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?Marietta, Marietta!

El secuestro de Antonio Mar¨ªa de Oriol y Urquijo, en 1976, vertebra el d¨¦cimo cap¨ªtulo de las memorias del primer director de EL PA?S, que describe uno de los momentos m¨¢s peligrosos para la incipiente Transici¨®n

Juan Luis Cebri¨¢n
Antonio Mar¨ªa de Oriol lee EL PA?S durante su secuestro por los GRAPO.
Antonio Mar¨ªa de Oriol lee EL PA?S durante su secuestro por los GRAPO.REVISTA 'Noticias'

Desde el comienzo del peri¨®dico trat¨¦ de combinar los muy amplios poderes que ten¨ªa como director con un trabajo en equipo. El desaf¨ªo ante el que me encontraba era grande y mi mayor fortaleza era la redacci¨®n. Se trataba de un conjunto tan joven e inexperto como motivado por la tarea que ten¨ªa entre manos. Las principales decisiones institucionales que afectaban a la estructura del diario, como el orden de p¨¢ginas, que decidimos que comenzara por la informaci¨®n internacional, y dos novedades absolutas en el panorama de la prensa espa?ola de la ¨¦poca, el libro de estilo y el estatuto de la redacci¨®n, fueron dise?adas en interminables reuniones de trabajo en las que procur¨¢bamos buscar el consenso. Trabaj¨¢bamos en permanente debate e intent¨¢bamos hacer una autocr¨ªtica severa sobre nuestra actuaci¨®n, por lo que era frecuente que convocara a mis colaboradores en horas tempranas del d¨ªa para someter a juicio nuestro propio trabajo. La ma?ana del 11 de diciembre de 1976 and¨¢bamos enfrascados en una de dichas sesiones cuando lleg¨® la noticia de que el presidente del Consejo de Estado, Antonio Mar¨ªa de Oriol y Urquijo, hab¨ªa sido secuestrado en su oficina por un comando de hombres armados.

Hab¨ªa sido aprehendido a plena luz del d¨ªa, en su propio despacho y en presencia de sus colaboradores, que pudieron ver la cara a los delincuentes pues no iban enmascarados, aunque los testigos se mostrar¨ªan luego incapaces de recordar con precisi¨®n ning¨²n rostro. Pasaron largas horas sin que nadie reivindicara los hechos. La mayor¨ªa de las sospechas apuntaban a ETA, pero el m¨¦todo utilizado no se correspond¨ªa con la forma de actuar de los terroristas vascos, por lo que muchos dudaban a la hora de atribuirles el secuestro. Le ped¨ª a Jes¨²s Ceberio, corresponsal nuestro en Bilbao, que pasara a Francia y tratara de ponerse en contacto con los etarras. En aquella ¨¦poca era relativamente f¨¢cil y frecuente que los periodistas mantuvieran contactos con el entorno abertzale. En cualquier bar de Hendaya, San Juan de Luz o Biarritz se pod¨ªa encontrar uno con personas vinculadas a lo que ya por entonces se llamaba Movimiento de Liberaci¨®n Nacional Vasco dispuestas a ofrecer e intercambiar informaci¨®n. A ¨²ltima hora de la tarde recib¨ª un telefonazo de Ceberio.

¡ª?No ha sido ETA! ¡ªdijo con su habitual econom¨ªa de palabras¡ª. No saben nada, no tienen ni idea de d¨®nde parte esto.

Nada m¨¢s colgar ped¨ª a mi secretaria que me pusiera al habla con Ros¨®n, gobernador civil de Madrid.

¡ªJuan ¡ªle dije¡ª. Te aseguro que no ha sido ETA.

¡ª?Y t¨² c¨®mo lo sabes? ?C¨®mo puedes estar tan seguro?

¡ªPorque as¨ª me lo ha dicho Ceberio, y si ¨¦l lo dice no hay duda de que es verdad. Sus fuentes no fallan.

Mi confianza en Jes¨²s y en sus dotes profesionales era absoluta. Se trata de uno de los mejores periodistas que he conocido en mi vida. Sobrio de maneras, sereno de actitud, riguroso en su trabajo, le tocar¨ªa con el tiempo dirigir EL PA?S en la etapa de mayor esplendor del peri¨®dico.

Poco despu¨¦s de hablar con Ros¨®n, que apenas me hizo comentario alguno, se abri¨® sin que nadie avisara la puerta de mi despacho e irrumpi¨® en ¨¦l Soledad ?lvarez Coto: ??Hay una llamada de los secuestradores!?. Parec¨ªa presa de una gran excitaci¨®n, hablaba atropelladamente y no ocultaba su nerviosismo. Una vez calmada me explic¨® que hab¨ªa recibido un mensaje telef¨®nico que reivindicaba la autor¨ªa del hecho en nombre de los GRAPO, que ya hab¨ªan perpetrado varios asesinatos de guardias civiles y polic¨ªas en los meses precedentes. La banda se presentaba como el brazo armado del Partido Comunista Reconstituido, una escisi¨®n min¨²scula, manipulada por los servicios secretos y la polic¨ªa pol¨ªtica, del Partido Comunista de Espa?a.

El comunicante indic¨® a Soledad que en una cabina telef¨®nica de la calle Alcal¨¢ de Madrid hab¨ªa un mensaje de los secuestradores que explicaba algunos detalles. Mi despacho estaba abarrotado de periodistas que oyeron la noticia, y Julio Alonso, director de dise?o y uno de los miembros m¨¢s entusiastas del equipo fundador, se ofreci¨® a recoger el recado. Le orden¨¦ que fuera acompa?ado e insist¨ª en que tomara toda clase de precauciones.

Cuando Julio march¨®, Soledad me pidi¨® hablar a solas.

¡ªNo te lo creer¨¢s, pero yo s¨¦ qui¨¦n ha llamado ¡ªme espet¨®.

¡ª?Qu¨¦ me dices?

¡ª?Como lo oyes! Era un compa?ero m¨ªo de la Escuela de Periodismo. Un gallego de voz inconfundible. Incluso creo que se esforzaba en poner de relieve su acento para que le reconoci¨¦ramos.

¡ª?Le reconoci¨¦ramos qui¨¦nes? ?Alguien m¨¢s ha hablado con ¨¦l?

¡ªS¨ª, Jes¨²s de las Heras. Coincidimos los tres en el curso y como estaba al otro lado de mi mesa le ped¨ª que cogiera el auricular para comprobar que yo no estaba alucinando.

De las Heras, un experimentado reportero de sucesos, ratific¨® una por una las aseveraciones de ?lvarez Coto.

¡ªNo tengo la menor duda, se trataba de P¨ªo Moa.

