Lorca: el poeta de la muerte que no tuvo su muerte
De las circunstancias de su asesinato solo se conocen detalles perif¨¦ricos, an¨¦cdotas, duras chismograf¨ªas
Cuando, al t¨¦rmino de la Guerra Civil, Jos¨¦ Mar¨ªa de Coss¨ªo intercedi¨® personalmente ante Franco para que le conmutara la pena de muerte a Miguel Hern¨¢ndez, este fue el ¨²nico argumento con el que, seguramente a su pesar, logr¨® persuadir al dictador: "Si lo fusilan, crear¨¢n otro mito como el de Lorca...". El poeta de Orihuela le acompa?ar¨ªa pronto como referente de la causa republicana, tras su muerte prematura por enfermedad en la c¨¢rcel. Pero no hay, en efecto, un autor tan catapultado ¡ªy, al mismo tiempo, sepultado¡ª por su propia leyenda, como Federico Garc¨ªa Lorca: el poeta fusilado a los 38 a?os de edad en su Granada natal, sin que, hoy por hoy, nada se sepa, a ciencia cierta, de las circunstancias que rodearon aquella muerte absurda y, al parecer, evitable. Ni qu¨¦ mano oculta arroj¨® la primera piedra para su apresamiento, ni cu¨¢l fue su sentencia, ni su testimonio, ni el lugar y la hora exactos en que fue ejecutado, junto a unos olivos de la colonia de V¨ªznar, a las afueras de la capital, aquel ferragosto de 1936, ni, sobre todo, el paradero de sus restos mortales. Una nada que ha generado ¡ªy lo seguir¨¢ haciendo¡ª r¨ªos de tinta con especulaciones y conjeturas, y que, en su evocaci¨®n, determina, muchas veces, el solapamiento de su obra bajo su figura.
Como en una macabra premonici¨®n con efecto retroactivo, o un s¨®rdido mensaje destinado a cebarse finalmente sobre el propio mensajero, asiste a su muerte la misma oscuridad tel¨²rica y esa tensi¨®n de inminencias acechantes e inconclusas que transpiran sus dramas y poemas. Federico convertido, por un birlibirloque de la necrofagia, en el m¨¢s visible personaje de Lorca; y el hirsuto olivar de Granada?donde ¡ªel autor de Llanto por la muerte de Ignacio S¨¢nchez Mej¨ªas¡ª fue ejecutado junto a dos banderilleros, ¡ª?para qu¨¦ queremos m¨¢s?¡ª en un coto cerrado y t¨®pico a su escenograf¨ªa desbordante. Erigido en justo baluarte de "la memoria hist¨®rica", le asiste la paradoja de ser "el poeta de la muerte", como lo ha analizado Pedro Salinas, y, en cambio, "el poeta que no tuvo su muerte", como lo retrat¨® Alberti.
Y es curioso que el funesto recordatorio se cumpla a 15 a?os ¡ªuna horma de recambio generacional, seg¨²n Ortega y Gasset¡ª del derrumbe de las Torres Gemelas y en un contexto de crisis global, pues ning¨²n otro documento testifica tan m¨®rbidamente y de viva voz el epicentro del colapso del futuro como su Poeta en Nueva York: "?Oh salvaje e imp¨²dica Norteam¨¦rica!", dir¨¢, en el momento exacto del crack del 29 y en el lugar exacto de Wall Street, donde data, con ruinosa profec¨ªa, "el hueco de la danza / sobre las ¨²ltimas cenizas...".
"El poeta de la muerte", como lo llam¨® Pedro Salinas, fue, en cambio, "el poeta que no tuvo su muerte", como lo retrat¨® Alberti
De las circunstancias de su asesinato solo se conocen, como tacones lejanos o disparos en lontananza ("una vitrina de espuelas", dijo de la tersa muerte) detalles perif¨¦ricos, an¨¦cdotas,? duras chismograf¨ªas. De atr¨¢s para adelante, se cuenta que el hombre que hab¨ªa escrito en aquel poemario El Rey de Harlem, con una cuchara, golpeaba el trasero de los monos recibi¨® el tiro de gracia en el ano; tan acorde, por lo dem¨¢s, con la sa?a postrera de su delator, el linotipista y exdiputado de Acci¨®n Cat¨®lica Ram¨®n Ruiz Alonso: "?Qu¨¦ m¨¢s da? ?Era rojo y marica!".
