El mundo sin Borges
Borges se fue para quedarse a un mundo habitado por todos los paisajes posibles donde confluyen todos los pret¨¦ritos y la imaginaci¨®n ilimitada
Hoy, ayer, hace exactamente treinta a?os gran parte del planeta se preocupaba por las rodillas de Diego Armando Maradona en pleno Mundial de Futbol M¨¦xico ¡¯86. Era un planeta donde toda noticia depend¨ªa de la velocidad del chisme y de los horarios en tinta de los peri¨®dicos, un mundo sin tel¨¦fonos m¨®viles ni cajeros autom¨¢ticos para dispensar dineros en medio de naufragios nocturnos.
Ayer (en realidad, un ma?ana que hoy cumple exactamente treinta a?os) se acerc¨® Adolfo Bioy Casares a su acostumbrado quiosco de peri¨®dicos y antes de que pudiera fijar la vista en los diarios desplegados como manteles, escuch¨® que el periodiquero le externaba un p¨¦same mir¨¢ndolo fijamente a los ojos. Un segundo despu¨¦s, Bioy baj¨® la vista y vio que todas las portadas de los diarios, al tiempo que externaban variada informaci¨®n sobre Maradona y el Mundial de M¨¦xico ¡¯86, apartaban en recuadros ¨Cde mayor o menor espacio¡ªel informe de Borges: Jorge Luis Borges hab¨ªa muerto en Ginebra y Adolfo Bioy Casares escribe en sus memorias que regres¨® a casa consciente de que caminaba por primera vez en un mundo sin Borges.
Quienes lo hab¨ªamos le¨ªdo con una admiraci¨®n a prueba de todo tiempo hicimos el intento de leer ese mismo d¨ªa que es hoy cualesquiera de sus poemas, cuentos o p¨¢ginas sueltas como callada liturgia de r¨¦quiem, pero tambi¨¦n procurar que ese mismo d¨ªa naciera un nuevo lector de ese escritor que se convert¨ªa ya oficialmente en intemporal. No sin nostalgia, se filtraba en la saliva del duelo una rara neblina que confirmaba los pasos que ya hab¨ªa dado Bioy Casares: nos tocaba seguir vivos en un mundo donde un escritor ciego ya nos hab¨ªa advertido que la eternidad tiene forma de biblioteca.
Al paso de las d¨¦cadas ha habido ocasionales sorpresas donde aparecen en los estantes de las librer¨ªas ediciones de conferencias transcritas y otros in¨¦ditos, pero supimos desde el 14 de junio de 1986 que todo Borges en realidad ya s¨®lo nos quedaba leerlo con las yemas de los dedos, a palos de vista sobre las p¨¢ginas de sus libros poco a poco desgastados, porque de vez en cuando hay escritores que confirman ese raro milagro de volverse presentes precisamente por su ausencia. Ya para siempre. Ya para nunca. Ya no ser¨ªa posible imaginar un viaje rel¨¢mpago a Buenos Aires para apostarse en la esquina de la calle de Maip¨² y verlo caminar del brazo de Mar¨ªa Kodama en direcci¨®n a Suipacha o apostarle al agua del azar y verlo de lejos en una terraza en Par¨ªs o sumido en un silencio ante la fachada g¨®tica de una universidad en oto?os de ocre. Ya no ser¨ªa posible entrar a las librer¨ªas de costumbre y buscar entre las novedades un libro reci¨¦n enviado a imprenta, dictado ya desde ese otro mundo que habitaba desde joven, el mismo plano alternativo que oscila casi imperceptible hoy mismo frente a nuestros ojos.
