Emilio Lled¨®: ¡°Los libros nos leen¡±
El fil¨®sofo, en un homenaje en la BN, se desnuda con su biblioteca reivindicando que la libertad del individuo es la libertad de lo que pensamos
Se le notaba pudoroso al profesor Lled¨®, expuesto, como estaba, a una concesi¨®n de su intimidad. Se trataba de ense?arnos su biblioteca, un retrato desordenado y ameno de s¨ª mismo acaso m¨¢s elocuente que los secretos de un ¨¢lbum familiar, hasta el extremo de que el fil¨®sofo trianero sosten¨ªa ayer en la casa madre de la Biblioteca Nacional que miraba a sus estanter¨ªas con la sinceridad de quien mira a un espejo.
Tiene escrito Emilio Lled¨® que ¡°nos ser¨ªa casi imposible imaginar un mundo sin pasado, sin libros sobre los que pudi¨¦ramos volver la mirada y reencontrar el tiempo de otros latidos que no fueron los nuestros¡±. Y le tiene muy agradecido a Descartes haberse conocido a s¨ª mismo, haberle descubierto el fil¨®sofo franc¨¦s, ¡°el antim¨ªsitico¡±, que la libertad del individuo es la libertad de lo que pensamos.
Se expresaba Lled¨® desde la clarividencia. Sostienen sus allegados que puede recitar hasta el amanecer pasajes de Plat¨®n en griego. Y que la verdadera biblioteca la almacena en su memoria, como si fuera una especie protegida en el desenlace de Fahrenheit 451.
No quiso significar estas facultades sobrenaturales. Ni recrearse demasiado en las evidencias de su trayectoria itinerante. Profesor en Heidelberg y en Berl¨ªn; en Madrid y en Barcelona; en Valladolid y en Tenerife. Fil¨®sofo de la legua y custodio de una biblioteca ambulante, mudanza a mudanza, cuyos secretos, no todos, trascendieron delante de un auditorio heterog¨¦neo y devoto. Hab¨ªa bachilleres y jubilados. M¨¢s mujeres que hombres. Y mit¨®manos que trataban al profesor como a un patriarca.
¡°Mis libros, mi biblioteca¡±, dec¨ªa Lled¨® haciendo m¨¢s hincapi¨¦ en su vida que en la posesi¨®n. Nunca tuvo libros elegantes. Ni ediciones exquisitas. Tuvo libros de trabajo, ¡°pertenencias peculiares¡±, objetos que hablan y que nos hablan. Que dialogan, que esperan que los tomemos con nuestras manos. ¡°Y que nos acompa?an en la edad del olvido¡±, evocaba Lled¨® aludiendo a Plat¨®n como quien alude a un familiar ilustre.
¡°Pasi¨®n por el conocimiento¡±, dec¨ªa el profesor identificando sin identificar una biblioteca de ¡°miles de libros¡±, muchos de filosof¨ªa y otros tantos de la historia de Espa?a ¡ª¡°quiero saber de donde vengo¡±¡ª que redundan la sabidur¨ªa posada sobre las letras. ¡°Porque el lenguaje tiene luz, y no es una met¨¢fora¡±, explicaba Lled¨®, agradeciendo a Don Francisco, su profesor de escolar en Vic¨¢lvaro, que le hubiera iniciado con la lectura del Quijote. Apuntala la obra de Cervantes el templo de Lled¨® como una columna. Igual que la Iliada. Que el Juan de Mairena de Machado. Que la opera omnia de Kant, Y que el tratado de Karl Reinhardt sobre de Parm¨¦nides.
¡°Filosof¨ªa no es el amor a la sabidur¨ªa, es curiosidad hacia las cosas, inquietud por entender y comprender¡±, explicaba Lled¨® sobrepasando con la mirada sus anotaciones. Y a?adiendo que leemos los libros tanto como los libros nos leen. ¡°Descubren cosas de nosotros mismos, nos escrutan¡±. Hay que solidarizarse con los libros para verse a uno mismo. Una cita ajena, de S¨¦neca, que Lled¨® encontr¨® en la Biblioteca Nacional. Cuando ven¨ªa de joven y sub¨ªa las escaleras abrumado, sugestionado.
Aprendi¨® a descascarillar las palabras, un est¨ªmulo del que tuvo precoz constancia cuando siendo ni?o se le acerc¨® un militar de las brigadas internacionales para regalarle los cinco tomos de El diccionario etimol¨®gico, de Roque Barcia.
Ser¨ªa una obra menor ¡ªcon matices¡ª en cualquier otra biblioteca, pero es la m¨¢s entra?able de cuantas recuerda Lled¨®. Porque representa la intuici¨®n de un soldado que ha visto delante de s¨ª la mirada de asombro de un ni?o.
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