Misterioso encuentro en Santiago
En 1956 Aurora Bern¨¢rdez viaj¨® a Galicia con Julio Cort¨¢zar, su marido. En este texto in¨¦dito y p¨®stumo cuenta aquella visita
Llegamos esa ma?ana a Santiago, despu¨¦s de un viaje deprimente en la Renfe, con olor a caspa y sue?o en los ra¨ªdos asientos de felpa. Todav¨ªa nos duraba la sensaci¨®n de casi pesadilla de Astorga, en esa plaza endomingada, llena de hombres y mujeres retacones hablando a gritos y mir¨¢ndonos pasar como si nos hubi¨¦ramos escapado de un tratado de escatolog¨ªa. Y el mazacote color gris plomo, con una sustancia herrumbrosa, cori¨¢cea, que pasaba por ser un sandwich, un bocadillo, perd¨®n, de jam¨®n. Ni siquiera nos fue bien con las mantecadas; eran simples bizcochuelos, y no esa sustancia fr¨ªa, que se desmorona en la boca con un estallido suave y perfumado, como la que hab¨ªamos comido en Madrid.
Quiz¨¢ por ese mismo horror provinciano, gris, casi infernal a fuerza de mediocre, fuimos m¨¢s sensibles a la belleza un poco disparatada de su catedral bastante derruida, con un aire a lo Cocteau, a un costado de la ciudad al que se llega por calles de tierras desiertas, entre corralones y aire de domingo por la tarde. O al palacio abandonado de Gaud¨ª que est¨¢ tan nuevo que nos pareci¨® un pastiche. Por suerte, antes de llegar a Santiago, estuvo el regalo del Mi?o verde, egl¨®gico, y de Redondela desde lo alto con sus pinos y su mar azul meti¨¦ndose sinuoso en la tierra. Hasta el caf¨¦ con leche nos pareci¨® bueno en la fonda de la estaci¨®n y creo que Julio ni siquiera not¨® que estaba sin colar, ¨²nica cosa en el mundo que es capaz de hacerle olvidar el mar, los pinos, las viejas piedras.
Pero en Santiago no llov¨ªa y hasta hab¨ªa sol, y nos metimos en el mejor hotel, o casi, pues despu¨¦s descubrimos el Hostal de los Reyes Cat¨®licos, donde de todas maneras no hubi¨¦semos ido, pues supongo que es preciso lucir por lo menos el emblema de Falange para que a uno lo dejen entrar. Era casi un poco pretencioso, casi demasiado bello all¨ª, al costado de la explanada de piedra, haci¨¦ndose orgullosamente a un lado, como un gran duque que es, de nacimiento, m¨¢s viejo, m¨¢s pura sangre que el rey, ese rey que dominaba entre los santos un poco pintarrajeados como por los chicos en lo alto del portal. Pero all¨ª llegamos m¨¢s tarde, despu¨¦s de dejar las valijas en el cuarto con dos grandes ventanas y espesas cortinas rojas de felpa (y sigue la felpa, pero esta vez pulcra y casi nueva). Y de mirar el gran ba?o blanco, sin olor, sin huellas de anteriores pasajeros. Subimos por la calle del General Franco, y doblamos en seguida a la plaza del Toural y a la r¨²a del Villar.
Mi padre hablaba de las merluzas gallegas con esa nostalgia pura y sentimental que nos une a los primeros sabores
Empezaba la Santiago de las tarjetas postales, con sus grandes losas grises h¨²medas, sus portales oscuros, y el gallego sonando dulcemente en mi o¨ªdo, y yo que me sent¨ªa tan conmovida, tan cerca de mis ra¨ªces, de mi padre, de mi casa. Naturalmente, antes que nada hay que ver la catedral. Y donde hay una catedral de siete siglos, no hay modo de perder el camino, todas las calles conducen a ella. Es el centro de la rosa, el coraz¨®n del alcaucil, el eje de la rueda. Antes la fe, ahora la arqueolog¨ªa o el aburrimiento (que es el otro nombre del turismo) conducen a ella. Por suerte llegamos modestamente, acerc¨¢ndonos a su costado, como si supi¨¦ramos que a esas grandes presencias no se puede acceder de frente, pues hay que recibir el golpe esquiv¨¢ndolo, arrim¨¢ndose a las paredes, mir¨¢ndolas de soslayo y un poco como quien se distrae con las vitrinas de los plateros y las santer¨ªas, con la vida de santa Olalla y el salero en forma de pote gallego y el cenicero que es la concha de Santiago. As¨ª, como disimulando, y para que no se nos vea llorar y no tengamos que caer imp¨²dicamente de rodillas porque el milagro est¨¢ all¨ª funcionando siempre sin las colas de lisiados de Lourdes. Sin las fotos de ni?as estigmatizadas en L¡¯Epoca o La Domenica del Corriere. Sigue all¨ª funcionando para nosotros, incr¨¦dulos por miedo, por flojera, por vanidad. Por suerte no todos, pero esto queda para m¨¢s adelante.