¡ª?Bueno! No le coment¨¦is esto a nadie. ?Sab¨¦is algo m¨¢s de ¨¦l?

Lo sab¨ªan todo, o casi todo. Su direcci¨®n, que al parecer hab¨ªa abandonado hac¨ªa tiempo pues se barruntaba que la polic¨ªa le segu¨ªa los pasos; el nombre de su novia y el domicilio de esta; tambi¨¦n no pocas an¨¦cdotas de su vida privada. Les conmin¨¦ a que guardaran absoluto silencio sobre lo que me hab¨ªan contado y enseguida lleg¨® Julio Alonso, que volv¨ªa de recoger el mensaje de los secuestradores. Le hab¨ªa costado mucho encontrarlo. La cabina telef¨®nica estaba sucia y repleta de anuncios y avisos de gentes que solicitaban trabajo. Despu¨¦s de una intensa b¨²squeda, y casi por chiripa, cuando ya desesperaba y comenzaba a pensar que nos hab¨ªan gastado una broma pesada, se dio de bruces con un papelito doblado, semioculto entre la multitud de residuos que alfombraban el lugar. Era una nota manuscrita a l¨¢piz en may¨²sculas. Reivindicaba el secuestro del presidente del Consejo de Estado y reclamaba, a cambio de su libertad, la de varios presos pol¨ªticos. La fotocopi¨¦ antes de enviarla a Ros¨®n, al que volv¨ª a llamar para ponerle al tanto. El gobierno, por el momento, no ten¨ªa ninguna noticia al respecto y ese fue el primer aviso que recibi¨® sobre la autor¨ªa del secuestro. Nada dije sobre la identificaci¨®n probable de uno de los terroristas, pero s¨ª se lo coment¨¦ a Julio Alonso, que tambi¨¦n conoc¨ªa a Moa. Publicamos al d¨ªa siguiente el comunicado y las circunstancias en que nos hab¨ªa sido transmitido, aunque la credibilidad del mensaje permanec¨ªa en entredicho.

Llegamos a publicar un editorial que conten¨ªa un mensaje en clave para los terroristas

La ma?ana del d¨ªa 12 amaneci¨® soleada. Por entonces los lunes no se publicaban diarios en Espa?a, y se otorgaba la exclusiva de edici¨®n en dicha fecha a las Asociaciones de la Prensa, que sacaban a la calle unos semanarios informativos de medio pelo llamados Hoja del Lunes. Los domingos eran, pues, los ¨²nicos d¨ªas de asueto para los periodistas. Habituales trasnochadores, aprovech¨¢bamos para levantarnos tarde. Por eso me irrit¨® que poco antes de las nueve sonara el tel¨¦fono. El conserje, un guardia civil retirado cuya corpulencia resaltaba a¨²n m¨¢s su cortedad mental, casi no pod¨ªa pronunciar palabra. ?Han vuelto a llamar... ¡ªme dijo¡ª ... han vuelto a hacerlo... Avisaron de que hay otra nota en los lavabos del bar Cordero.? Este era una tasca a unos cientos de metros del diario, en la plaza de la Cruz de los Ca¨ªdos, habitual punto de convocatoria de las manifestaciones obreras. All¨ª serv¨ªan comidas decentes y baratas, por lo que muchos redactores acud¨ªan con cierta frecuencia. Restreg¨¢ndome todav¨ªa las lega?as llam¨¦ de nuevo a Julio Alonso, al que tambi¨¦n saqu¨¦ de la cama, para darle la noticia. Descolg¨® el tel¨¦fono su compa?era sentimental, Neliana Tersigni, corresponsal del Paese Sera de Italia. Cuando les expliqu¨¦ de qu¨¦ se trataba se pusieron de inmediato en marcha, dispuestos a recoger el nuevo comunicado. Luego habl¨¦ con Mart¨ªn Villa, ministro del Interior, para darle conocimiento del hecho, y enseguida recib¨ª tambi¨¦n las iras nada contenidas del ministro de Informaci¨®n, Andr¨¦s Reguera, que se quej¨® de que no le hubiera llamado a ¨¦l.

¡ªSoy tu ministro ¡ªexplic¨® cuando le interrogu¨¦ por qu¨¦ motivo deb¨ªa haberlo hecho.

¡ªAh, perd¨®n ¡ªcontest¨¦¡ª, no sab¨ªa que los periodistas ten¨ªamos un ministro al que dar cuenta de nuestros actos.

Cuando Julio y Neliana llegaron al bar, varias personas desayunaban en la barra. En una esquina, frente a un caf¨¦ con churros, un individuo de mediana edad le¨ªa la edici¨®n dominical de EL PA?S. Julio entr¨® en el servicio de caballeros y sali¨® a los pocos minutos. Hab¨ªa divisado un papel plegado entre la cisterna del inodoro y la pared, pero estaba demasiado alto y ni aun subi¨¦ndose a la taza del retrete pod¨ªa alcanzarlo. Necesitaba la ayuda de Neliana, con la que se encerr¨® de nuevo en el cuarto de ba?o. Iz¨¢ndola en brazos, ella pudo alcanzar el comunicado. Al salir se toparon con las miradas adustas y censoras de algunos clientes y del camarero, que les reprochaban en silencio su encierro en la toilette masculina. El individuo que le¨ªa el peri¨®dico les regal¨® una sonrisa antes de ocultar el rostro entre sus p¨¢ginas.

Cuando llegaron a mi casa pasaban ya las horas del mediod¨ªa. Mart¨ªn Villa hab¨ªa enviado una limusina negra con tres polic¨ªas que me habr¨ªan de conducir a su despacho en cuanto yo recibiera el mensaje. Se trataba de una carta manuscrita del propio Antonio Mar¨ªa de Oriol en la que dec¨ªa estar bien de salud y solicitaba a su familia que atendieran las condiciones para su liberaci¨®n. Antes de abandonar mi domicilio, Julio me narr¨® su peripecia con Neliana en el cuarto de ba?o, para a?adir despu¨¦s: ??Sabes qui¨¦n estaba en la barra tomando un caf¨¦? ?El mism¨ªsimo P¨ªo Moa!?.

El secuestro de Oriol parec¨ªa formar parte de una estrategia contra el proceso democr¨¢tico

Pens¨¦ que este quer¨ªa comprobar que los redactores recog¨ªan la nota, aunque enseguida me asalt¨® otra sospecha: pretend¨ªa quiz¨¢, de nuevo, comunicar que ¨¦l era el responsable de todo aquello. Si no hab¨ªa bastado su voz para identificarle, conven¨ªa presentarse en persona.

