Las voces de Hannah Arendt
Su lucidez ante el totalitarismo no la ayud¨® a comprender el proceso mental ni la vileza de los que lo ejercieron
Hannah Arendt no olvid¨® nunca los a?os de su vida en los que no tuvo un pa¨ªs, en los que anduvo de un lado a otro con documentos provisionales o inseguros y estuvo a cada momento a merced de un polic¨ªa que se los reclamara o de un guardia fronterizo que se negara a sellarlos. Ten¨ªa 27 a?os cuando sali¨® huyendo de Alemania en 1933 y se refugi¨® temporalmente en Par¨ªs. Como cont¨® amargamente nuestro Manuel Chaves Nogales, los expatriados y los fugitivos de los reg¨ªmenes dictatoriales de Europa llegaban a Francia atra¨ªdos por los ideales universales de libertad y ciudadan¨ªa de la Tercera Rep¨²blica, pero en vez de un refugio encontraron una trampa, porque en la Francia de mediados de los a?os treinta se espesaba una atm¨®sfera de xenofobia en la que las v¨ªctimas de las dictaduras y las persecuciones eran vistas como enemigos emboscados, ap¨¢tridas peligrosos que tra¨ªan consigo su miseria y ofend¨ªan la buena conciencia de las gentes de orden con sus avisos de desastres.
Hannah Arendt, como Chaves Nogales o Walter Benjamin o tantos otros, pas¨® a?os sobreviviendo malamente en Par¨ªs, despojada de su nacionalidad alemana por el Gobierno hitleriano e incapacitada para adquirir cualquier otra. En su propio pa¨ªs era una extranjera indeseable porque era jud¨ªa: pero en Francia era sospechosa por ser alemana. Cuando los alemanes invadieron Francia en 1940 y se lanzaron a la cacer¨ªa de todos los disidentes que hab¨ªan escapado del fascismo en los a?os anteriores, encontraron que la Rep¨²blica francesa les hab¨ªa hecho ya una parte del trabajo. A Hannah Arendt, que hab¨ªa sido una ap¨¢trida desde 1933, los franceses la encerraron en un campo de concentraci¨®n en 1939 por ser alemana y por lo tanto enemiga. Si no hubiera escapado a tiempo los alemanes la habr¨ªan mantenido presa y probablemente ejecutado por ser jud¨ªa.
En sus fotos de juventud Arendt tiene en la mirada una expresi¨®n de inteligencia y apasionamiento. En medio de la intemperie hostil del exilio conoci¨® al amor de su vida, un compatriota antifascista alem¨¢n que no era jud¨ªo, Heinrich Bl¨¹cher. En 1941, cuando toda Europa se derrumbaba en la negrura, lograron escapar a Estados Unidos. Yo he visitado el peque?o cementerio en un bosque cerca del r¨ªo Hudson, en la parte alta del Estado de Nueva York, en el que est¨¢n juntas sus dos l¨¢pidas, planas sobre la tierra, entre la hierba y las hojas.
Arendt muri¨® en 1975. En Estados Unidos logr¨® por fin una ciudadan¨ªa segura, y en Nueva York la posici¨®n acad¨¦mica e intelectual que merec¨ªa, pero la experiencia de sus a?os sin pa¨ªs y por lo tanto sin derechos la marc¨® para siempre, y se convirti¨® en el eje vital de sus convicciones pol¨ªticas y sus tempestuosas posiciones p¨²blicas. Las calamidades del totalitarismo y de la II Guerra Mundial, estaba convencida, hab¨ªan tenido su origen no tanto en las matanzas industrializadas de la I como en las muchedumbres de desplazados, refugiados y ap¨¢tridas desatadas por ella. Nada crea tan r¨¢pido tantos extranjeros como un proceso de construcci¨®n nacional. Gracias a la devastaci¨®n de la guerra y al invento de los Estados nacionales que ocuparon el espacio de los imperios vencidos, millones de personas tuvieron que abandonar a toda prisa sus lugares de origen, y se encontraron despojados de identidad civil. Y tambi¨¦n hubo millones que no tuvieron que desplazarse para convertirse en extranjeros: bast¨® que alg¨²n comit¨¦ patri¨®tico cambiara las fronteras en un mapa, o que se decidiera que la identidad ten¨ªa que ver ahora con el origen o el idioma, o que un jud¨ªo no pod¨ªa ser ciudadano del pa¨ªs en el que su familia llevaba viviendo durante generaciones.
