Desenga?os: segunda acepci¨®n
Descalabro general en una nueva propuesta esc¨¦nica de 'Il Trionfo del Tempo e del Disinganno' en Aix-en-Provence
Los oratorios son un verdadero fil¨®n para algunos directores de escena (pos)modernos, que se ven con las manos a¨²n m¨¢s libres para hacer y deshacer a su antojo, sin las cortapisas que les imponen ¨Ces un decir¨C la estructura dramat¨²rgica, la trama y los personajes de un libreto de ¨®pera. Krzysztof Warlikowski es uno de estos enfants terribles, entronizados como genios imprescindibles por algunos y detestados como intrusos eg¨®latras por otros. Ambos bandos se cargan de razones y los propios interfectos les facilitan munici¨®n al situarse a su vez en ambos extremos del espectro, mostr¨¢ndose igualmente capaces de lo mejor y de lo peor: baste pensar, por ejemplo, en los montajes de Rey Roger de Szymanowski y Alceste de Gluck que el propio Warlikowski ha presentado en el Teatro Real de Madrid.
Proliferan por ello cada vez m¨¢s las propuestas esc¨¦nicas de oratorios barrocos, el g¨¦nero inaugurado en el a?o redondo de 1600 por Rappresentatione di Anima, et di Corpo, de Emilio de¡¯ Cavalieri, sin que nada importe que, sobre el papel, parezcan tan irrepresentables como Il Trionfo del Tempo e del Disinganno. Aquel ten¨ªa a un cardenal (Pietro Aldobrandini) en la dedicatoria y este tiene a otro, descendiente directo suyo (Benedetto Pamphili), como autor del texto. Le puso m¨²sica en Roma un Haendel exultantemente joven de tan solo 22 a?os en el curso de su inici¨¢tico Viaggio in Italia, el que habr¨ªa de cambiar su vida y su m¨²sica para siempre.
Afirma Warlikowski que Il Trionfo ¡°es un esc¨¢ndalo¡± y que llevarlo a escena comporta entablar ¡°una lucha con su insoportable mensaje¡±. Se refiere luego a ¡°la en¨¦sima variaci¨®n sobre el doble tema de la depravaci¨®n femenina y la victoria de la Iglesia¡± y de c¨®mo el texto presenta ¡°la destrucci¨®n de una mujer joven, su aniquilaci¨®n en las garras del Tiempo y del Desencanto por haber amado demasiado la vida y sus placeres¡±. As¨ª las cosas, uno imagina que va a asistir junto al palacio arzobispal de Aix-en-Provence a algo memorable: una gigantesca pirueta temporal y conceptual que convertir¨¢ una gran alegor¨ªa moral contrarreformista en un moderno alegato en defensa de la liberaci¨®n de las mujeres. Sin embargo, nada de lo que se ve en escena concuerda con esos prop¨®sitos. El mejunje inicial de ideas (discoteca, drogas, sexo, urgencias hospitalarias, mu?ecas rotas) se agota a los pocos minutos: a partir de ah¨ª, reiteraciones sin fin y el vac¨ªo m¨¢s absoluto. La puesta en escena no s¨®lo no suma a los valores intr¨ªnsecos de la partitura, sino que resta, y mucho, porque desv¨ªa la interpretaci¨®n musical hacia derroteros que le favorecen muy poco.
Quiz¨¢s espoleada por el polaco, la direcci¨®n de Emmanuelle Ha?m es efectista, tramposa incluso, con algunas arias interpretadas de forma inexplicablemente lenta y burdamente trascendente. La primera parte acaba con el recitativo inicial de la segunda (y el aria posterior desaparece, al igual que sucede m¨¢s adelante con otros cinco n¨²meros), seguido de la sorprendente proyecci¨®n de una extensa parrafada de Jacques Derrida sobre los fantasmas (sic), un cuerpo extra?o de dif¨ªcil encaje y cuya ¨²nica funci¨®n parece ser reforzar la p¨¢tina de posmodernidad y/o respetabilidad intelectual que parece reclamar Warlikowski para su criatura.
Tampoco los solistas salen muy bien parados. Sabine Devieilhe canta bien, pero comunica mal y adorna de forma exagerada y poco can¨®nica las secciones da capo. Irreconocible como macarra melenudo de discoteca, la voz de Franco Fagioli cambia bruscamente de color, cuesta entender dos palabras seguidas de lo que canta y sus coloraturas van acompa?adas de extra?os momos faciales y vaivenes voc¨¢licos. Sara Mingardo ha perdido gran parte de su maravilloso timbre, aunque sigue siendo una cantante muy musical, aqu¨ª lastrada por los tempi imposibles impuestos desde el foso. Y el tenor Michael Spyres canta con soltura pero escasa profundidad y ¨Ctambi¨¦n ¨¦l¨C recurre a adornos hiperb¨®licos y rechinantes agudos rossinianos en las repeticiones.
En el intermedio, una mujer mayor hablaba ostensiblemente sola, paseando sin cesar entre las butacas del Th¨¦?tre de l¡¯Archev¨¦ch¨¦, apelando a interlocutores invisibles y gesticulando al vac¨ªo a derecha e izquierda: m¨¢s de uno debi¨® de preguntarse si, tras Derrida redivivo, tambi¨¦n ella formaba parte de un espect¨¢culo del que cab¨ªa esperar que al menos entendiera acertadamente el Disinganno del t¨ªtulo como aquello que saca del enga?o, que conduce a la verdad, y no en el sentido habitual de desilusi¨®n. Pero fue, tristemente, esta segunda acepci¨®n la que impregn¨® todo y a todos de principio a fin. Nada que ver, por ejemplo, con el genial Saul de Barrie Kosky: las semejanzas enga?an.
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