En el despacho del ministro me encontr¨¦ con una verdadera aglomeraci¨®n de prebostes pol¨ªticos y mandos militares. Junto a Mart¨ªn Villa, apretujados en un espacio relativamente reducido, estaban el director general de la Guardia Civil, su jefe del Estado Mayor, el de la polic¨ªa, el subsecretario del Interior, el gobernador de Madrid, otro buen n¨²mero de uniformados y los hijos de Oriol, junto con su yerno Miguel Primo de Rivera. Hubo un gran revuelo cuando saqu¨¦ del bolsillo de mi americana el papelito con la misiva de la v¨ªctima. La carta comenz¨® a pasar de mano en mano y pens¨¦ que si hab¨ªa alguna esperanza de que la polic¨ªa cient¨ªfica pudiera identificar huellas o algo parecido nada podr¨ªa hacerse tras aquel manoseo espectacular. Al fin los familiares de Oriol lograron apoderarse del mensaje. Lo primero que dijeron, antes incluso de leerlo, fue: ?No cabe duda. Es la letra de nuestro padre?.

Comenzaron a bombardearme a preguntas para las que yo no ten¨ªa respuesta. Hablaban entre ellos acalorados. Sus palabras no parec¨ªan tener objeto alguno m¨¢s que el de expresar su indignaci¨®n y la necesidad de hacer algo, sin especificar qu¨¦. En medio del peque?o tumulto, le dije al ministro que quer¨ªa hablar a solas con ¨¦l. Rodolfo me invit¨® a pasar a un despacho contiguo, su verdadero lugar de trabajo, pues aquel en el que nos encontr¨¢bamos lo usaba ¨²nicamente para actos de representaci¨®n. Intent¨¦ cerrar la puerta a mis espaldas, pero una presi¨®n me lo imped¨ªa. El subsecretario Jos¨¦ Miguel Ort¨ª Bord¨¢s la estaba empujando para colarse materialmente en la habitaci¨®n sin que nadie se lo hubiera pedido. Me molest¨®, porque yo ten¨ªa una cierta relaci¨®n con Rodolfo, aunque lejana, desde sus tiempos de jefe nacional del SEU, y me inspiraba confianza despu¨¦s de que hubiera ayudado a Su¨¢rez a impulsar la Ley de Reforma Pol¨ªtica, un paso previo a la llegada de la democracia para facilitar una especie de continuidad legal con las instituciones de la dictadura, a fin de evitar las acusaciones de perjurio al rey, toda vez que hab¨ªa prometido lealtad a los principios del Movimiento. De Ort¨ª Bord¨¢s guardaba en cambio muy mala imagen, originada en nuestros tiempos de la universidad. Me parec¨ªa un fascista trasnochado y no me inspiraba simpat¨ªa alguna.

¡ªLo que os voy a decir no quiero que salga de aqu¨ª ¡ªcoment¨¦.

Me invitaron a hablar con total libertad, garantiz¨¢ndome secreto absoluto.

¡ªAunque os parezca rid¨ªculo, yo s¨¦ qui¨¦n ha secuestrado a Oriol. S¨¦ c¨®mo se llama, conozco su ¨²ltimo domicilio y el de su novia.

Me miraron estupefactos. Les expliqu¨¦ enseguida las circunstancias en que se hab¨ªan entregado las notas, el inconfundible acento del interlocutor telef¨®nico, su osad¨ªa al presentarse en el bar ante los redactores del diario. Ort¨ª Bord¨¢s tom¨® notas de forma improvisada en el reverso de un tarjet¨®n. Luego a?ad¨ª algo que era fruto de mi propia reflexi¨®n y del an¨¢lisis hecho por un grupo de redactores.

¡ªPor el lugar donde se han depositado las notas y otros detalles menores ¡ªles dije¡ª, creemos que Oriol est¨¢ preso en un sitio no muy lejano del peri¨®dico, quiz¨¢ en el barrio de La Elipa.

No ten¨ªamos prueba alguna al respecto, pero s¨ª muchas intuiciones. Luego me encar¨¦ con los dos y les dije abiertamente:

¡ªEscuchad, s¨¦ que todo esto es muy complicado, y estoy dispuesto a colaborar con la polic¨ªa, con solo una condici¨®n: el ¨²nico interlocutor soy yo. No admito que sea interrogado ning¨²n redactor del diario. Si se rompe esta regla no podremos seguir adelante.

No respondieron nada a mi solicitud, pero di por hecho que habr¨ªa de cumplirse. El gobierno continuaba absolutamente a ciegas sobre la autor¨ªa del secuestro y nos necesitaba.

Abandon¨¦ el ministerio pasadas las tres de la tarde y me dirig¨ª a casa de mis padres, donde acostumbraba a almorzar los domingos con mi familia. Apenas emple¨¦ diez minutos en el trayecto, un cuarto de hora a lo m¨¢ximo. Cuando llegu¨¦ mi madre me estaba esperando con el tel¨¦fono en la mano y me dijo:

¡ªTe llama Rodolfo Mart¨ªn Villa.

¡ªNo puede ser ¡ªprotest¨¦¡ª, acabo de estar con ¨¦l.

¡ªPues est¨¢ ¨¦l mismo al aparato.

Me abalanc¨¦ sobre el auricular y no tuve ni siquiera ocasi¨®n de preguntar nada.

Una multitud acompa?a el f¨¦retro de uno de los abogados asesinados en Atocha.
Una multitud acompa?a el f¨¦retro de uno de los abogados asesinados en Atocha.Antonio Gabriel

¡ªLo que has contado funciona. Estamos sobre la pista de P¨ªo Moa y los datos vuestros son coherentes. Te ruego que no lo publiques todav¨ªa.

¡ªY yo te insisto en que ning¨²n redactor nuestro sea detenido ni interrogado.

Colgu¨¦ convencido de que se acababa de abrir la caja de los truenos. Los acontecimientos posteriores as¨ª lo demostraron.

