En el jard¨ªn de Trotski
De no haber venido a M¨¦xico no habr¨ªa sabido que el pol¨ªtico ruso tuvo un retiro al final de su vida, un breve para¨ªso cerrado
Al ni?o lo despertaron en la oscuridad los gritos y el estruendo de los disparos. Salt¨® al suelo y se escondi¨® a gatas debajo de la cama, lo m¨¢s hondo que pod¨ªa, en el rinc¨®n debajo del cabecero, y ah¨ª se qued¨® no recordaba luego cu¨¢nto tiempo, encogido contra la pared, con los ojos muy abiertos y las manos en los o¨ªdos, escuchando el golpe de la puerta abri¨¦ndose de una patada, y luego los gritos y los pasos de los hombres que retumbaban en el suelo donde ¨¦l yac¨ªa y sobre todo el tableteo de los disparos, no de pistola ni de fusil sino de metralleta, aquellas metralletas Thompson que se ve¨ªan en las pel¨ªculas de g¨¢nsteres. Pero en las pel¨ªculas los disparos no sonaban con tanta violencia, m¨¢s a¨²n en el interior de habitaciones cerradas. El ni?o los sent¨ªa acercarse, chocar contra las baldosas, clavarse contra el yeso de la pared de su dormitorio y contra la puerta que lo separaba del cuarto de su abuelo. Era a su abuelo a quien ven¨ªan a matar, y ¨¦l habr¨ªa querido salir de su escondite para protegerlo, pero estaba paralizado y tiritaba de miedo, todav¨ªa con algo de la irrealidad del sue?o en su conciencia. El olor y el humo de la p¨®lvora lo sofocaban. Bastar¨ªa un estornudo para que los ejecutores descubrieran su presencia. Era como en esos cuentos en los que un ni?o est¨¢ escondido en un sitio estrecho y seguro y escucha en la oscuridad pasos amenazadores que se acercan, pasos de hombres cargados con armas autom¨¢ticas y calzados con botas de tacones que redoblan en el suelo.
Esteban Volkov nos lo explica todo, muy afable, disciplinado en su tarea de recordar, se?alando las cosas con un ¨ªndice encorvado por la edad
Entonces se hizo el silencio. Los verdugos se iban. En ning¨²n momento se hab¨ªan encendido las luces. Al entreabrir los ojos ¨¦l ve¨ªa los rel¨¢mpagos sucesivos de los disparos. Al salir de debajo de la cama y encender la luz vio los huecos de las balas de metralleta en la pared de su cuarto.
Setenta y seis a?os despu¨¦s un anciano enjuto de ojos muy claros, con una gorra negra en la que est¨¢ dibujada la W de Volkswagen, mira esa habitaci¨®n y est¨¢ viendo en ella un recuerdo casi exacto. Lo ¨²nico que ha cambiado es la cama, m¨¢s ancha que la que ¨¦l ten¨ªa entonces, cuando lleg¨® a M¨¦xico y a Coyoac¨¢n para vivir con su abuelo. A diferencia de la de casi cualquier otro hombre, la memoria del ingeniero Volkov, Esteban Volkov, tiene una materialidad meticulosa, que corrige con su nitidez objetiva las veladuras del recuerdo, las correcciones y supresiones del olvido. El ingeniero Volkov mira su cuarto de ni?o con esos ojos muy claros y siempre un poco h¨²medos. Para casi todos nosotros hay una casa amplia y umbr¨ªa y un jard¨ªn de la ni?ez que tienen una consistencia de espejismo y de sue?o: el tr¨¢nsito de la penumbra interior a la claridad del jard¨ªn; la hondura de las habitaciones en las que los mayores duermen la siesta en un silencio de verano; las figuras veneradas de los muertos, agrandadas por la estatura que ten¨ªan cuando nosotros mir¨¢bamos hacia arriba para encontrar sus caras; la amplitud de laberinto y de bosque de un jard¨ªn que habr¨ªa resultado ser peque?o y sin mucho lustre si lo hubi¨¦ramos vuelto a ver de adultos.