Borges se fue para quedarse a un mundo habitado por todos los paisajes posibles donde confluyen todos los pret¨¦ritos y la imaginaci¨®n ilimitada desde que empez¨® a leer de ni?o y cada vez que ponder¨® el peso de un verso. Se qued¨® ciego, vivi¨® al lado de su madre hasta saberla anciana, hizo amistades y cultiv¨® ese superior ejemplo de romance puro con Adolfo Bioy Casares, viaj¨® en globo por todos los territorios de las nubes y decidi¨® morir en Suiza para descansar bajo una inmensa piedra vikinga a pocos metros de donde dicen que descansa Calvino, pero el mundo que habit¨® con sus interminables lecturas, el mismo que redactaba con el o¨ªdo entre sombras de color amarillo, es el mundo intacto que resguardan sus libros. Por ello ¨Cpor lo menos¡ªser¨ªa recomendable leerlo hoy mismo. Quien ya da por hecho haberlo memorizado, descubrir¨¢ el poder inagotable de las palabras que hil¨® en verso o los p¨¢rrafos que han seguido creciendo por las paredes sin darnos cuenta y quien jam¨¢s lo ha le¨ªdo, tiene pasaporte virgen a un mundo que se multiplica en otros muchos, con la impalpable tranquilidad que acaricia un solo poema o la breve historia de un cuento que nos narra el rostro ajeno como espejo propio.
Es probable que en el mundo de hace tres d¨¦cadas so?¨¢bamos con tabletas que resguardaran bibliotecas enteras y tel¨¦fonos con pantallas en la mu?eca izquierda, pero quiz¨¢ nadie imaginaba la globalizaci¨®n del caf¨¦ o la instantaneidad de las tragedias, la multiplicaci¨®n de la estulticia y el creciente imperio de la imbecilidad. Era un mundo donde deambulaban a¨²n miles de supervivientes de un tiempo en blanco y negro o a mitades entre quienes hab¨ªan nacido mucho antes de pisar la Luna. Todo lo escrito depend¨ªa enteramente de la tinta y del papel, ya en la caligraf¨ªa personal o en las viejas m¨¢quinas (que imprim¨ªan al mismo tiempo en que se tecleaban las palabras con la entra?able alerta de una campanilla al filo del abismo de cada rengl¨®n). Se estudiaba en papel, se anotaban palabras en los m¨¢rgenes, se prestaban algunos libros y discos (aunque fuesen sagrados), se enviaban cartas en papel de piel de cebolla envueltas las p¨¢ginas dobladas en sobres que se sellaban con timbres diminutos que representaban caras de perfil o paisajes grabados, pegados con la lengua en la esquina¡ por avenidas que se caminaban sin mapas, pagando toda golosina de la traves¨ªa entre pares que sumaban el cambio de las monedas con la mente sin depender de la m¨¢quina registradora. Se andaba con otras pausas y diferentes prisas, con los mismos fantasmas de las guerras absurdas de siempre y la universal historia de todas las infamias, el hambre de los despose¨ªdos y la misma soledad en las madrugadas de hoy mismo por donde deambula un hombre convertido en libro, multiplicado en todas las palabras de diverso idioma que conjug¨® para imaginar el tacto de un p¨¦talo de rosa o el mapa de los laberintos de un crimen que est¨¢ por suceder.
El hombre se acerca a una vieja casona en medio del campo y entra por la puerta que se abre bajo una lluvia de plantas secas y flores grises. En el mostrador hay un joven que se sabe de memoria absolutamente todos los nombres de todas las cosas, todos los climas de todos los d¨ªas, cada part¨ªcula del universo que contiene una esfera luminosa que parece irradiar siempre luz sobre una mesa intangible al pie de la escalera interminable que conduce a la habitaci¨®n donde el hombre que ha llegado (porque siempre est¨¢ por llegar como hu¨¦sped a esa rara casa que parece archivo) sabe que ¨¦l mismo ya est¨¢ dormido para siempre sobre la vieja cama donde ha de volver a so?ar el d¨ªa en que se encontr¨® consigo mismo a la orilla de dos r¨ªos al mismo tiempo, en dos tiempos diferentes, siendo el joven de gafas y el viejo ya ciego, ¨¦l mismo que acaricia la piel de un gato como quien doma la ira de un tigre pintado al ¨®leo sobre la p¨¢gina en blanco de un libro en octavo, encuadernado en piel, con lomos desgastados que reposa en el estante de una conversaci¨®n interminable donde alguien, algunos o por lo menos uno, sugiere que lo lean.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.