Subimos lentamente la escalera y nos llovi¨® entonces desde lo alto del portal, esa lluvia fragmentada de belleza que es el puzzle del p¨®rtico de las Plater¨ªas. Puzzle donde nadie se ha ocupado de juntar exactamente las piezas, pero que por esa ley evidente que rige en todas las ruinas (esa ley del orden en la destrucci¨®n de la creaci¨®n de nuevos valores en el desmoronamiento que habr¨ªa que pensar despacio, si hubiera tiempo y ganas de pensar), daba por resultado una belleza m¨¢s pura, como natural, como nacida de la piedra misma que brotara, no como en un jard¨ªn, sino en un bosque donde las ramas crecen hermosamente como quieren, sin ocuparse de la simetr¨ªa de los senderos, ni de las distintas alturas de los macizos. Aquello no hab¨ªa sido pensado por nadie, se hab¨ªa pensado solo y hab¨ªa crecido con su ritmo particular, personal, interno. A m¨ª me fascinaba separar las piezas del puzzle, cada una de ellas en otro perfecto organismo que respiraba solo y por su cuenta, sin quitar sin embargo el aire a los dem¨¢s. Y cantaba en una polifon¨ªa perfecta, bajo la direcci¨®n del ta?edor de arpa infatigable que recibe a la derecha a quienes se le arrimen.
Mientras est¨¢bamos all¨ª en ese estado, sentados en la balaustrada de la escalera, lleg¨® un grupo de turistas con un gu¨ªa rubio y alto, que hablaba un ingl¨¦s un poco raro, pero no de espa?ol. Entraron y cuando salieron todav¨ªa est¨¢bamos all¨ª, esperando verlos de vuelta para entrar nosotros, como si no cupi¨¦ramos todos dentro. Al salir por el p¨®rtico de las Plater¨ªas, el gu¨ªa rubio estaba all¨ª con un librito en la mano. Nos detuvimos un rato todav¨ªa, yo quer¨ªa sacarle a J. una foto junto al David. Est¨¢bamos locuaces los dos, entusiasmados. El hombre nos miraba sonriendo pero sin acercarse. Por fin, tantas exclamaciones lo sacaron de su silencio.
Empezaba la Santiago de las tarjetas postales, con sus grandes losas grises h¨²medas, sus portales oscuros, y el gallego sonando dulcemente en mi o¨ªdo, y yo que me sent¨ªa tan conmovida, tan cerca de mis ra¨ªces
¨DS¨ª, es hermoso ¨Ddijo en buen espa?ol pero con un acento raro¨D. Pero no se puede comparar con el de la Gloria.
Le dijimos que no lo hab¨ªamos visto, que lo reserv¨¢bamos para el final, y entramos en la catedral para salir por el P¨®rtico de la Gloria. All¨ª estaba otra vez el gu¨ªa solo, con su librito en la mano. Yo tuve la impresi¨®n de que quer¨ªa pescarnos a la fuerza, como para siempre, y esquiv¨¦ su sonrisa de iluminado. Julio, m¨¢s amable, conversaba con ¨¦l y a las pocas frases me di cuenta de que sus palabras eran desinteresadas. Nos dijo que adoraba el Gran Cristo que muestra sus llagas y la figura sonriente de David y el Santo dos Croques gastado por las frentes de los j¨®venes compostelanos. Nos conmovi¨® su exaltaci¨®n; hablaba del P¨®rtico como, casi, de la obra de su vida; estaba tan compenetrado con ¨¦l que era como si hubiese salido de sus manos. Nos sorprendi¨® este fervor en un gu¨ªa profesional, y lo dejamos entregado a una contemplaci¨®n absorta de esas figuras que sin embargo conoc¨ªa ya de memoria.
