Shakespeare, el inagotable
Nadie igual¨® en el teatro su ambici¨®n narrativa ni la amplitud de su mirada. El dramaturgo parec¨ªa convencido de que todo, absolutamente todo, pod¨ªa mostrarse en un escenario desnudo
Peter Ackroyd, que escribi¨® una vivaz (y voluminosa) biograf¨ªa de Shakespeare, le describe como una esponja que absorb¨ªa todo lo que estaba a su alcance. Aprendi¨® de las reacciones del p¨²blico y de los actores, de las historias escritas hac¨ªa varios siglos (las c¨¦lebres Cr¨®nicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda, de Holinshed, publicadas en 1577, su libro de cabecera) y de lo que acababa de estrenarse, los di¨¢logos cortesanos de John Lily y las tramas sangrientas y enloquecidas de George Peele, y sobre todo de las exuberantes tragedias de Christopher Marlowe, su primer ¨ªdolo. ¡°Ampli¨® y profundiz¨® enormemente su l¨¦xico¡±, cuenta Ackroyd, ¡°a medida que experimentaba con las diversas formas del arte dram¨¢tico. Estaba en total sinton¨ªa con el lenguaje que le rodeaba ¡ªlos poemas, las funciones, los panfletos, los discursos, el habla de la calle¡ª y devor¨® cuanto se le puso por delante. Tal vez no haya existido mayor asimilador en la historia del teatro¡±. Una de las grandes preguntas: ?de d¨®nde sac¨® Shakespeare los muchos conocimientos que aparecen en sus obras? Es cierto que no pis¨® la universidad, pero las escuelas isabelinas, seg¨²n T.?W. Baldwin, ¡°proporcionaban un formidable saber ling¨¹¨ªstico y literario: se estudiaba all¨ª ret¨®rica y elocuencia, se interpretaban obras cl¨¢sicas, se improvisaban discursos y exposiciones orales. Shakespeare, casi con toda seguridad, sab¨ªa leer lat¨ªn, franc¨¦s e italiano¡±. A juzgar por sus textos, parece haber le¨ªdo much¨ªsimo, pero de manera singular. Ackroyd averigu¨® que citaba ¡°muchos comienzos¡± (de libros b¨ªblicos y de Ovidio, sobre todo) pero ¡°escasas conclusiones¡±: lo que podr¨ªamos llamar ¡°s¨ªndrome del lector vago¡±, pero, desde luego, con mucho aprovechamiento.
Me gusta la imagen del joven Shakespeare llegando a Londres tras sus ¡°a?os perdidos¡±, todav¨ªa hoy por documentar. Una ciudad juvenil (la mitad de la poblaci¨®n ten¨ªa menos de 20 a?os), violenta y acosada por la muerte: en 1594, 15.000 londinenses cayeron v¨ªctimas de la peste. No es extra?o que escribiera a gran velocidad. Ni que eligiera el teatro, esa forma de vida agudizada, intensificada. Y rentable, como pudo comprobar: acab¨® siendo copropietario del Globe y del Blackfriars, un teatro abierto y otro cubierto; adquiri¨® tierras y escudo de armas, la gran obsesi¨®n de su padre, y una gran casa en Stratford.
Por lo que parece fue actor y tambi¨¦n director. Desde luego, conoc¨ªa bien el oficio y las sutilezas de la puesta en escena
En Londres encontr¨® a su nueva familia, una pandilla de c¨®micos, la Lord Chamberlain¡¯s Men, creada y protegida por Henry Carey, bar¨®n de Hunsdon, responsable de los espect¨¢culos palaciegos, y dirigida por Richard Burbage, el actor (junto con Edward Alleyn) m¨¢s popular de su ¨¦poca y el mejor amigo de Shakespeare. La band of brothers estaba integrada, entre otros, por Burbage, John Sinclair, Augustine Phillips, Nicholas Tooley, Henry Condell y John Heminges (que compilar¨ªan el Primer folio de la obra shakespeariana), as¨ª como Will Kempe, el buf¨®n m¨¢s famoso del reino, y el propio Shakespeare, por supuesto. Lideraron, bajo el patronazgo de la reina Isabel y luego del rey Jaime, la compa?¨ªa m¨¢s longeva de la historia teatral brit¨¢nica: de 1594 a 1642, un periodo de casi cincuenta a?os. Fueron, seg¨²n Ackroyd, ¡°un grupo de compa?eros con intereses y obligaciones comunes: vivieron en el mismo barrio y se casaron con hijas, hermanas y viudas de sus respectivas familias, que a su vez se unieron a la troupe¡±. Y, dato importante, formaron una cooperativa para repartirse los ingresos y reinvertir en nuevas producciones. Se convirtieron en una aut¨¦ntica factor¨ªa: en dos o tres semanas montaban una obra y realizaban 15 estrenos por temporada.
