La hoja que me ha dado ra¨ªces
El escritor argentino evoca sus primeras lecturas, agradece el roce de los libros y traza un recorrido junto a ellos hasta el final
En el siglo dos a. C., un remoto antepasado m¨ªo (tengo sangre mongol) tuvo en sus manos un material nuevo, algunos de cuyos fragmentos, hallados hace ya varias d¨¦cadas, fueron declarados por expertos los m¨¢s antiguos ejemplos que poseemos de lo que hoy llamar¨ªamos un antepasado del papel. Sin embargo, el procedimiento para fabricar papel a partir de la pulpa de madera, tuvo que esperar a¨²n cuatro siglos para ser inventado. La tradici¨®n atribuye esa novedad a Tshai Lun, un eunuco de la corte de los Han, quien imagin¨® un substituto de la seda utilizada hasta entonces como soporte para la escritura y que resultaba demasiado cara para los usos cotidianos. Para honrar su ingenio, despu¨¦s de su muerte, la emperatriz hizo erigir un templo en su nombre en la ciudad de Chengdu. Si bien el papel tard¨® otros once siglos para arraigarse a Europa, cuando fueron construidos los primeros molinos papeleros, (la primera f¨¢brica de papel en Espa?a fue construida por los ¨¢rabes en 1150), retazos de papel chino empezaron a llegar penosamente mucho antes a los centros europeos.
Agradezco a mi ingenioso antepasado esta invenci¨®n sin la cual no puedo concebir mi vida. El roce del papel es uno de mis primeros recuerdos sensoriales, junto al olor de la leche y el sonido de la m¨¢quina de tejer de mi nodriza. No exist¨ªan esos horribles libros de pl¨¢stico que se fabrican para los ni?os ahora y mi cuna estaba llena de ediciones ilustradas de los cuentos de los Hermanos Grimm y de las Mil y Una Noches. Recuerdo que, cuando mi nodriza me le¨ªa un cuento antes de dormir, yo extend¨ªa mi mano y tocaba subrepticiamente la hoja del libro, quiz¨¢s para asegurarme que las m¨¢gicas aventuras proven¨ªan de un lugar material y verdadero. El papel fue mi primera prueba de que la realidad del mundo es literaria.
Recuerdo que, desde mis primeras lecturas, yo trataba la hoja de papel como un espacio compartido. Estaban las palabras que narraban la historia, siempre constante, invariable. Estaba la ilustraci¨®n que a veces correspond¨ªa, y otras veces no, a c¨®mo yo me imaginaba a los personajes o las escenas. Pero tambi¨¦n estaban las m¨¢rgenes que me tentaban con sus espacios vac¨ªos a llenarlas con mis garabatos y acotaciones, y yo me esmeraba en traducir mis emociones e ideas en ellos, construyendo un texto paralelo, ¨ªntimo e ilustrado. Cuando mucho m¨¢s tarde descubr¨ª las iluminaciones de los manuscritos medievales, sent¨ª una afinidad profunda y antigua con esos creativos lectores an¨®nimos.
Necesito una presencia m¨¢s corp¨®rea, menos fantasmal en un mundo que siento m¨¢s y m¨¢s absurdo y evanescente
Esas espesas hojas de mi infancia, con letra g¨®tica algunas y tipograf¨ªa sans serif otras, las amarillentas p¨¢ginas de mis libros de bolsillo Espasa-Calpe que vinieron despu¨¦s, las otras, menos p¨¢lidas de mis Penguin, las cremosas de las ediciones francesas, las b¨ªblicas de la Pleiade y de Aguilar, las luminosamente blancas de Alianza, las casi inmortales de alguna que otra edici¨®n aldina que, como si fueran reliquias centenarias, he tenido entre mis manos ¡ªtodas forman para mi la materia de la cual est¨¢ compuesto mi universo.
Desde esas lejanas tardes yo siempre he sido fiel a esa geograf¨ªa. De biblioteca en biblioteca, ese follaje me acompa?a y me hace sentir en casa dondequiera que me encuentre: durante mis demasiados viajes, es siempre la hoja de papel la que me ha dado ra¨ªces. Los util¨ªsimos y omnipresentes textos digitales provocan mi admiraci¨®n pero no mi afecto. Necesito una presencia m¨¢s corp¨®rea, menos fantasmal en un mundo que siento m¨¢s y m¨¢s como absurdo y evanescente. Todo se aleja, todo se transforma a mi alrededor: las ciudades a las que me hab¨ªa acostumbrado cambian de fachada, los viejos amigos cambian sus rasgos y sus personalidades, la rutina cotidiana ya no es la misma. S¨®lo el papel y su tinta permanecen para m¨ª constantes, siempre en su mismo lugar entre las cubiertas de mis libros que, si bien ajados, resisten la lima de los d¨ªas y el roer de los a?os. Entre la gente de campo, existe la tradici¨®n de que, cuando un apicultor muere, alguien debe anunciar esa muerte a las abejas. Yo quisiera que, cuando yo ya no est¨¦, alg¨²n amigo vaya a decirles a ese paciente papeler¨ªo que su lector se ha ido.
Alberto Manguel es escritor, autor de ¡®Una historia de la lectura¡¯ (Alianza) y director de la Biblioteca Nacional de la Rep¨²blica Argentina.
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