Lament¨¦ la idea de subir a la torre; el fin el mundo visto desde arriba es siempre igual, las diferencias solo se perciben cuando se est¨¢ al mismo nivel de las cosas
Yo ten¨ªa ganas de salir de all¨ª y echar un vistazo a la ciudad. Y adem¨¢s ten¨ªa hambre, hambre de pulpo, de sardinas asadas, sabores de mi infancia de banquetes familiares en largos patios argentinos sombreados de parras; y adem¨¢s sabores m¨ªticos: los centollos, las enormes merluzas gallegas de que hablaba mi padre con esa nostalgia pura y sentimental que nos une a los primeros sabores, la misma que despertaba en m¨ª el olor dulce y tierno de la harina lacteada que com¨ªa a los dos a?os. Nostalgia m¨¢s que de un sabor, de un sentimiento de paz, de armon¨ªa, de seguridad que perdimos muy poco despu¨¦s al ingresar en el bife con pur¨¦, al abandonar los pa?ales por la bombacha casi adulta. Pero ?c¨®mo hablar de estas mezclas de sabores y sentimientos cuando ya lo hizo Proust y nada m¨¢s se puede a?adir?
Encontramos todo: las sardinas, los centollos, la merluza. Y yo los com¨ª pensando en mi padre, comulgando con ¨¦l a trav¨¦s de estas marinas y profanas especies, con sus pobres huesos inm¨®viles ya tan lejos de all¨ª en una profunda b¨®veda de la Chacarita donde nada puede descender.
Despu¨¦s vino el vagabundear por la ciudad que se termina en seguida y descubrir el p¨®rtico del Home Santo y el portal de San F¨¦lix de Solovio, y luego otra vez a la plaza Mayor frente al austero esplendor del palacio de Gelm¨ªrez, y el p¨®rtico de la catedral. Solo, sentado en un umbral estaba el gu¨ªa. Nos salud¨® y se puso a charlar con nosotros. Nos pregunt¨® si ya hab¨ªamos subido a la torre. Se ver¨ªa todo el delicado paisaje hasta muy lejos en un d¨ªa tan claro. No, no hab¨ªamos subido todav¨ªa, pero ¨ªbamos a hacerlo en seguida. Y fuimos. El guardi¨¢n viv¨ªa en la torre; era sastre y aspirante a santo, por lo visto, pues llevaba debajo de la camisa vieja y ra¨ªda, un cilicio que le asomaba por el cuello. Curiosa esa cara tosca de campesino, ese cuerpo fuerte y retac¨®n, deseoso de martirio. Nunca lo hubiera dicho. Quiz¨¢ era el precio que deb¨ªa pagar por el alquiler de la torre; al fin hay quien paga por mucho menos que la torre de la catedral de Santiago un precio mucho m¨¢s alto que el cilicio.
La torre era una torre de verdad, con una escalera sinuosa en los tramos m¨¢s altos, donde era de madera crujiente y con un pasamanos fr¨¢gil, y por momentos apenas una cuerda. Lament¨¦ la idea de subir hasta all¨ª; el fin el mundo visto desde arriba es siempre igual, las diferencias solo se perciben cuando se est¨¢ al mismo nivel de las cosas, un poco de igual a igual. Cuando uno se encarama todo se ve igualmente peque?o, igualmente reducido a meros planos decorativos. Todo pierde su amenaza, su fuerza, su patetismo. Todo se vuelve pl¨¢cido, paradis¨ªaco, falso. Esto me lo dec¨ªa a m¨ª misma antes de llegar a lo alto y provocar un revuelo de palomas y acercarme a las enormes campanas hinchadas de sonidos y perder la vista en una lejan¨ªa de verdes tierras bien compuestas. El torrero sastre nos se?al¨® los pueblos que rodeaban Santiago, pero yo no o¨ªa nada, apenas me quedaba voluntad para otra cosa que para mirarle el cilicio. Tanto que no me di cuenta de la llegada del gu¨ªa rubio. Se salud¨® con el torrero como si fueran viejos amigos. En ese momento me pregunt¨¦ si debajo de la camisa celeste impecable del gu¨ªa no hab¨ªa tambi¨¦n un cilicio. Ten¨ªa los ojos azules, tan claros que eran casi como dos agujeros vertiginosos. Hund¨ª la mirada en el paisaje gallego con verdadero deleite, con fruici¨®n. Nos pregunt¨® si nos gustaba. Claro que nos gustaba, ?c¨®mo pod¨ªa ser de otra manera? ?l no se explicaba c¨®mo hab¨ªa hecho para vivir antes de llegar a Santiago. Era alem¨¢n, de Munich. En unas vacaciones decidi¨® irse a Espa?a. Ya conoc¨ªa Andaluc¨ªa y Castilla, pero Galicia era una novedad para ¨¦l. As¨ª fue como lleg¨® a Santiago una ma?ana de agosto. Y no pudo desprenderse de all¨ª, pues hab¨ªa encontrado a su ¡°maestro¡±. Y no le alcanzar¨ªa la vida entera para aprender la lecci¨®n.