El ingeniero Volkov pasea por esas mismas habitaciones, en las que est¨¢n preservados los mismos muebles, el hule sobre la mesa del comedor, las m¨¢quinas de escribir y el dict¨¢fono rudimentario que usaba su abuelo. Los ¨¢rboles son ahora mucho m¨¢s grandes que entonces, pero como ¨¦l los vio crecer no ha notado el cambio. La casa ser¨ªa una quinta confortable y modesta, como tantas de esa ¨¦poca y de ese barrio, esa periferia que era entonces casi una arcadia rural, si no fuera por la fea a?adidura de fortaleza que prolonga sus muros. Despu¨¦s del ataque, organizado por los estalinistas mexicanos, liderado en persona por David Alfaro Siqueiros, hubo que elevar las tapias del jard¨ªn y que poner torreones de vig¨ªa en los ¨¢ngulos. Algunas altas ventanas que daban a la calle est¨¢n cegadas por ladrillos, lo cual dar¨ªa a su interior una oscuridad de claustrofobia.
En algunas fotos, Le¨®n Trotski y su esposa est¨¢n acompa?ados por un ni?o: ¡°El abuelo, la abuela, y servidor de ustedes¡±, dice Volkov
Esteban Volkov nos lo explica todo, muy afable, disciplinado en su tarea de recordar, se?alando las cosas con un ¨ªndice encorvado por la edad. En algunas fotos, Le¨®n Trotski y su esposa est¨¢n acompa?ados por un ni?o de flequillo y cara simp¨¢tica que est¨¢ dando el primer estir¨®n: ¡°El abuelo, la abuela, y servidor de ustedes¡±, dice Volkov. Despu¨¦s del asalto la vida se volvi¨® todav¨ªa m¨¢s recogida, nos cuenta. Ahora, en vez de sus excursiones por el campo en busca de cactus raros, su abuelo pasaba en el jard¨ªn casi todo el tiempo que no estaba escribiendo o dictando a las secretarias. Militantes trotskistas venidos de Estados Unidos montaban guardia en las garitas. El ni?o Volkov ayudaba a su abuelo a dar de comer a los conejos y a las gallinas y a limpiar las jaulas. El abuelo no quer¨ªa que delante de su nieto se hablara de pol¨ªtica. Com¨ªan todos juntos en el comedor grande como de casa de veraneo. Le pregunto a Volkov qu¨¦ le gustaba comer a Trotski. Me dice que no prestaba ninguna atenci¨®n a la comida.
Hay raras fotos en color, una filmaci¨®n casera de un paseo por el campo, con los colores raros de entonces, de intensidades azarosas. Un cielo muy azul, pero de un azul que no existe en la naturaleza, el pelo y la perilla de Trotski muy blancos, las gafas redondas. En el hombre acosado y convencido de que habr¨ªa otra tentativa contra ¨¦l y que la pr¨®xima vez s¨ª lograr¨ªan matarlo se observa una singular placidez, una media sonrisa de jubilado que dedica el tiempo libre al jard¨ªn, a los animales, a las aficiones bot¨¢nicas, a los paseos con su nieto. Es un mediod¨ªa soleado de octubre y el oc¨¦ano de coches atrapados en atascos a todo lo largo de las autopistas de la Ciudad de M¨¦xico parece de golpe tan lejano como los espantos del siglo XX, uno de los cuales sucedi¨® justamente aqu¨ª, el 20 de agosto de 1940, ¡°el fat¨ªdico d¨ªa¡±, dice el ingeniero Volkov. Si no hubiera venido aqu¨ª no habr¨ªa llegado a saber que Le¨®n Trotski tuvo un jard¨ªn y un retiro al final de su vida, un par¨¦ntesis, un breve ¡°para¨ªso cerrado¡±, m¨¢s secreto a¨²n y de tapias m¨¢s altas que el que construy¨® para s¨ª el poeta Soto de Rojas en su carmen de Granada. Volkov nos dice que ha contado tantas veces la historia de aquellos d¨ªas que ya no se emociona tanto como antes. Pero hay un solo recuerdo que todav¨ªa le cuesta invocar: el brillo de humedad ahora es m¨¢s visible en sus ojos, entre sus p¨¢rpados enrojecidos de anciano. Cuando por fin su abuelo estaba herido de muerte en el suelo, con la cabeza abierta, a los pies de Ram¨®n Mercader, lo primero que dijo a los que ven¨ªan a asistirlo fue que no permitieran que el ni?o pudiera verlo as¨ª. Esteban Volkov traga saliva y se queda callado, justo en el mismo lugar donde yac¨ªa su abuelo, el pelo desordenado y muy blanco en el charco de sangre.
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