Viva la danza de la muerte

La vida en las econom¨ªas capitalistas, como una carrera en la que solo sobreviven los m¨¢s fuertes o un marat¨®n de baile en el que hay sitio tan solo para una pareja ganadora. En este Danzad malditos, adaptaci¨®n lib¨¦rrima de la pel¨ªcula cuasi hom¨®nima de Sidney Pollack y de la novela precedente de Horace McCoy, hay una atm¨®sfera Gran Depresi¨®n muy actual: la ropa evoca la de aquella ¨¦poca, pero tambi¨¦n la de los nietos que hoy echan mano del fondo de armario de sus abuelos y de la pensi¨®n de sus padres. No es tanto la Norteam¨¦rica de Steinbeck lo que se muestra, como un lugar fuera del tiempo, una verbena siniestra o la antesala de un matadero industrial por el que desfila circular y mec¨¢nicamente, durante el pr¨®logo y el ep¨ªlogo, todo el espectro humano, bien encarnado por una pl¨¦yade de actores con f¨ªsicos tirando a comunes, corrientes y molientes, como nos gustar¨ªa verlos m¨¢s a menudo en nuestros escenarios.

En Danzad malditos, lo que queda del filme original parece corro¨ªdo por el ¨¢cido; sus fotogramas, parcialmente velados, y sus personajes, presos del furor y la desolaci¨®n, frutos ambos del tiempo transcurrido sin haber experimentado mejora social perceptible. Qui¨¦n espere ver bonitas danzas, como en Le Bal, de Ettore Scola, se encontrar¨¢ una versi¨®n contempor¨¢nea y viva de las Danzas de la Muerte medievales. El espect¨¢culo de F¨¦lix Estaire y Alberto Velasco deja poso y gusta m¨¢s en el recuerdo, luego algo tiene de esencial. El trabajo a tumba abierta de los 14 int¨¦rpretes y el arriesgado amplio margen de azar que se les deja (cada d¨ªa forman parejas distintas y las rondas de eliminaci¨®n se suceden de manera cambiante) hacen de esta funci¨®n una experiencia singular.