El guardi¨¢n viv¨ªa en la torre; era sastre y aspirante a santo, por lo visto, pues llevaba debajo de la camisa vieja y ra¨ªda, un cilicio que le asomaba por el cuello.
A pesar de su desagradable expresi¨®n de obseso, de su cortes¨ªa tan germ¨¢nica, sent¨ª que empezaba a tomarle simpat¨ªa. Qu¨¦ diablo, no son tantos los que cambian de residencia por la hermosa cara de un Cristo del siglo XII. No son tantos los que un d¨ªa descubren su modesta vocaci¨®n de adoradores de la belleza, y ceden definitivamente a ella. El hombre se ganaba la vida ense?ando ingl¨¦s y alem¨¢n. Bajamos juntos, y con una sensaci¨®n de v¨¦rtigo que llegaba casi a la n¨¢usea, J. con prudencia y ayud¨¢ndome, y el gu¨ªa adelante, siempre hablando con sus ojos casi incoloros, desliz¨¢ndose r¨¢pidamente por los min¨²sculos pelda?os, casi como una ara?a en su tela. Describ¨ªa minuciosamente los detalles del p¨®rtico; era casi como si hubiera salido de sus manos, y de haber sido franc¨¦s y no alem¨¢n yo hubiese pensado en una reencarnaci¨®n del ma?tre Mathieu. Ma?tre Mathieu convertido en ara?a de la torre de su catedral, para estar m¨¢s cerca de su Cristo. El hombre me era cada vez m¨¢s simp¨¢tico.
Por la noche en el hotel, hablamos largo rato de ¨¦l. Naturalmente al d¨ªa siguiente lo encontramos de nuevo en la catedral y nos saludamos como viejos amigos. Nos pregunt¨® si tambi¨¦n nosotros hab¨ªamos decidido quedarnos, pero ?qu¨¦ lecciones ¨ªbamos a dar all¨ª?, le respondimos. Por no decirle (para no herir su fervor de ne¨®fito) que no cre¨ªamos, h¨¦las, en su ¡°maestro¡±, y que nos volv¨ªamos en busca de las lecciones cu¨¢nto m¨¢s profundas de Notre-Dame de Par¨ªs. Y as¨ª fu¨¦. Llegamos a Par¨ªs y nos trag¨® el trabajo, y nos trag¨® el teatro, la pintura y toda la fr¨ªvola intelectualidad de ese mundo fascinante. A veces nos acord¨¢bamos de Santiago y del gu¨ªa, y a m¨ª se me iba borrando su cara, su figura, y solo me quedaba sus ojos incoloros de fan¨¢tico, de ¨¦xtasis, ojos que miran para adentro, y su descenso por la escalera de la torre.
Un d¨ªa charl¨¢bamos con Bonet de Santiago, de la catedral, del p¨®rtico de la Gloria. ?l ha nacido all¨ª y all¨ª ha vivido casi permanentemente. Nos acordamos del gu¨ªa. Naturalmente lo conoc¨ªa y conoc¨ªa su nombre y su edad y mil cosas m¨¢s de su vida. Ulrico M., 43 a?os, exfuncionario de Berl¨ªn. Hablamos de su pasi¨®n por Santiago. Bonet nos dijo que se necesitar¨ªa mucha m¨¢s devoci¨®n que la de Ulrico M. por su maestro para redimir su negr¨ªsimo pasado. Le sorprendi¨® que no lo hubi¨¦ramos sospechado.
? Sucesi¨®n Aurora Bern¨¢rdez, 2015
Aurora Bern¨¢rdez fue traductora de autores como Albert Camus e Italo Calvino. Viuda de Julio Cort¨¢zar, falleci¨® en Par¨ªs el 8 de noviembre de 2014 a los 94 a?os.
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