La muerte de Alberto
El d¨ªa de su fallecimiento, reducido a la sombra de un sue?o, el escritor pose¨ªa la gravedad que siempre ha correspondido a las dimensiones de lo eterno: lo era todo y nada
Conoc¨ª a Alberto Card¨ªn en 1973, poco despu¨¦s de su llegada a Barcelona ¡ª?cuando ambos est¨¢bamos ya licenciados en carreras de humanidades¡ª, gracias a Biel Mesquida y el grupo de intempestivos que, por as¨ª decirlo, lideraba ¨¦ste hasta que lo sustituy¨®, por su esp¨ªritu combativo en lides homosexuales, valiente y activ¨ªsimo, el propio Alberto. Fuimos compa?eros de correr¨ªas, unas m¨¢s venales que otras, banales todas: Alberto no era hombre de psicolog¨ªa matrimonial; pero ten¨ªa, eso s¨ª, un sentido de la amistad como he conocido en pocas personas.
Pocos a?os m¨¢s tarde le coment¨¦ si querr¨ªa formar parte de un equipo de profesores de Est¨¦tica, cuando la Universidad de Murcia sac¨® a concurso una c¨¢tedra de esta materia a la que estuve tentado de presentarme: el proyecto fracas¨®, y Alberto coment¨® entonces que, a fin de cuentas, no ten¨ªa ning¨²n inter¨¦s en ser profesor de universidad, porque consideraba, ya en aquella ¨¦poca, que ¡°no hay nada que ense?ar cuando no hay nadie que desee aprender¡±.
Fuimos compa?eros de correr¨ªas, unas m¨¢s venales que otras, banales todas. Ten¨ªa un gran sentido de la amistad
En 1987, a?o en que se fund¨® en Barcelona la Societat d¡¯Estudis Literaris, SEL, que yo dirig¨ªa, Alberto pas¨® a ser socio numerario de esta con todos los honores: animaba las sesiones, no se mord¨ªa la lengua en ninguna ocasi¨®n, y cuando en nuestros simposios se trataba de una cuesti¨®n de antropolog¨ªa, que era su campo por antonomasia, llegaba incluso a la descortes¨ªa, como aquel d¨ªa en que arremeti¨® contra Jaume Casals, hoy rector de la UPF de Barcelona, y Abraham Anderson ¡ªque pareci¨® llegar expresamente de Nueva York s¨®lo para recibir el vapuleo de Alberto¡ª, a prop¨®sito de una ponencia sobre el cap¨ªtulo dedicado a los can¨ªbales ¡ª¨¦l mismo lo era, en cierto modo¡ª de Montaigne.
Se rode¨® de amigos y amigas ¡ªno ten¨ªa ni un pelo de mis¨®gino¡ª, y vivi¨® a salto de mata durante varios a?os, hasta que le fue ofrecida una plaza de profesor de Antropolog¨ªa en la Facultad de Historia de la UB, cargo que por fin acept¨® y que ejerci¨® con un ¨¦xito abrumador: su inteligencia atra¨ªa y deslumbraba en medio de un panorama acad¨¦mico m¨¢s bien desolador.
Por haberlo conocido en la ya citada SEL, Alberto trab¨® gran amistad con Ignacio Echevarr¨ªa. Un d¨ªa de primavera de 1991, despu¨¦s de un viaje que hab¨ªa realizado a Egipto, lleno de tentaciones y de riesgo, apareci¨® en una de nuestras sesiones con un aspecto preocupante. Hab¨ªa contra¨ªdo en 1985 la peor de las enfermedades que transmite Venus, o Afrodita, y el viaje a Egipto hab¨ªa resultado fatal para su salud. Una mirada velada, casi opaca del todo, una expresi¨®n doliente que todos los miembros de la Sociedad apreciamos con preocupaci¨®n, parec¨ªa indicar que las cosas no iban bien, y que Alberto no iba a vivir muchos meses: por lo menos, esta es la impresi¨®n que yo tuve.
Desapareci¨® de los corrillos y las asambleas, dej¨® de aparecer por la Rambla de Barcelona ¡ªsu templo ven¨¦reo¡ª y se encerr¨® en casa convencido de que no pod¨ªa ya hacer nada para combatir una enfermedad que, en aquellos a?os, no ten¨ªa ni remedio ni paliativos. Su madre acudi¨® a cuidarlo, y s¨®lo dos o tres personas m¨¢s frecuentaban su domicilio para lo que fuera menester: Ignacio Echevarr¨ªa, muy leal, entre ellos. ?l fue quien me llam¨®, en la ma?ana del 26 de enero de 1992, para notificarme la muerte de Alberto Card¨ªn. Fui enseguida. Estaba echado en un sof¨¢, en el que apenas cab¨ªa la levedad de su altura, pero en el que su cuerpo, como el artista del hambre de Kafka, parec¨ªa a punto de hundirse entre las almohadas, y desaparecer. Su madre estaba sentada a su lado, pues hab¨ªa en aquel sof¨¢ todo el espacio imaginable. ?l, reducido a la sombra de un sue?o, pose¨ªa la gravedad que siempre ha correspondido a las dimensiones de lo eterno: lo era Todo y Nada.
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