Arendt muri¨® en 1975. En Estados Unidos logr¨® por fin una ciudadan¨ªa segura, y en Nueva York la posici¨®n acad¨¦mica e intelectual que merec¨ªa
Hannah Arendt vio todo eso. En sus cartas y en sus ensayos la reflexiones pol¨ªticas sobre la condici¨®n del refugiado tienen una urgencia de relatos autobiogr¨¢ficos. En un documental que acaba de estrenarse en un peque?o cine de Nueva York, Vita Activa. The Spirit of Hannah Arendt, su directora, Ada Ushpiz, logra unir el rigor hist¨®rico y biogr¨¢fico con la plena expresividad del lenguaje del cine. Pocas cosas me parecen hoy en d¨ªa tan atractivas est¨¦tica e intelectualmente como un documental muy bien hecho.
En la pel¨ªcula se oye la voz ronca y fumadora de Hannah Arendt en sus ¨²ltimos a?os, pero otra voz de mujer lee las cartas de su juventud y de su destierro, y mientras la escuchamos estamos viendo la hermosa caligraf¨ªa casi taquigr¨¢fica de Arendt, las palabras que escribir¨ªa tan r¨¢pido en un papel que se ha vuelto amarillo, y tambi¨¦n im¨¢genes intercaladas de aquellos a?os, como un contrapunto a veces de barbarie y a veces de trivialidad. En una pel¨ªcula casera, unos oficiales alemanes hacen una burla de los rezos jud¨ªos, cubri¨¦ndose las cabezas con cortinas o cojines, muri¨¦ndose de risa. En otra, dos militares en camiseta bailan a las puertas de un barrac¨®n. Un operario instala una chimenea en un edificio de un campo: a continaci¨®n se pone otra chimenea como un gorro, y marca el paso alegremente.
Hannah Arendt fue tan valerosa y tan desafiante cuando acertaba como cuando se equivocaba. Y como les pasa a veces a las personas muy adiestradas en el pensamiento abstracto y en los debates de ideas, no parece que tuviera mucha perspicacia para juzgar a los seres humanos reales. Su lucidez ante el totalitarismo no la ayud¨® a comprender los procesos mentales ni la vileza ¨ªntima de gente que lo hab¨ªa apoyado y ejercido. Nunca lleg¨® a aceptar que su venerado maestro y amante de la primera juventud, Martin Heiddeger, no fuera otra cosa que un nazi, un c¨ªnico miserable que despu¨¦s de la guerra se disfraz¨® de viejo ermita?o filos¨®fico para eludir su colaboracionismo con los matarifes.
Y, extra?amente, no supo o no quiso ver detr¨¢s de la m¨¢scara de mediocridad y mansedumbre que adopt¨® Adolf Eichmann cuando estaba siendo juzgado en Jerusal¨¦n. Acert¨® parcialmente, a mi juicio, en un concepto, el de la banalidad del mal, que ya est¨¢ asociado para siempre a ella: los mayores horrores, los m¨¢s terribles sufrimientos pueden ser causados por personas superficiales y mediocres, en nombre de razones est¨²pidas, de ideas de quinta fila, o ni siquiera eso, por obediencia, por inercia, por moda, por el qu¨¦ dir¨¢n. Adolf Eichmann no era muy inteligente, pero tampoco era ese bur¨®crata m¨¢s bien as¨¦ptico que organiz¨® la log¨ªstica formidable de la Soluci¨®n Final porque se lo encargaron, igual que habr¨ªa organizado una red de distribuci¨®n de alimentos, o los suministros de gasolina de los que se ocupaba, sin ning¨²n brillo profesional, antes de ingresar en el Partido nazi. Como sab¨ªa mucha gente ya entonces, y como han aclarado investigaciones posteriores en Argentina, Eichmann era un nazi convencido, un verdugo plenamente consciente de la magnitud sanguinaria de su tarea.
En su propio pa¨ªs era una extranjera indeseable porque era jud¨ªa: pero en Francia era sospechosa por ser alemana
Pero hay una parte del legado de Hannah Arendt que se vuelve m¨¢s relevante cada d¨ªa. Su voz suena contempor¨¢nea cuando identifica el totalitarismo con la negaci¨®n sistem¨¢tica a aceptar la realidad, y elegir la fantas¨ªa ideol¨®gica o la pura ficci¨®n por encima de la racionalidad y el empirismo. Y quien ve ahora c¨®mo Europa rechaza a los fugitivos de la guerra y el fanatismo se acuerda de aquellos r¨ªos de refugiados entre los cuales camin¨® en su juventud Hannah Arendt.
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