El secuestro de Oriol y Urquijo se convirti¨® en una verdadera pesadilla para el gobierno, que se encontraba absolutamente a ciegas respecto a lo que suced¨ªa. Los secuestradores continuaron enviando recados a nuestra redacci¨®n en que exig¨ªan la liberaci¨®n de varios presos pol¨ªticos, una suma de dinero importante, a la que renunciar¨ªan en el curso de los acontecimientos, y un avi¨®n que los condujera a Argel. Varios despachos de abogados, entre ellos el de Joaqu¨ªn Ruiz-Gim¨¦nez, se ofrecieron p¨²blicamente como intermediarios para negociar, y el gobierno me pidi¨® que nuestros periodistas trataran de conectar con el Partido Comunista Reconstituido (PCR), el brazo pol¨ªtico de los GRAPO. En la redacci¨®n hab¨ªa un militante de dicho partido del que todos sospechaban que era un confidente policial. Le preguntamos por las posibilidades de establecer un contacto y, sin dar una respuesta afirmativa, dio a entender que pod¨ªa intentarse. Mientras tanto el juez de la Audiencia Nacional Jos¨¦ Mar¨ªa Carretero, un instructor de talante democr¨¢tico que se encontraba de guardia el d¨ªa de autos, se encarg¨® de la investigaci¨®n. Me llam¨® a declarar y me comunic¨® que los tel¨¦fonos del diario iban a ser intervenidos. Al poco se estacion¨® una furgoneta delante de nuestra sede que evidentemente cumpl¨ªa con una funci¨®n de vigilancia. Los militares del servicio de inteligencia fueron por su parte m¨¢s expeditivos. Un capit¨¢n al mando de otros cuatro o cinco oficiales se me present¨® solicitando que les proporcionara un despacho cercano al m¨ªo para poder intervenir las l¨ªneas telef¨®nicas del diario. Despu¨¦s de una breve negociaci¨®n con el gobierno me vi obligado a acceder a dicho ruego. No se fiaban del juez Carretero y pretend¨ªan abrir una l¨ªnea de investigaci¨®n diferente. Desde una habitaci¨®n contigua a mi secretar¨ªa, los militares intentaron una negociaci¨®n con un presunto representante de los secuestradores y hubo un equipo que se desplaz¨® a Par¨ªs con una maleta repleta de billetes en un intento fallido de pagar el rescate. Ros¨®n por su parte me pidi¨® que hablase con el embajador argelino, con el que yo guardaba una cierta amistad, y le preguntara si su gobierno estaba dispuesto a conceder asilo a los terroristas. Me negu¨¦ en un principio, pero ced¨ª despu¨¦s a la solicitud, cuando el propio Ros¨®n me explic¨® que el gobierno no pod¨ªa dar signos de debilidad haciendo una consulta oficial al respecto. Llam¨¦ pues al embajador. Se sinti¨® muy sorprendido y me pregunt¨® por qu¨¦ no se le preguntaba por la adecuada v¨ªa diplom¨¢tica. Tuve que pedir disculpas por mi intervenci¨®n y comprend¨ª que hab¨ªa sido utilizado de mala manera. Pero la vida de Oriol y Urquijo peligraba y, con ella, todo el proceso de transici¨®n reci¨¦n iniciado con la Ley de Reforma Pol¨ªtica. Me parec¨ªa un deber moral tratar de cooperar con el gobierno para ayudar a evitar un desastre. Naturalmente mi actitud respond¨ªa tambi¨¦n a los indudables r¨¦ditos informativos que nos produc¨ªa el estar en el n¨²cleo de la noticia. Esto era as¨ª hasta tal punto que, cuando los secuestradores dieron un ultim¨¢tum si no se cumpl¨ªan sus condiciones y anunciaron que ejecutar¨ªan a su reh¨¦n, el ministro Reguera me llam¨® varias veces por tel¨¦fono la noche en que se cumpli¨® el plazo para saber si ten¨ªamos noticias del desenlace. ?Piensan que te van a arrojar el cad¨¢ver de Oriol a la puerta del peri¨®dico?, me coment¨® Mart¨ªn Prieto, por entonces mi mano derecha como adjunto a la direcci¨®n. Y algo deb¨ªa de haber al respecto. Pero los terroristas decidieron dar marcha atr¨¢s en sus amenazas y enviaron una fotograf¨ªa del secuestrado en el que este aparec¨ªa leyendo un ejemplar de EL PA?S de una fecha reciente, posterior al cumplimiento del ultim¨¢tum, como prueba de vida.

Convertido nuestro peri¨®dico en casi el ¨²nico v¨ªnculo de di¨¢logo con los secuestradores (semanas m¨¢s tarde enviar¨ªan tambi¨¦n algunos comunicados a la redacci¨®n de Informaciones, dirigida por Jes¨²s de la Serna), anunciaron su disposici¨®n a hablar con los hijos del reh¨¦n. Exigieron que el contacto se confirmara a trav¨¦s de un anuncio en el peri¨®dico y as¨ª lo organizamos. Los equipos de intervenci¨®n de las comunicaciones nos pidieron que el di¨¢logo tuviera lugar desde la centralita del diario, a la que me traslad¨¦ junto con los familiares de la v¨ªctima. La conversaci¨®n dur¨® poco, porque los terroristas no propusieron nada nuevo. Uno de los hijos de Oriol pidi¨® hablar con su padre, favor que no le fue concedido, y acab¨® presa de una enorme excitaci¨®n insultando a sus captores: ?Sois unos hijos de puta, cabrones, nos las pagar¨¦is?. Todos esos incidentes hicieron que aumentara extraordinariamente la tensi¨®n interna en el peri¨®dico. Los redactores se sent¨ªan amenazados, escudri?ados e indefensos, y no solo los que cubr¨ªan la informaci¨®n del secuestro. Algunos de los que se hab¨ªan puesto en contacto con militantes del PCR comenzaron a temer por su seguridad f¨ªsica. ?ngel Luis de la Calle entr¨® una tarde en mi despacho con la cara visiblemente demacrada y blandiendo un tubito de metal. Era el conducto del l¨ªquido de frenos de su coche, que en su opini¨®n hab¨ªa sido serrado por alguien para provocarle un accidente. Comuniqu¨¦ al gobierno los hechos y no recuerdo ahora si llegamos a presentar una denuncia en comisar¨ªa, siguiendo mi primer impulso. Desistimos entonces de tratar de establecer di¨¢logo alguno con los secuestradores, que continuaban depositando mensajes en cabinas telef¨®nicas, lavabos de bares, estaciones de metro y bancos de los parques p¨²blicos. En cierta ocasi¨®n el equipo que fue a recoger uno de dichos recados fue detenido con brutalidad por la polic¨ªa, que pretext¨® haberlos confundido con los propios terroristas. Metieron el ca?¨®n de sus pistolas en la boca de uno de los reporteros mientras a otro le bajaban la cremallera de la bragueta al tiempo que le apuntaban a los genitales. Conducidos a la Direcci¨®n General de Seguridad, en la Puerta del Sol, fueron golpeados e interrogados hasta que una intervenci¨®n directa del ministro, con quien yo me encontraba a la espera del comunicado, determin¨® su liberaci¨®n. Mientras padec¨ªamos aquella sarta de agresiones, combinadas con frecuentes visitas de la polic¨ªa secreta que pretend¨ªan intimidarme, como si de alguna manera el diario fuera responsable de los hechos, iba creciendo entre nosotros la impresi¨®n de que el GRAPO y el PCR eran en realidad montajes policiales que se les hab¨ªan escapado de las manos a sus creadores. El secuestro de Oriol parec¨ªa formar parte de una estrategia de desestabilizaci¨®n dise?ada por alguien dispuesto a impedir el proceso democr¨¢tico. Para colmo, se encarg¨® de la investigaci¨®n un tal comisario Conesa, inspector durante el franquismo de la Brigada Pol¨ªtico-Social, una especie de Gestapo de la dictadura. Corr¨ªan sobre ¨¦l toda clase de fundadas leyendas acerca de su siniestro proceder con los detenidos, a los que torturaba con indisimulado placer. Javier Pradera hab¨ªa sido interrogado por ¨¦l cuando le detuvieron durante los disturbios estudiantiles de 1956. Se neg¨® a declarar exhibiendo su condici¨®n de oficial jur¨ªdico del ej¨¦rcito. El polic¨ªa sufri¨® entonces un ataque de ira, comenz¨® a aporrear con fuerza su mesa y a insultarle, ?pero no me toc¨® un pelo, porque sab¨ªa que no pod¨ªa hacerlo y que deb¨ªa ponerme de inmediato a disposici¨®n de las autoridades militares?. Estas prefirieron pactar con ¨¦l una discreta salida del cuerpo antes que el esc¨¢ndalo de someter a consejo de guerra al hijo de un m¨¢rtir de la Cruzada Nacional y nieto del fundador del pensamiento tradicionalista espa?ol que inspiraba los valores del Movimiento.

