Lee el comienzo de ¡®Paris-Austerlitz¡¯
Babelia ofrece un fragmento de la novela p¨®stuma de Rafael Chirbes, que publica Anagrama
De noche, ya tarde, acud¨ªa al bar de los ma?rroqu¨ªes. Lo hab¨ªa frecuentado con ¨¦l. Pero aho?ra Michel no estaba entre los escasos clientes que segu¨ªan bebiendo a aquellas horas. Se hab¨ªa mu?dado a una ciudad paralela. Desde la cocina de mi casa, ve¨ªa el patio mal iluminado, y, al fondo, hundida en sombras, la ventana del cuarto que hab¨ªamos compartido. Procuraba no pensar en ¨¦l, metido a aquellas horas en la habitaci¨®n del hospital, la v¨ªa intravenosa perfor¨¢ndole el dorso de la mano, la mascarilla tap¨¢ndole la cara. A pe?sar de los sedantes que le suministraban ¨C o a causa de ellos¨C ten¨ªa pesadillas. Dec¨ªa que lo ata?ban a la cama y le obligaban a contemplar cosas espantosas en una pantalla que le colocaban por las noches en la habitaci¨®n. Sufr¨ªa alucinaciones. Qu¨¦ pod¨ªan proyectarle, si al mismo tiempo se quejaba de que apenas ve¨ªa, aunque yo nunca he dejado de sospechar que haya habido alguna ver?dad en lo de que lo ataban. Imagino que ¨C sobre todo al principio¨C no ha debido de ser f¨¢cil con?trolar sus accesos de furor; adem¨¢s, muchos sani?tarios tratan a los enfermos de la plaga con una mezcla de asco, crueldad y desprecio. A todos nos desquicia el misterioso comportamiento del mal, su ferocidad. A todos nos asusta.
No me dirig¨ªa nadie la palabra, a pesar de mis esfuerzos por entablar conversaci¨®n. Me mi?raban con desconfianza, quiz¨¢ porque, aunque cuando acud¨ªa all¨ª iba vestido con pantal¨®n va?quero, chupa de cuero o anorak, durante el d¨ªa me ve¨ªan recorrer la calle de vuelta del trabajo o guardar cola en la panader¨ªa o ante el puesto de verduras cubierto con un riguroso abrigo de pa?o azul, chaqueta y corbata; un tipo que ha?blaba un franc¨¦s aprendido en el Lyc¨¦e fran?ais de Madrid, con apoyo de profesores nativos de pago, y perfeccionado en colegios de Burdeos y Lausanne, no ten¨ªa que hacerles mucha gracia que pisara el bar. Estaban convencidos de que yo era un polic¨ªa del departamento de estupefacien?tes, o de la brigada de inmigraci¨®n; un curioso que quer¨ªa meter las narices para oler la porque?r¨ªa dondequiera que la tuviesen guardada; en el mejor de los casos, un periodista o algo as¨ª, al?guien que poco ten¨ªa que ver con su mundo, o ¨C peor a¨²n¨C que pertenec¨ªa a un mundo que pe?leaba contra el suyo. En aquel bar, discreto, es?quinado, que pasaba desapercibido para la mayo?r¨ªa de la gente del barrio por encontrarse en un peque?o pasadizo lateral, se traficaba, se consu?m¨ªa, se compraba y vend¨ªa coca¨ªna y hach¨ªs, car?ne humana de todos los sexos y edades y mano de obra en todos los estadios de la ilegalidad. Por fuerza ten¨ªan que preguntarse qu¨¦ hac¨ªa un tipo como yo recorriendo los oscuros laberintos en los que se extraviaba Michel los ¨²ltimos meses. El chico bien vestido que acompa?a al obrero borracho Michel. Que se folla al borracho Mi?chel. Que seguramente le paga porque es un rico vicioso que se excita con los marginados. Los hay. Olisquean en los t¨²neles del metro, en los muelles del r¨ªo. Buena parte del santoral cat¨®lico se nutre de ese tipo de pervertidos. Que te excite la pobreza ajena, descubrir un rescoldo de la energ¨ªa subyacente donde se ha consumado la derrota y querer sorberlo, apropiarse de ese ful?gor: una caridad corrompida. Aunque imagino que para los del bar el razonamiento era bastante m¨¢s f¨¢cil: el sopl¨®n que se pega a Michel para es?piarnos a nosotros.