Tambi¨¦n, que, at¨ªpicamente, fue conducido dos d¨ªas antes a las dependencias del Gobierno Civil (y no al campamento improvisado junto al campo de ejecuci¨®n, como el resto); y que si all¨ª, en la v¨ªspera, ni Manuel de Falla ni Luis Rosales ni, sobre todo, el hermano de este, el influyente l¨ªder de Falange de la JONS ¡ªen cuya casa se hab¨ªa refugiado¡ª consiguieron disuadir al gobernador, J. Vald¨¦s Guzm¨¢n. Fue, tal vez, porque hab¨ªa que tomar ¡ªo ya estaba medio cumplida¡ª la orden del alto mando de Sevilla, Queipo de Llano: "Que le den caf¨¦, mucho caf¨¦", y no era cosa de devolverles una piltrafa, un moribundo ampliamente torturado... De modo que "?rojo y marica!", solo eso por sentencia de muerte, entre rencillas y envidias familiares, cebadas por donde m¨¢s resonara: el heterodoxo escritor de fama, cr¨ªtico con cualquier forma de poder y propiciatorio autor de "dramas rurales"... ?Rojo Federico? Alberti siempre alucinaba, contrito, en este punto. La ¨²nica adscripci¨®n pol¨ªtica que se le conoc¨ªa era la defensa a ultranza de un erotismo libertario. Amigo ¨ªntimo de gentes de ideolog¨ªa muy diversa ¡ªlo era, por ejemplo, de Jos¨¦ Antonio Primo de Rivera¡ª, cuando en una de sus ¨²ltimas entrevistas le preguntaron por su identidad pol¨ªtica, Lorca respondi¨® con su habitual desparpajo: "Soy cat¨®lico, comunista, anarquista, libertario, tradicionalista y mon¨¢rquico".
"?Qu¨¦ m¨¢s da? ?Era rojo y marica!", se?al¨® su delator, el exdiputado de Acci¨®n Cat¨®lica Ram¨®n Ruiz Alonso
En realidad, el m¨®vil y la autor¨ªa m¨¢s cabales de su asesinato nos la ofrece Cernuda en la eleg¨ªa que le dedica, "A un poeta muerto": "Toda hiel sempiterna del espa?ol terrible / Que acecha lo cimero / Con su piedra en la mano". La misma tensi¨®n de inminencia reversible que contiene cada s¨ªmbolo lorquiano, siempre en el doble filo de la navaja. "El tif¨®n Federico", como lo llam¨® entra?ablemente Aleixandre, por su vehemencia con la pluma y en la vida, forj¨® lo universal, abri¨¦ndole a lo local las compuertas. Lo ¨²nico que le incumbe, dondequiera que fuese, es el Eros oprimido frente al imperio omn¨ªmodo de la muerte que, para ¨¦l, es un temible ser vivo a combatir, personal, mult¨ªparo, mostrenco ("La muerte puso huevos en la herida"; "La muerte / entra y sale, / y sale y entra la muerte"...). Algo o alguien que anida, por eso mismo, en cualquier larva del poder opresor. Ll¨¢mese Bernarda Alba aniquilando la libertad de sus cinco hijas, o la Guardia Civil frente al recurrente s¨ªmbolo del jinete o el gitano, en El Romancero, o "arquitectura inhumana" o "cadenas" frente a jud¨ªos y negros de Harlem... Muy por encima de la an¨¦cdota, todo es, seg¨²n su propio cu?o, "geometr¨ªa y angustia".