Por lo que parece (en la vida de Shakespeare hay mucho de especulaci¨®n) fue actor y tambi¨¦n director. Desde luego, conoc¨ªa bien el oficio y las sutilezas de la puesta en escena, como prueban las famosas Instrucciones a los c¨®micos de Hamlet, quiz¨¢s el primer texto en el que vemos a un aut¨¦ntico director en acci¨®n, y que aqu¨ª resumo: ¡°Te ruego que recites el pasaje con soltura y de manera natural. No cortes demasiado el aire con las manos, pues en el mismo torbellino de la pasi¨®n has de mostrar templanza y suavidad: que la acci¨®n responda a la palabra y la palabra a la acci¨®n, poniendo especial cuidado en no traspasar los l¨ªmites de la sencillez de la naturaleza, porque todo exceso traiciona la intenci¨®n del teatro, que no es otra que colocar un espejo ante la vida: mostrar a la virtud y al vicio sus propios rasgos, y a cada ¨¦poca, su forma y su sello¡±.
Para algunos, nunca existi¨®. Se comprende: su mera existencia puede ser una afrenta para el resto de los mortales
A la hora de construir un verbo po¨¦tico y dram¨¢tico, tom¨® posesi¨®n del pent¨¢metro y¨¢mbico y lo hizo resonar como nunca hasta entonces. Los versos le marcan al actor, sin indicaciones, un ritmo esencial: c¨®mo ha de respirarlos, d¨®nde est¨¢n los galopes y los momentos de reposo. Y mucho m¨¢s que un ritmo: Jordi Ball¨® y Xavier P¨¦rez se?alan en El mundo, un escenario de qu¨¦ modo ¡°construye la imagen en el oyente y c¨®mo se hace visi¨®n aunque no llegue a visualizarse¡±, y c¨®mo brota la conciencia del personaje, nunca tan claramente plasmada hasta entonces, una conciencia que ¡°habla mientras piensa y se escucha a s¨ª misma¡±. Parec¨ªa convencido (y as¨ª lo demostr¨®) de que todo, absolutamente todo, pod¨ªa mostrarse en un escenario desnudo. Nadie igual¨® en el teatro su ambici¨®n narrativa ni la amplitud de su mirada.
Para algunos, Shakespeare nunca existi¨®. La controversia no descansa: que si fue Edward de Vere, que si Marlowe (falsamente muerto, claro), que si Bacon. Se comprende: su mera existencia puede ser una afrenta para el resto de los mortales. En su estupendo ensayo La calidad de la misericordia, Peter Brook desmonta las reiteraciones de los negacionistas con dos o tres argumentos muy sensatos. Uno: Londres no era lo bastante grande (y el mundo del teatro, ¡°el peor ambiente para guardar un secreto¡±, se?ala), como para que la presunta impostura de Shakespeare no hubiera salido a la luz. Dos: un hombre que encontr¨® su lugar en una familia de c¨®micos no pod¨ªa ser un arist¨®crata. Y tres: un genio puede brotar en el entorno m¨¢s humilde, como demuestra Leonardo da Vinci, hijo ileg¨ªtimo de un notario y una campesina. Hablar de Shakespeare, como se ve, es asunto inagotable. Como bien escribi¨® Borges en Everything and Nothing, ¡°nadie fue tantos hombres como aquel hombre que, a semejanza del egipcio Proteo, pudo agotar todas las apariencias del ser¡±.
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