Un agente de la Polic¨ªa Montada
He estrechado la mano de un verdadero miembro de la Polic¨ªa Montada del Canad¨¢. Ya puedo morir en paz.
El acontecimiento (d¨¦jenme denominarlo as¨ª) tuvo lugar el jueves en una gasolinera de Frelighsburg, que no es un escenario que uno calificar¨ªa de ¨¦pico. Sin embargo, he de recordar que el pueblecito de los hermosos Cantons-de-l¡¯Est de Quebec, muy cerquita de la frontera canadiense con EE UU, est¨¢ en pleno viejo territorio de caza de los abenakis, lo que tiene su punto, aunque te detengas solo para repostar y hacer acopio de donuts.
Mis esperanzas de ver a la Polic¨ªa Montada del Canad¨¢ ¡ªlo m¨¢s importante de mi agenda secreta en el pa¨ªs junto con observar un castor y un alce¡ª se hab¨ªan esfumado ante la decepcionante evidencia de que el legendario cuerpo, me informaron, no se encuentra desplegado en el Quebec. Est¨¢ m¨¢s al oeste, sobre todo en Manitoba y Saskatchewan, donde se halla su cuartel general (en la ciudad de Regina), que me pillaban lejos y m¨¢s con la nevada que estaba cayendo, y sin trineo.
Pero en ¨¦stas que mientras aguantaba con una mano la manguera y con la otra una novelita de Curwood sobre el polic¨ªa montado Philip Steele, y le¨ªa el pasaje en el que el personaje se exalta con el aroma que impregna el papel de las cartas de la esposa del coronel Becker ¡ªuna fragancia de, precisamente, jacintos¡ª, un todoterreno se detuvo en el mismo poste. Descendi¨® un hombre grande con chaleco antibalas bajo el anorak, pistola y aire decidido. Mi mirada baj¨® hasta sus pantalones y exclam¨¦ sin apenas creer en mi suerte: ¡°?Un Polic¨ªa Montado!, ?un Mountie!¡±. El agente se sorprendi¨® y pareci¨® dudar de si echar mano a su arma. Le expliqu¨¦ en una mezcla de franc¨¦s e ingl¨¦s con acento abenaki que lo hab¨ªa reconocido por los inconfundibles pantalones oscuros con la raya amarilla y me present¨¦ como un entusiasta admirador de su cuerpo, lo que le hizo fruncir el ce?o.
Finalmente ¡ªperspicaz agente de la ley¡ª resolvi¨® que yo era inofensivo y estrech¨® mi mano extendida, algo pegajosa por los donuts. Le pregunt¨¦ atropelladamente por su misi¨®n actual, ?acaso persegu¨ªa a alg¨²n mestizo huido tras matar al due?o de una mina de oro junto al Yellowknife?, ?c¨®mo eran las tierras salvajes del Klondike?, ?conoc¨ªa al sargento King?, ?d¨®nde hab¨ªa dejado el caballo? Y, para acabar, ?sab¨ªa si hab¨ªa cerca alg¨²n castor? Con inmensa paciencia me explic¨® que el caballo, como la conspicua guerrera roja y el caracter¨ªstico sombrero Stetson abollado, lo usa s¨®lo en ceremonias; que, como polic¨ªa federal, en Quebec patrulla ¨²nicamente por la frontera, que m¨¢s que de tramperos locos se ocupa de traficantes de marihuana, y que, sinti¨¦ndolo mucho, los castores en invierno hibernan. Nada de ello apag¨® mi entusiasmo. Mir¨¦ a los ojos al agente Stephan Veilleux y avizor¨¦ un viejo coraje forjado en regiones ind¨®mitas entre la ventisca, la soledad y el peligro. ?l sonri¨®, y no dej¨® de hacerlo mientras un selfie preservaba para la posteridad el emocionante testimonio de nuestro encuentro.?
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