Hab¨ªan presenciado las veces que lo agarraba por el codo y me lo llevaba poco menos que a ras?tras porque se ca¨ªa y les dec¨ªa impertinencias a clientes y camareros. Sin embargo, a ¨¦l nunca lo miraban con desconfianza, le soportaban las bo?rracheras, respond¨ªan a sus imprecaciones con bromas y frases de doble sentido, qu¨¦ te pasa, Mi?chel, ?necesitas un puntazo esta noche? Ven, ven aqu¨ª, conozco a un bombero, ven, te lo presento, y Michel se re¨ªa, y le daba una palmada en el co?gote al gracioso, y dos besos, y el tipo se iba con ¨¦l a cualquier parte. Otras veces el due?o, o los camareros, lo dejaban acodado a una mesa des?pu¨¦s del cierre, borracho o dormido, y los clientes lo despertaban, lo invitaban a irse con ellos a se?guir tomando copas ¨C o lo que fuera¨C en otro si?tio, a perderse entre las sombras del Bois, o en casa de alguien. Creo que, en el mundo de la no?che, existe un respeto ¨C incluso cierta admiraci¨®n¨C por el hombre maduro que trasnocha, liga y toma drogas y alcohol como si siguiera teniendo veinte a?os. Lo que viniendo de cualquier otro les hu?biera irritado, los hubiera llevado a intervenir con dureza o incluso con violencia, se lo toleraban a ¨¦l. Quien no lo conociera pod¨ªa pensar que for?maba parte del grupo de matones; que era uno de los que se ganaban una copa suplementaria por coger de los hombros y arrastrar hasta la puerta de salida al imb¨¦cil que se pon¨ªa impertinente con el camarero, o con su vecino de barra. A su edad, segu¨ªa siendo un tipo corpulento que trans?mit¨ªa m¨¢s sensaci¨®n de fuerza que de decadencia.
Pero Michel no formaba parte del grupo de matones. Los despreciaba. Se mov¨ªa al margen, lo saludaban con algo parecido al respeto, pero pasa?ba entre ellos como pasaba a trav¨¦s de las paredes aquel personaje del cine franc¨¦s de los a?os cin?cuenta que se llamaba Garou-Garou. Ni siquiera gozaba de un estatuto especial ¨C carne poderosa, temida o deseada, algo as¨ª¨C como en alg¨²n mo?mento pude llegar a pensar, imagino que espolea?do por los celos. S¨®lo que Michel no era rico ni confidente de la polic¨ªa ni periodista: era uno de ellos. Cada uno sabe d¨®nde est¨¢ el otro y a qu¨¦ se dedica, me dec¨ªa las primeras veces que me llev¨® all¨ª, al poco tiempo de conocernos. A ti te parece poco elegante el ambiente, y hasta peligroso, je, te acojonas, louche, lo llamas, y se re¨ªa: Monsieur ne les trouve pas a la hauteur, pero es mi mundo. De uno que es como t¨² no temes nada, ni abusas, sa?bes protegerte de ¨¦l, y en cierto modo lo proteges: te lo tiras y ya est¨¢.