El tiempo pasaba mientras menudeaban nuevos mensajes de los secuestradores y cartas del reh¨¦n a su familia, entregadas a veces a la redacci¨®n de Informaciones y prioritariamente a la nuestra. Parec¨ªa como si se hubiera estabilizado la situaci¨®n. Oriol insist¨ªa en sus misivas en la necesidad de una negociaci¨®n que permitiera liberarle, y yo me reun¨ªa con frecuencia con miembros del gobierno y con el yerno del reh¨¦n, Miguel Primo de Rivera, para tratar de colaborar en el rescate potencial de la v¨ªctima. Llegamos a publicar un editorial que conten¨ªa un mensaje en clave para los terroristas, tal y como ellos demandaron. Pero la actualidad pol¨ªtica se ve¨ªa agitada por otros intereses, singularmente los de la posibilidad o no de que se crearan partidos pol¨ªticos despu¨¦s de la reforma aprobada en refer¨¦ndum, y la eventualidad de que los comunistas decidieran integrarse en el proceso, pese a que los militares hab¨ªan recibido promesas formales de Su¨¢rez en el sentido de que no se les permitir¨ªa.

En esas circunstancias, en v¨ªsperas de Nochebuena fue detenido en Madrid Santiago Carrillo, que ya hab¨ªa entrado antes repetidas veces en Espa?a disfrazado con una peluca rubia. La noticia de su apresamiento caus¨® un verdadero terremoto en la opini¨®n internacional, solo comparable al generado en Espa?a por la de su puesta en libertad, al filo del A?o Nuevo. Los c¨ªrculos franquistas comenzaban a ver en Su¨¢rez un aut¨¦ntico traidor al r¨¦gimen del que proced¨ªa y as¨ª lo expresaban p¨²blicamente y sin tapujos. Adem¨¢s el deterioro de la situaci¨®n econ¨®mica era cada vez m¨¢s palpable, con inflaciones de dos d¨ªgitos y un aumento considerable del paro, al tiempo que muchos empresarios, movilizados por los restos del sindicalismo vertical, sal¨ªan a manifestarse en la calle en contra del proceso democr¨¢tico. A principios de enero los GRAPO, todav¨ªa con Oriol en su poder, sorprendieron a la opini¨®n p¨²blica con un llamamiento a la huelga general que apenas fue secundado. Parec¨ªa que quisieran contribuir a la desestabilizaci¨®n por cualquier medio y fueran conscientes de que la evoluci¨®n de los acontecimientos pol¨ªticos les iba quitando protagonismo. Si eran un grupo aut¨®nomo o estaban efectivamente manipulados por los sectores ultraderechistas es algo todav¨ªa pendiente de esclarecer, aunque ya he se?alado que esa era la impresi¨®n que se ten¨ªa en muchos despachos de la capital. De lo que no cabe la menor duda es de que en aquellos d¨ªas los sectores ultrarreaccionarios se emplearon a fondo para tratar de truncar la llegada de la democracia. El domingo 23 de enero un estudiante que participaba en una manifestaci¨®n en el centro de Madrid, en solicitud de la amnist¨ªa pol¨ªtica, fue muerto a tiros por un pistolero fascista. Al d¨ªa siguiente una joven integrante de una protesta por el asesinato del anterior muri¨® v¨ªctima de la brutal represi¨®n contra los manifestantes desatada por la polic¨ªa antidisturbios. Casi a la misma hora el general Villaescusa Quilis, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, era aprehendido por un comando de los GRAPO a la puerta de su casa, un apartamento de un condominio en el que se hallaba tambi¨¦n el domicilio de Jes¨²s Polanco.

Ese mismo lunes, bautizado como el ?lunes negro de la Transici¨®n?, yo hab¨ªa sido invitado a cenar a casa de Julio Fern¨¢ndez, que hab¨ªa ayudado a resolver los problemas de nuestros talleres de impresi¨®n. Apenas hab¨ªa dado cuenta del primer plato, el redactor jefe del peri¨®dico me llam¨® presa de gran agitaci¨®n: hab¨ªa sucedido un tiroteo en un despacho de abogados y varios de ellos estaban muertos. Dej¨¦ plantados a mis anfitriones y me traslad¨¦ de inmediato a la redacci¨®n, donde me explicaron que se trataba de un atentado contra un bufete laboralista muy conocido. Minutos despu¨¦s llam¨® el teniente general Guti¨¦rrez Mellado:

El general Guti¨¦rrez Mellado con Adolfo Su¨¢rez el 6 de enero de 1977.
El general Guti¨¦rrez Mellado con Adolfo Su¨¢rez el 6 de enero de 1977.C¨¦sar Lucas

¡ª?Qu¨¦ cree usted que est¨¢ pasando, Cebri¨¢n?

¡ªEstamos ante una conspiraci¨®n ¡ªle dije¡ª; no pueden ocurrir tantas cosas en un solo d¨ªa sin que alguien lo haya coordinado. Aunque quiz¨¢ basta con agitar el cotarro para que algo as¨ª suceda y alimentar un estado de ¨¢nimo contra el gobierno.

¡ªEso mismo pienso yo.