Poeta en La Habana
"?Por qu¨¦ no hay muchachos?", recuerda en sus memorias Luis Cardoza y Arag¨®n que le preguntaba Lorca, arrebujado en su sill¨®n, embelesados ambos con el suntuoso espect¨¢culo de aquel burdel habanero, en marzo de 1930. El poeta acababa de llegar de su estancia en Nueva York y, durante unas semanas, permaneci¨® invitado en la isla, dando conferencias y lecturas po¨¦ticas. Cardoza, que le hizo de cicerone, lo llevaba al Teatro Alhambra, donde se representaban astracanadas y comedias bufas para las clases populares, con arquetipos como el Gallego, el Negrito, la Mulata, el Guajiro, el Polic¨ªa, el Maric¨®n, en las que aparec¨ªa, de pronto, "Carlos V bailando conga" y se hac¨ªa mofa del entonces no tan lejano dominio espa?ol... Se beb¨ªan juntos algunas botellas de ron de las partidas que le eran confiadas a Cardoza para que, en plena ley seca, se las hiciera llegar de contrabando a diplom¨¢ticos latinoamericanos en Estados Unidos y lo acompa?aba a antros frecuentados por marineros... "Me hablaba de que se hab¨ªa ba?ado en el mar con un grupo de muchachos negros desnudos", relata Cardoza. "Su homosexualidad era patente, sin que los ademanes fuesen afeminados; no se le ca¨ªa la mano. De acuerdo con la divisi¨®n que se?ala Andr¨¨ Gide en su Diario, no s¨¦ si fue pederasta, sodomita o invertido. Dir¨ªa que su consumo abarc¨® las tres categor¨ªas". De aquel caldo cultivo habanero surgir¨ªa la pieza teatral El p¨²blico, cuajada de referencias homoer¨®ticas. Cardoza le ped¨ªa a Lorca que lo acompa?ara a un c¨¦lebre burdel, con "los muros cubiertos de espejos; un acuario encendido de muchachas de antracita apenas cubiertas o desnudas". Lo evoca el poeta guatemalteco como una suerte de Capilla Sixtina, cuajada de "cuerpos astringentes y el¨¢sticos, firmes de lozan¨ªa y destreza". Las m¨¢s cotizadas eran las muchachas de mezcolanza mulata y china; "de firme pulpa nocturna, ¨¢cida y dulce, como el tamarindo o un remordimiento". Dice que Federico permanec¨ªa arrebujado en su sill¨®n, petrificado por el asombro, y que cuando vio pasar a un muchachote con el torso desnudo, un cliente, de la mano de una prostituta, exclam¨®: "Es como el San Mauricio de El Escorial", y volv¨ªa a preguntarle a Cardoza: "?D¨®nde me has tra¨ªdo?, ?Por qu¨¦ no hay muchachos?...".
La muerte en Wall Street
De su viaje a Nueva York, en el epicentro del crack del 29, Lorca subraya: "Lo salvaje y fren¨¦tico no es Harlem. Hay vaho humano, gritos infantiles, y hay hogares y hay hierbas y dolor que tiene consuelo y herida que tiene dulce vendaje. Lo impresionante, por fr¨ªo, por cruel, es Wall Street. Llega el oro en r¨ªos de todas partes de la Tierra y la muerte llega con ¨¦l. En ning¨²n sitio se siente como all¨ª la ausencia del esp¨ªritu; manadas de hombres que no pueden pasar del tres y manadas de hombres que no pueden pasar del seis, desprecio de la ciencia pura y valor demon¨ªaco del presente. Y lo terrible es que toda la multitud que lo llena cree que el mundo ser¨¢ siempre igual y que su deber consiste en mover aquella gran m¨¢quina noche y d¨ªa siempre". Y agrega: "Yo tuve la suerte de ver por mis ojos el ¨²ltimo crack en que se perdieron varios millones de d¨®lares, un verdadero tumulto de dinero muerto que se precipitaba al mar, y jam¨¢s, entre varios suicidas, gentes hist¨¦ricas y grupos de desmayados, he sentido la impresi¨®n de muerte real, la muerte sin esperanza, la muerte que es podredumbre y nada m¨¢s, como en aquel instante, porque era un espect¨¢culo terrible pero sin grandeza. Y yo que soy de un pa¨ªs donde, como dice el gran poeta Unamuno sube por la noche la tierra al cielo, sent¨ªa como una ansia divina de bombardear todo aquel desfile de sombra por donde las ambulancias se llevaban a los suicidas con las manos llenas de anillos".
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