Y, sin embargo, nadie me pregunt¨® por ¨¦l cuando dej¨® de acudir. Estuvo con nosotros y ya no aparece: en una frase de ese estilo pod¨ªa resu?mirse la idea (dig¨¢moslo as¨ª) de aquellos indife?rentes lot¨®fagos. Vincennes es en apariencia un tranquilo barrio ocupado por obreros acomoda?dos, vecinos de tercera o cuarta generaci¨®n, jubi?lados que consumen los r¨¦ditos de decenas de miles de horas de vida laboral; y, en lo alto de la pir¨¢mide, una burgues¨ªa que se supone asentada, y a cuyos atildados miembros ¨C orondo se?or con sombrero blando y pajarita, imponente matrona o petite vieille recroquevill¨¦e, vestida de Dior y ma?quillada con Chanel (o al rev¨¦s)¨C saludan pompo?samente panaderos, verduleros, queseros y emplea?dos de banca. Aunque si uno conoce el barrio como yo he llegado a conocerlo durante estos meses pasados, descubre discretamente ocultas no pocas zonas de sombra: bolsas de miseria con?centradas en desvanes y patios que un d¨ªa fueron almacenes, cuadras y talleres, y cuyas dependen?cias han sido habilitadas como dudosas viviendas en las que se aprietan familias asi¨¢ticas o nortea?fricanas, jubilados en situaci¨®n de quiebra que se ven en apuros para pagar la calefacci¨®n, gente en el filo, tipos a quienes las sombras se tragan sin que nadie los eche de menos. Michel: Paris c¡¯est comme ?a, chacun pour soi. La gente en fuga hacia arriba constituye la excepci¨®n: los que ascienden en la escala social y se mudan a zonas de la ciu?dad mejor consideradas, conjuntos residenciales del oeste, apartamentos rehabilitados en los dis?tritos del centro. Algunos hay, no digo yo que no (estuve a punto de ser uno de ¨¦sos), pero la ma?yor¨ªa de los desaparecidos son tipos en ca¨ªda li?bre, desalojados de tabucos sin ventanas o con ventana ¨²nica a patio interior y retrete com¨²n en el descansillo de la escalera, que se pierden en al?g¨²n lugar miserable de la banlieue, o en los pasa?dizos del metro. As¨ª, ventana ¨²nica en h¨²medo patio interior y retrete com¨²n en el descansillo, era la vivienda de Michel. Aunque no, exagero un poco, no era tan pat¨¦tico el apartamento, es verdad que el retrete estaba en el descansillo, pero era de uso individual, la escalera no llevaba a ninguna otra vivienda: en aquella especie de hangar trasero, por encima s¨®lo quedaba el teja?do, en invierno placa frigor¨ªfica y en verano pa?rrilla. De noche, desde la parte trasera de mi casa, pod¨ªa ver ¨C sombra negra, ojo cegado¨C la ventana de su habitaci¨®n. Antes de ingresar en el hospital de modo permanente (hubo tres o cua?tro internamientos previos, para tratarle la neu?mon¨ªa) me hab¨ªa dejado una llave y las primeras semanas que estuvo hospitalizado yo entraba otra vez en aquel cuarto para regar las plantas, recoger alguna prenda que me solicitaba, y la correspon?dencia: recibos, propaganda, extractos bancarios.
Por entonces yo hab¨ªa empezado a padecer insomnios. Notaba hormigueos en brazos y pier?nas, picores, y cierta noche, al desnudarme para meterme en la cama, descubr¨ª que ten¨ªa el pecho y los brazos cubiertos por unas manchas rosadas. Pens¨¦ que Michel me hab¨ªa contagiado la enfer?medad. Me resultaba especialmente angustioso el momento en que iba a acostarme, cuando, a so?las en la habitaci¨®n, a medida que me desnudaba aparec¨ªan a la vista las manchas en la piel. Ante el espejo del ba?o, me fijaba en las que brotaban en el pecho, y luego giraba la mitad superior del cuerpo y, en ese escorzo, intentaba ver las que ocupaban la espalda. No me atrev¨ªa a acudir a un m¨¦dico, y ni siquiera sab¨ªa a qui¨¦n pod¨ªa pre?guntarle, sin levantar sospechas, si exist¨ªa alg¨²n laboratorio en el que pudieran hacerme las prue?bas y donde no quedase ninguna constancia. No confiaba ni conf¨ªo en la discreci¨®n ni en el secre?to m¨¦dico. Se habla de inscribir a los enfermos en ciertos ficheros. Las manchas rosadas se llena?ban de peque?as p¨²stulas que estallaban en pega?josas gotas de pus.
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