Guti¨¦rrez Mellado hab¨ªa sido nombrado meses antes vicepresidente del gobierno para asuntos de la Defensa, una vez que hab¨ªa dimitido el general De Santiago de dicho puesto por su disconformidad con la reforma pol¨ªtica incoada por Su¨¢rez. Era un hombre menudo, enjuto, de gesto contenido y porte elegante. Hab¨ªa trabajado como informador de las tropas franquistas y fue miembro de la quinta columna durante la Guerra Civil. En los a?os finales de la dictadura se hab¨ªa distinguido por su talante aperturista, que le granje¨® la inquina y hasta el desprecio de algunos de sus compa?eros de armas. Uno de los que m¨¢s contribuyeron a su evoluci¨®n ideol¨®gica fue su hijo Luis, antiguo compa?ero m¨ªo en el colegio del Pilar y en la Congregaci¨®n Universitaria. A trav¨¦s de Luis entabl¨¦ contacto con su padre, que se esforz¨® durante meses en potenciar encuentros con el presidente Su¨¢rez. Nos reun¨ªamos a cenar de modo informal en diversos restaurantes. Adolfo explicaba su visi¨®n de la reforma pol¨ªtica, sus preocupaciones y cuitas por las resistencias de sus antiguos amigos falangistas a enterrar definitivamente las cenizas del franquismo. Desde un principio qued¨® patente la admiraci¨®n y el cari?o que el general profesaba respecto al primer ministro y su lealtad incondicional a ¨¦l. Se esforzaba en ponderarnos la magnitud del trabajo que hab¨ªa emprendido y que no era todav¨ªa bien valorado ni por los nost¨¢lgicos de la dictadura ni por los demandantes de un r¨¦gimen plenamente democr¨¢tico. Frente a la decidida actitud de Su¨¢rez y el rey de continuar con el proceso se alzaban poderosas fuerzas, coaligadas de forma objetiva ese fin de semana para sembrar el terror en Madrid. La tesis de la conspiraci¨®n fue abiertamente sostenida por EL PA?S en un editorial, y poco despu¨¦s pareci¨® verse confirmada por la incoherente actividad de los propios GRAPO. Algunos de los identificados por la polic¨ªa como los captores de Oriol y Villaescusa se arriesgaron, mientras manten¨ªan a sus rehenes, a atracar varias entidades bancarias en el sur de Madrid el mismo d¨ªa que en la capital se preparaba una gran manifestaci¨®n, auspiciada por el todav¨ªa ilegal partido comunista, con motivo del entierro de los laboralistas acribillados en Atocha. Tres guardias civiles fueron asesinados en el curso de los asaltos, pero tanta violencia no logr¨® desalentar a los ciudadanos. La multitud pac¨ªfica que acompa?¨® esa misma tarde al duelo por las v¨ªctimas del bufete fue una gran demostraci¨®n c¨ªvica con la que los comunistas demostraron su voluntad de integrarse abiertamente en el proceso democr¨¢tico. La manifestaci¨®n f¨²nebre recorri¨® en impresionante silencio, sin distintivos ni pancartas, los barrios burgueses de la capital ante la mirada at¨®nita de muchos de sus habitantes, sorprendidos por la madurez y el sentido de la solidaridad que los comunistas demostraron en esa ocasi¨®n.

Habida cuenta del nivel de agitaci¨®n en la opini¨®n p¨²blica y el menudeo de ataques terroristas ¡ªtodav¨ªa no s¨¦ si tambi¨¦n de informaciones o datos que nunca se me comunicaron¡ª, Ros¨®n decidi¨® ponerme escolta policial, pese a que yo cre¨ªa que en aquellas circunstancias era sobre todo de la polic¨ªa de la que deb¨ªa desconfiar. Se encarg¨® de mi protecci¨®n un inspector joven con cierto aspecto yey¨¦ que con frecuencia se retrasaba a la hora de recogerme. En ocasiones era tosco y maleducado en sus formas, pero llegu¨¦ a tomarle cierto cari?o y contin¨²a ocupando el puesto de decano entre las numerosas personas que se han ocupado desde entonces de mi seguridad.

Viv¨ªamos en un chalet adosado junto a la calle Arturo Soria, en el fondo de una calle sin salida, por la que no transcurr¨ªa tr¨¢fico rodado alguno, salvo el de los coches de los cinco vecinos que all¨ª habit¨¢bamos, entre ellos el padre de mi primera mujer. Una ma?ana soleada de febrero, poco despu¨¦s del lunes negro de Atocha, estaba yo esperando a mi guardaespaldas cuando son¨® el timbre de la puerta. Me encontraba solo en casa, los ni?os en el colegio, mi mujer en su trabajo, y el personal de servicio no hab¨ªa llegado todav¨ªa. Al abrir me acos¨® un individuo fornido, mal encarado, de cara tan grasienta como la gabardina en que embut¨ªa su corpulenta humanidad.

¡ª?Es este el domicilio de Juan Luis Cebri¨¢n?

Santiago Carrillo muestra su carn¨¦ del PCE el 10 de diciembre de 1976, tras su regreso a Espa?a.
Santiago Carrillo muestra su carn¨¦ del PCE el 10 de diciembre de 1976, tras su regreso a Espa?a.Marisa Fl¨®rez

¡ªS¨ª, yo mismo ¡ªrespond¨ª al tiempo que un nutrido grupo de hombres vestidos de civil se agolpaba detr¨¢s del intruso y hac¨ªa su aparici¨®n un oficial de la Benem¨¦rita, gente mayor, de aspecto esmirriado, tocado con el inevitable tricornio de charol, que esboz¨® un t¨ªmido saludo militar. El de la gabardina me abronc¨® en tono desabrido:

¡ªVenimos a practicar un registro.

No dio lugar a solicitarle orden alguna porque enseguida culmin¨® su anuncio con una advertencia a?adida:

¡ªEs innecesario mandato judicial porque le aplicamos la Ley Antiterrorista.

Se trataba de una norma legal aprobada en las postrimer¨ªas del franquismo que permit¨ªa la entrada indiscriminada en los domicilios de los ciudadanos por parte de las fuerzas del orden si exist¨ªa sospecha de que se estuvieran practicando actividades subversivas.

Empuj¨® con fuerza la puerta, aunque yo no ofrec¨ª ninguna resistencia, y entraron en tromba cerca de una docena de hombres, algunos armados de subfusiles, casi todos con cara circunspecta, mientras el del tricornio pretend¨ªa disculparse:

¡ªLo siento, soy el comandante de la l¨ªnea; no tengo nada que ver con esto, pero las ordenanzas mandan que he de personarme en casos semejantes.

