En poder de una novela
Woolf, Melville, Gald¨®s o Flaubert est¨¢n asociados en mi imaginaci¨®n a la anchurosa libertad de esp¨ªritu de los veranos
El verano es la estaci¨®n de las novelas. He dedicado algunos veranos fervorosos a escribirlas y he dedicado m¨¢s veranos todav¨ªa a leerlas. Cuando se est¨¢ escribiendo una novela es raro que se lea al mismo tiempo alguna de gran calado, porque cada una de esas dos tareas, escribir novelas y leerlas, requiere una dedicaci¨®n casi id¨¦ntica, una entrega incondicional y duradera. Las fuerzas de la imaginaci¨®n que hay que concentrar en inventar y escribir dif¨ªcilmente pueden repartirse o distraerse. Dos inmersiones a tanta profundidad no son compatibles, y no hay tanta distancia entre lo que hace el novelista y lo que hace el lector. El novelista va siendo el primer y ¨²nico lector de la novela que est¨¢ escribi¨¦ndose. El lector vuelca tantas energ¨ªas intelectuales y sensoriales en su tarea que ¨¦l mismo se vuelve novelista y hasta personaje, tan activo y tan necesario como el pianista que le da vida sonora a una partitura. Una novela tiene algo de sue?o, de esos sue?os l¨²cidos en los que uno es consciente de que los est¨¢ so?ando y puede controlar su desarrollo hasta cierto punto, aunque no demasiado, porque si pone un esfuerzo excesivo en ese control el sue?o se disipa. El sue?o de la novela lo hace suyo el lector mediante un proceso ¨ªntimo de hipnotismo y contagio. Y si uno escribe con honestidad sabe que la novela no es suya del todo. Igual que el sue?o, la novela le pertenece, porque ninguna otra persona habr¨¢ podido so?arla, pero no est¨¢ del todo bajo su control. Nos proponemos escribir un libro, tomamos notas, tenemos hasta un t¨ªtulo, escribimos docenas o cientos de p¨¢ginas, y la novela se desmorona, o se malogra, una casa sin terminar en la que nadie quiere vivir, de la que tal vez se podr¨¢n aprovechar con el tiempo algunos materiales de derribo.
Por azar supe que Thomas Bernhard fue hu¨¦sped del mismo hotel en el que yo le¨ª su novela Extinci¨®n traducida por Miguel S¨¢en
Pero el lector tampoco elige la novela que le va a gustar, la que va a estremecerlo, a ofercerle un refugio, un alimento espiritual que ya se integrar¨¢ tan org¨¢nicamente en ¨¦l como los alimentos materiales que sostienen su vida. Igual que nos gustar¨ªa escribir ciertas novelas y no lo logramos, por mucho esfuerzo que pongamos en ellas ¡ªy si lo logramos es peor, porque ser¨¢n novelas fracasadas, tengan o no lectores¡ª tambi¨¦n hay novelas que habr¨ªamos querido que nos gustaran mucho, sin conseguirlo a la primera ni a la segunda ni nunca; y no porque est¨¦n por encima de nuestra inteligencia o de nuestra capacidad lectora ¡ªtodo el mundo, con algo de entrenamiento, puede disfrutar de cualquier obra de la literatura. El motivo es que entre esas novelas y nosotros hay una incompatibilidad profunda, que cuentan una historia o est¨¢n hechas de un modo que no provocan la resonancia necesaria en nosotros. Tenemos entonces la tentaci¨®n de mentir, de fingir. De mentir y fingir no ante los dem¨¢s, que no ser¨ªa tan grave, sino ante nosotros mismos. La sociedad literaria, como la sociedad art¨ªstica, tiende al papanatismo y a la ortodoxia por debajo de su apariencia de m¨¢xima libertad, y hay coacciones ante las que nos inclinamos con una mansedumbre m¨¢s perfecta porque es inconsciente. Nos gusta, con muchas frecuencia, lo que nos tiene que gustar, lo que otros dicen con seguridad rotunda que les ha gustado, o que es preceptivo admirar. Y hasta una peque?a dosis de simulaci¨®n malogra por completo la experiencia de la contemplaci¨®n o de la lectura.
El sue?o de la novela lo hace suyo el lector mediante un proceso ¨ªntimo de hipnotismo y contagio
La sensaci¨®n de tiempo despejado y tranquilo del veraneo favorece esa libertad interior que hace posible la invenci¨®n y el disfrute de las novelas. Otra cosa que tienen en com¨²n escribirlas y leerlas es que requiere un tiempo m¨¢s o menos largo de entrega completa. La plena atenci¨®n no puede ponerse m¨¢s que en una tarea. Habr¨¢ distracciones, noches en terrazas, viajes, hoteles. Pero la tarea exigir¨¢ ella sola el tiempo que necesite, y nosotros velaremos para garantiz¨¢rselo. Una novela es un organismo est¨¦tico tan variado, tan completo, tan exclusivo como una sinfon¨ªa. Las sinfon¨ªas tardan en escribirse mucho m¨¢s que en ser tocadas, pero lo que el compositor solicita del aficionado es parecido a lo que el novelista le pide al lector: exactamente toda su atenci¨®n sostenida a lo largo de un cierto tiempo. Uno se educa para leer, como para escribir, o como para escuchar cualquier tipo de m¨²sica que no sea de consumo instant¨¢neo. El proceso del aprendizaje no termina nunca. Pero al mismo tiempo que se aprende se ahonda en la capacidad de percibir, de disfrutar, de distinguir lo que ser¨¢ valioso para uno mismo.
Proust, Joyce, Cervantes, Gald¨®s, Verne, Woolf, Stendhal, Vasili Grossman, Melville, Thomas Mann, Flaubert: todas esas cumbres magn¨ªficas de la novela est¨¢n asociadas en mi imaginaci¨®n a la anchurosa libertad de esp¨ªritu de los veranos. El de este a?o est¨¢ todav¨ªa casi empezando, pero ya me ha deparado el hallazgo de uno de esos mundos completos que solo pueden contener las novelas. En un hotel tranquilo, en una bah¨ªa de Mallorca, le¨ª en unos pocos d¨ªas Extinci¨®n, de Thomas Bernhard, en una de esas traducciones de Miguel Saenz que crearon una nueva prosodia espa?ola, un ritmo y una intensidad inusitados para nuestra lengua. Extinci¨®n es como Los Buddenbrock comprimida y contada en primera persona por un demente. Me la llev¨¦ de vacaciones m¨¢s bien por azar. Me sum¨ª en ella como en un pozo en el que me faltaba el aire pero del que en realidad no quer¨ªa salir. Esa potencia narradora y expresiva es el reino exclusivo de la novela, el cumplimiento de sus posibilidades m¨¢ximas. En el hotel hab¨ªa un libro con fotos de hu¨¦spedes ilustres. Estaba Joan Mir¨®, estaba Josep Pla. Pas¨¦ una p¨¢gina y vi de pronto a Thomas Bernhard. As¨ª supe que hab¨ªa sido cliente del mismo hotel en el que yo le¨ªa su novela. Me gust¨® imaginar que Bernhard hubiera podido escribirla all¨ª mismo, haber inventado algo de ella sentado al atardecer en una de las mismas hamacas en las que yo me sentaba pose¨ªdo por mi fiebre lectora.
Hormig¨®n + Extinci¨®n. Thomas Bernhard. Traducci¨®n de Miguel S¨¢enz. Alfaguara. Madrid, 2012. 552 p¨¢ginas. 22,50 euros
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