El misterioso hombre del bosque
El escultor tiene el o¨ªdo hecho a percibir la voz que emerge de cada tronco de pino, de ¨¢lamo o de roble
Alrededor del fuego en las noches de invierno en Galicia, mientras en el hueco de la chimenea sonaba la oscura voz del viento, alguien sol¨ªa contarle al ni?o historias de lobos, de santas compa?as y de difuntos resucitados. Estas historias de terror siempre suced¨ªan en el bosque, de modo que el ni?o a menudo so?aba que se perd¨ªa en la niebla de un bosque en la que se dibujaban fantasmas de muertos vivientes que no eran sino los troncos de los ¨¢rboles, pero lejos de que el p¨¢nico le despertara sobresaltado, a veces su sue?o se llenaba de gnomos y de unicornios, de elfos, princesas y dragones. Al final siempre acud¨ªa un misterioso le?ador a salvarlo.
En la remota antig¨¹edad los bosques eran santuarios llenos de seres animados. Los druidas de la cultura celta, desde la edad del hierro, eran conscientes de que los ¨¢rboles pose¨ªan almas o sombras, masculinas y femeninas, que estaban presas en los troncos y estos hechiceros celtas sol¨ªan realizar ensalmos para rescatarlas.
Aquel ni?o que en las noches de invierno en Cambados, su pueblo natal, o¨ªa con los ojos muy abiertos junto al fuego estas historias hoy es el escultor Francisco Leiro. Tiene talleres en Nueva York, en Madrid y en Cambados, los tres en antiguos garajes iluminados por altos fanales donde aquellos fantasmas que dorm¨ªan en el interior de los ¨¢rboles han tomado formas humanas o de animales despu¨¦s de que el escultor las haya liberado. Las esculturas de Leiro suelen ser de madera porque esa es la materia que siempre sinti¨® embrujada.
Por otra parte no hay m¨¢s que ver ahora a este escultor en persona, estrechar la energ¨ªa de su mano, observar la forma c¨®mo te mira en silencio por debajo del front¨®n de sus cejas, para certificar que despu¨¦s de tantos a?os, por una rara licantrop¨ªa, propia de la luna llena galaica, ha acabado convirti¨¦ndose ¨¦l mismo en aquel misterioso hombre del bosque, que acud¨ªa en ayuda del ni?o cuando en sue?os se perd¨ªa en la niebla.
Leiro en Madrid no deja nunca de ser de Cambados y en Cambados no deja nunca de ser de Nueva York y en Nueva York no deja nunca de ser de Madrid
El escultor Leiro tiene el o¨ªdo hecho a percibir la voz que emerge de cada tronco de pino, de ¨¢lamo o roble. Desde el fondo de la madera tal vez le llama un penitente que pugna por salir, una pla?idera que llora, un esclavo arrodillado que lucha por levantarse, una mujer abrazada a su amante, un chupacabras, una ninfa, un endemoniado, un figurante de la santa compa?a que arrastra unas cadenas, cualquier alma en pena. El escultor se dispone a liberarlos con el hacha o la motosierra, que son los instrumentos con los que esculpe a los fantasmas, quienes solo tomar¨¢n forma esquivando los tajos violentos que el le?ador Leiro imparte para encontrarlos. Parecen rudas, descomunales y contorsionistas sus criaturas so?adas, pero una vez rescatadas del tronco del ¨¢rbol y puestas en pie en el taller, el artista les extrae su alma arb¨®rea, las cubre de colores vivos e airados y les trasfiere una figura humana.
Un d¨ªa el escultor oy¨® que desde el interior de la madera tambi¨¦n le llamaba un Cristo Crucificado. No lo pod¨ªa creer. Era el propio Hijo de Dios quien ten¨ªa el capricho de convertirse en arte. Pese a que el artista es un agn¨®stico adscrito a un ruralismo pagano, creyente tan solo en las fuerzas del humus, del limo y de la savia, del viento y la lluvia, no dud¨® en acudir en su ayuda. A golpes de hacha, como los lanzazos de aquel centuri¨®n, tall¨® el tronco y en su interior apareci¨® el Nazareno en la Cruz bajo toda la verdad del roble.
Sustancia neoyorquina
Francisco Leiro exhibe tambi¨¦n una condici¨®n como hombre misterioso del bosque a la sombra de los rascacielos de Nueva York donde ha trabajado durante m¨¢s de diez a?os. Es sabido que el aire poderoso de esta ciudad acaba por modelar el rostro, los ademanes, la forma de pensar y de estar en el mundo de la gente que la habita. No en su caso. Este artista ha pasado por ese bosque con el mismo car¨¢cter galaico sin que los sue?os de su ni?ez se hayan visto alterados un ¨¢pice por la sustancia neoyorquina. Su personalidad puede desafiar cualquier influencia que no provenga del fondo de la tierra de sus antepasados.
Hay que imaginarlo entre Brooklyn y Manhattan con la cabeza llena de fantasmas de madera atravesando las avenidas de Nueva York como un le?ador rudo y a la vez esteta refinado, el hacha al hombro, camino de la galer¨ªa Marlborough sin que las luces de Broadway vertidas sobre su cabeza lleguen nunca a deslumbrarlo, como ha sucedido con otros artistas m¨¢s maleables. Leiro en Madrid no deja nunca de ser de Cambados y en Cambados no deja nunca de ser de Nueva York y en Nueva York no deja nunca de ser de Madrid, sin importarle nunca el lugar donde habite siempre que le permitan esculpir gigantes, sombras, seres pose¨ªdos por la bestialidad de la naturaleza, asomados al vac¨ªo del aire, mediante un expresionismo que en este gallego emana poder, voluntad, pulsi¨®n vital de una musculatura a punto de estallar.
Algunas esculturas cicl¨®peas de Leiro presiden los vest¨ªbulos de las instituciones, se suman a colecciones privadas o est¨¢n a merced de la emoci¨®n de los espectadores en los museos, pero aquel Cristo Crucificado cuya imagen fue esculpida pat¨¦ticamente a hachazos huy¨® un d¨ªa del circuito est¨¦tico y hoy atiende desde la cruz las plegarias de sus fieles mexicanos en una iglesia de Monterrey. El escultor, como un druida celta, le confiri¨® un extra?o poder al liberarla del tronco del ¨¢rbol. Rodeado de l¨¢mparas votivas el Cristo de Leiro ha comenzado a hacer milagros. Ha sanado enfermos. Se cuenta que ha curado a varios endemoniados y otros casos de rabia.
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