Durante cerca de una hora aquella manada de bestias arras¨® materialmente mi casa. Levantaron alfombras, investigaron posibles zulos en las paredes, tante¨¢ndolas con las culatas de sus metralletas o pateando con aparente atenci¨®n la tarima, escrudi?aron las armas de juguete de mis hijos, descendieron a las instalaciones de depuraci¨®n de la piscina, abrieron armarios y archivos, pero no se interesaron por ning¨²n documento y no dieron explicaci¨®n alguna de lo que estaban buscando. Mi escolta lleg¨® en mitad de la operaci¨®n y al ver tal concentraci¨®n de fuerzas policiales ante mi casa pens¨® que hab¨ªa sufrido un atentado o poco menos. Intent¨® mediar con los responsables del registro, pero le explicaron que eran Guardia Civil y ¨¦l, de la Polic¨ªa Nacional, por lo que no ten¨ªan nada que compartir. Cuando terminaron me pusieron un papel a la firma y se negaron a contestarme a la pregunta: ??Qu¨¦ est¨¢n buscando en mi casa??.

?Buscaban a Oriol ¡ªme dijo aquella misma tarde Guti¨¦rrez Mellado¡ª, pero no es cre¨ªble. Se trata de una provocaci¨®n.? Poco despu¨¦s de que las fuerzas de ocupaci¨®n desalojaran mi domicilio me traslad¨¦ al peri¨®dico, desde donde llam¨¦ a Su¨¢rez para explicarle lo sucedido. Enseguida me telefone¨® el vicepresidente, que am¨¦n de disculparse me pidi¨® que fuera a visitarle de inmediato. Ya en su despacho me confes¨® su amargura por la situaci¨®n en las fuerzas armadas y en los cuerpos de seguridad del Estado.

?La agresi¨®n contra usted viene del Servicio de Informaci¨®n de la Guardia Civil, un departamento que nada tiene que ver con la tradici¨®n y el car¨¢cter del cuerpo y que habr¨ªa que eliminar de inmediato. Aqu¨ª todo el mundo quiere tener sus esp¨ªas y son un desastre, no se enteran de nada, no hacen m¨¢s que intrigar unos contra otros. Ahora dicen que buscaban a Oriol en su casa porque su foto, en la que enarbolaba un ejemplar de EL PA?S, pod¨ªa ser un mensaje oculto de los secuestradores y aun del propio secuestrado. Pamplinas. Es una excusa idiota, no hace sino empeorar las cosas. ?C¨®mo buscar a un reh¨¦n en casa de alguien que cuenta con protecci¨®n policial y, por lo tanto, est¨¢ de paso bajo vigilancia??

Trat¨¦ de quitar importancia al incidente en lo que me afectaba de forma personal. El general me hablaba en realidad m¨¢s de sus problemas que de los m¨ªos. Faltaba poco tiempo para que grupos de militares fascistas aporrearan su coche en los funerales de las v¨ªctimas de ETA reclamando la llegada del ej¨¦rcito al poder, y ya hab¨ªa tenido que enfrentarse a la sorda rebeli¨®n de muchos cuartos de banderas. No tan sorda. A diario me llegaban denuncias de soldados arrestados por leer EL PA?S en el cuartel, o de la prohibici¨®n de que nuestro peri¨®dico entrara en muchas dependencias militares. Los nost¨¢lgicos del r¨¦gimen lo hab¨ªan identificado como el s¨ªmbolo de la democracia y entend¨ªan que hostigarnos a nosotros era una manera de dificultarla o incluso de impedirla.

Despu¨¦s del registro de mi chalet la Guardia Civil se dedic¨® a explorar todo el barrio, como dando a entender que ten¨ªan informaci¨®n fiable de que los rehenes no andaban lejos y justificar as¨ª la violaci¨®n de mi domicilio. Hasta que cuatro d¨ªas m¨¢s tarde se anunci¨® su liberaci¨®n por las fuerzas del orden. Varias horas antes de que se hiciera p¨²blica fuentes del gobierno me comunicaron la noticia. Nuevamente tuve la impresi¨®n de que alguien trataba de ganar tiempo para ofrecer una explicaci¨®n coherente de los hechos, de modo que las autoridades incurrieron en numerosas contradicciones respecto al modo y tiempo en que se llev¨® a cabo la operaci¨®n. Asist¨ª personalmente, por expresa invitaci¨®n del ministro Mart¨ªn Villa, a la rueda de prensa en la que el comisario Conesa dio explicaciones sobre lo que calific¨® de ?brillante operaci¨®n de la polic¨ªa? y regres¨¦ a mi casa aquella noche con la convicci¨®n de que si los guardias no eran tambi¨¦n los ladrones en aquella historia, cuando menos hab¨ªa demasiadas concomitancias entre ellos. Desde aquellos lejanos d¨ªas, nunca me ha abandonado la impresi¨®n, osar¨ªa incluso decir la convicci¨®n, de que el secuestro de Oriol y la actividad del grupo terrorista que lo perpetr¨® formaban parte de una trama manipulada por los servicios policiales de la ¨¦poca. Andando el tiempo la mayor¨ªa de los que perpetraron el crimen fueron abatidos a tiros por las fuerzas del orden, pero P¨ªo Moa, acusado tambi¨¦n de participar en el asesinato de un polic¨ªa nacional el 1 de octubre de 1975, fue condenado por su papel en el secuestro a un solo a?o de c¨¢rcel que no tuvo que cumplir. Hoy se dedica a dar lecciones de moralidad y de historia en cuantas tribunas de la extrema derecha encuentra amparo.

Quedaba pendiente por aclarar el allanamiento de mi casa, que hab¨ªa causado gran conmoci¨®n porque constitu¨ªa una agresi¨®n directa al peri¨®dico. Miguel ?ngel Aguilar, a la saz¨®n periodista de Diario 16, me asegur¨® que el general S¨¢enz de Santamar¨ªa, jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, era su responsable directo, y as¨ª se lo habr¨ªa confesado ¨¦l mismo mientras tomaban copas en el bar Pigmali¨®n, en la calle Pinar de Madrid, lugar habitual de encuentro de los servicios de inteligencia espa?oles, aunque denominarlos as¨ª constituyera una indescriptible generosidad sem¨¢ntica. ?A este le voy a desmontar yo la segadora?, le coment¨® el militar un par de d¨ªas antes del allanamiento de mi casa. Hac¨ªa referencia a un documental que la Televisi¨®n Espa?ola proyect¨® sobre mi familia y en el que yo aparec¨ªa jugando con mis hijos y cortando el c¨¦sped de mi jard¨ªn.

