayor que no s¨®lo se negaba a creer en el dinero ¡ªni en la idea de moneda legal, ni en su mera posesi¨®n¡ª, sino que encima estaba casado.

Para no parecer excesivamente reservada, cont¨® a Jason lo del ?trabajo? voluntario sobre el desarme nuclear que hac¨ªa en sus horas libres, y result¨® que ¨¦l sab¨ªa mucho m¨¢s que ella sobre el asunto, pese a que no hab¨ªa ?trabajado? en eso, y Pip se puso un poquito agresiva. Por suerte, era un gran conversador, le entusiasmaban Philip K. Dick y ?Breaking Bad?, las nutrias de mar y los pumas, la aplicaci¨®n de las matem¨¢ticas en la vida cotidiana y, sobre todo, su m¨¦todo geom¨¦trico de pedagog¨ªa de la estad¨ªstica, tan bien explicado que ella casi consegu¨ªa entenderlo. En su tercera cita, en un localucho de fideos donde se vio obligada a fingir que no ten¨ªa hambre porque a¨²n no le hab¨ªa llegado la ¨²ltima paga de Renewable Solutions, Pip se encontr¨® en una encrucijada: atreverse a entablar amistad o batirse en retirada hacia la seguridad que ofrec¨ªa el sexo pasajero.

Pureza. Jonathan Franzen. Traducci¨®n de Enrique de H¨¦riz. Salamandra. Barcelona, 2015. 704 p¨¢ginas. 24 euros

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