Frente a la decidida actitud de Su¨¢rez y el rey para continuar el proceso, se alzaban poderosas fuerzas

Liberados los rehenes, fuera por arrepentimiento o, m¨¢s probablemente, porque alguien le dio la orden, el general pidi¨® un encuentro conmigo. Polanco organiz¨® una cena en un reservado del resturante La Nicolasa, un lugar de moda donde serv¨ªan buena cocina vasca en medio de una espantosa decoraci¨®n. Acud¨ª a rega?adientes solo porque me lo pidi¨® Jes¨²s. S¨¢enz de Santamar¨ªa era muy bajo de estatura, rechoncho, de complexi¨®n robusta, y ten¨ªa un gesto adusto y distante, como correspond¨ªa a quien hab¨ªa sido uno de los represores del maquis en Galicia, donde adquiri¨® fama como sanguinario jefe de la contrapartida. Lleg¨® a la cita vestido de civil, parapetado tras unas inevitables gafas oscuras que no se quitaba ni de d¨ªa ni de noche. Durante la conversaci¨®n enton¨® un mea culpa en toda regla, aunque insisti¨® en el posible mensaje oculto tras la fotograf¨ªa de Oriol, versi¨®n ya desechada por todos a esas alturas. Fuera por el alcohol, que consumimos generosamente, o por lo expl¨ªcito de la conversaci¨®n, sus severas facciones comenzaron a ablandarse a lo largo de las casi tres horas que dur¨® el encuentro y se inici¨® entre nosotros la forja de una incipiente simpat¨ªa mutua que habr¨ªa de intensificarse con los a?os. Santamar¨ªa demostrar¨ªa m¨¢s tarde, en ocasi¨®n del golpe de Estado del 23F, su fidelidad al nuevo r¨¦gimen, con el que probablemente manten¨ªa m¨¢s disensiones intelectuales y an¨ªmicas de las que abiertamente expresaba.

Otro encuentro casi inevitable tras la liberaci¨®n de Oriol fue una cita con el propio secuestrado, organizada por Miguel Primo de Rivera. Jes¨²s de la Serna y yo, directores de los dos peri¨®dicos que hab¨ªan mantenido contacto con los plagiarios, fuimos invitados a almorzar a casa de su suegro en El Plant¨ªo, una mansi¨®n sin car¨¢cter construida en medio de un bosquecillo que la familia Oriol hab¨ªa urbanizado con prudencia. Acompa?aron al presidente del Consejo de Estado todos sus hijos con los c¨®nyuges respectivos. Oriol hab¨ªa sido ministro de Justicia con Franco y era uno de los m¨¢s conspicuos representantes del integrismo cat¨®lico y del capitalismo olig¨¢rquico. Su familia llevaba d¨¦cadas ligada a la industria el¨¦ctrica, que gozaba merecida fama de ser un aut¨¦ntico poder dentro del Estado. Se mostr¨® amable durante el almuerzo, emocionado a ratos por su propio relato, plagado de an¨¦cdotas que pon¨ªan de relieve el leve s¨ªndrome de Estocolmo del que fue presa. Entre todas ellas me llam¨® la atenci¨®n la que se refer¨ªa al momento mismo de su captura. ?Me sentaron en un coche en la parte trasera, junto a la ventanilla izquierda, me calaron una chapela y me colocaron un ni?o en brazos. Yo deb¨ªa parecer el abuelito. Apenas unos metros despu¨¦s de salir del despacho, en la calle Alfonso XII, un sem¨¢foro en rojo oblig¨® a detenerse a nuestro auto. Y, ?mira por d¨®nde!, par¨® junto a nosotros, al lado mismo m¨ªo, un coche de la Polic¨ªa Nacional. El guardia que iba en el asiento del copiloto me vio a trav¨¦s de la ventanilla, y nuestras miradas se cruzaron. Tentado estuve de hacer alguna se?a, pero tem¨ª que un error m¨ªo desatara la violencia. No fue mi vida la que quise proteger, sino la del ni?o que ten¨ªa sobre las rodillas. Quiz¨¢ si me hubiera atrevido el secuestro habr¨ªa terminado ah¨ª.? Pero aquel hombre ya entrado en a?os, combatiente en la guerra fratricida de Espa?a, condecorado por su pregonado hero¨ªsmo con una cruz al m¨¦rito militar, se qued¨® paralizado. Enseguida la luz verde del sem¨¢foro franque¨® el paso al veh¨ªculo de sus secuestradores.

Reacci¨®n muy distinta habr¨ªa tenido desde luego el general S¨¢enz de Santamar¨ªa en caso de encontrarse en parecida situaci¨®n. Despu¨¦s de la cena en La Nicolasa, tormentosa en muchos aspectos, divertida en otros, salimos a la calle Vel¨¢zquez. Pasaba la una de la madrugada y apenas hab¨ªa tr¨¢nsito. Nos detuvimos a despedirnos sobre la acera, envueltos en la humedad de la noche.

¡ªEs que tambi¨¦n los periodistas sois la leche ¡ªme increp¨® en tono amistoso¡ª. Vamos, que ten¨¦is dos cojones. ?Mira que esos cuentos de la Marietta...!

¡ª?Qu¨¦ pasa con la Marietta? ¡ªle interrogu¨¦.

Hab¨ªamos publicado que un grupo de fascistas italianos merodeaba por Madrid y sus miembros eran responsables de numerosos ataques violentos; se les relacionaba entre otros con los disturbios protagonizados por una facci¨®n carlista que encabezaba Sixto de Borb¨®n y Parma, hermano de Carlos Hugo, pretendiente tradicionalista al trono y cu?ado de la reina Juliana de Holanda. Se aseguraba tambi¨¦n que habr¨ªan podido proporcionar a los terroristas de extrema derecha, principalmente a los asesinos de Atocha, armas sofisticadas, como la pistola ametralladora Ingram, de fabricaci¨®n americana y a la que en la jerga del hampa pol¨ªtica se la bautiz¨® con el nombre de Marietta.

¡ªPues con la Marietta no pasa nada, ?caramba! Son todo cuentos chinos. Mira, ?quieres ver una?

Abri¨® la guantera de su coche al tiempo que me hac¨ªa la pregunta y sac¨® de su interior una de aquellas maquinitas de matar.

¡ª?Ves? Es c¨®moda y ligera, una buena chica ¡ªcoment¨® al tiempo que desplegaba la culata.

Hizo como que disparaba al aire.

¡ª?Ratatatat¨¢! ¡ªexclam¨® entre carcajadas, luego arroj¨® el arma sobre el asiento contiguo al del conductor, se puso ¨¦l mismo al volante y arranc¨® perdi¨¦ndose entre la bruma de la madrugada.

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