Golpes en la cabeza
Los intentos de saltar el cerco de lo apropiado me convirtieron en una lectora febril. Los libros me part¨ªan la cabeza porque no eran para m¨ª
Seguramente era una ni?a pretenciosa y pedante. No me gustaban los cuentos adaptados a la medida de lo que se juzgaba la capacidad ¡°infantil¡±. Por azar hab¨ªa recibido como regalo un tomo con versiones completas de los hermanos Grimm y, tambi¨¦n por azar, me hab¨ªan parecido m¨¢s interesantes que las jibarizaciones ilustradas. Desde chica me hab¨ªa acostumbrado a que me leyeran versiones completas de Huckleberry Finn o de Ivanhoe, ediciones de Sopena impresas en cuerpo min¨²sculo a dos columnas. Esa disposici¨®n de la p¨¢gina me tranquilizaba sobre la categor¨ªa de lo que me le¨ªan.
Un d¨ªa, mi padre lleg¨® con 10 libros de Julio Verne. Mi madre arm¨® una batahola: ¡°La chica no tiene edad para entender eso sola. Y nosotras [es decir, ella y sus hermanas] no vamos a convertirnos en esclavas lectoras¡±. Mi padre, un optimista esc¨¦ptico, si se permite la contradicci¨®n, se encogi¨® de hombros y dijo: ¡°Ya leer¨¢¡¡±.
Por supuesto, ten¨ªan raz¨®n las mujeres de la familia que no quer¨ªan convertirse en obligadas lectoras. Tambi¨¦n ten¨ªa raz¨®n mi padre, y desde ese momento hice lo que pude para demostrarlo. Me sentaba con La vuelta al mundo en ochenta d¨ªas y fing¨ªa leer, aunque me perd¨ªa casi todo. Ten¨ªa ocho a?os y esa novela me pasaba por encima.
Un d¨ªa, mi padre lleg¨® con 10 libros de Julio Verne. Mi madre arm¨® una batahola: ¡°La chica no tiene edad para entender eso sola
Dos o tres a?os despu¨¦s, a mi casa lleg¨® un tomo verde, tapas de cuero repujado, papel biblia, cantos dorados que encerraba un mundo a¨²n m¨¢s indescifrable: Obras selectas de Azor¨ªn. Me llam¨® la atenci¨®n el nombre del autor. Sonaba a diminutivo, una especie de apodo familiar: azor/Azor¨ªn, como chico/chiquil¨ªn. Pero tampoco sab¨ªa qu¨¦ era un azor. Una t¨ªa con respetables lecturas me dijo que el hombre era bastante conocido, miembro de una generaci¨®n llamada del 98. Me qued¨¦ pensando qu¨¦ era ¡°generaci¨®n¡± y qu¨¦ designaba 98: ?personas, batallones, hect¨¢reas de campo?
Aquel tomo verde era lujoso. Si estaba tan decorado deb¨ªa haber alguna raz¨®n. No la descubr¨ª hasta 10 a?os despu¨¦s, cuando estudi¨¦ a Azor¨ªn en el primer a?o de la universidad. Entonces sent¨ª una especie de satisfacci¨®n retrospectiva, una recompensa por la espera.
Mi padre era lector de pocos libros, pero lector fiel. Tengo todav¨ªa Las cartas de mi molino, de Alphonse Daudet, y la primera edici¨®n de la Historia de San Mart¨ªn y de la emancipaci¨®n sudamericana, de Bartolom¨¦ Mitre. En realidad, no me le¨ªa p¨¢ginas de esos libros, sino que me las contaba, pero con el ejemplar abierto como si hubiera necesitado de ese objeto para recordar algo que sab¨ªa de memoria. De ni?a, nunca pude explicarme por qu¨¦ a mi padre le gustaba tanto un cuento de Daudet, ¡®Los viejos¡¯, y especialmente la escena donde un viejo tembloroso y fr¨¢gil se trepa a una silla en busca de un frasco de cerezas en aguardiente para agasajar al amigo de su nieto, a quien no ve desde hace a?os. Me parec¨ªa una escena completamente normal y me perd¨ªa por completo la carga de nostalgia y de remordimiento que el narrador (el nieto ausente) no quiso disimular. Me preocupaban otros detalles: el gusto de la mermelada y la insistencia de los viejos para que su inesperado visitante la probara. Era un cuento sentimental y sencillo. Lo recuerdo perfectamente a pesar de haber entendido poco cuando mi padre lo repet¨ªa con cierta emoci¨®n.
A los 12 o 13 a?os, las cosas empezaron a cambiar. Todo lo que hab¨ªa le¨ªdo o escuchado hasta entonces me pareci¨® menos enigm¨¢tico y, al dejar de ser enigm¨¢tico, tambi¨¦n dej¨® de interesarme. Lo que yo buscaba no era el misterio de una trama narrativa, sino el secreto mismo de la lectura: algo que fuera resistente, lejano, incomprensible, fuera de mi mundo de palabras y de mi sintaxis elemental. Los libros eran mi principio de resistencia. No me gustaba que hicieran gestos amistosos, sino que abrieran un camino mucho m¨¢s interesante de acertijos y decepciones. Y sobre todo: libros que, desde la perspectiva de los adultos, fueran inadecuados.
Me atra¨ªa lo que no hab¨ªa sido pensado para m¨ª. Del mismo modo que, poco despu¨¦s, comenzaron a atraerme los libros ¡°prohibidos¡±
Me atra¨ªa lo que no hab¨ªa sido pensado para m¨ª. Del mismo modo que, poco despu¨¦s, comenzaron a atraerme los libros ¡°prohibidos¡±, esos que merec¨ªan la advertencia: ¡°No son para tu edad¡±. As¨ª le¨ª La romana, de Moravia, en una mezcla de aburrimiento y excitaci¨®n. Lo escond¨ªa adentro de un tomo del Tesoro de la juventud, que termin¨® descuajeringado, cuando, ante la proximidad de alg¨²n t¨ªo que entraba en el escritorio, deb¨ªa esconderlo a las apuradas debajo de dos vol¨²menes de la colecci¨®n Grandes Museos: libros bajo libros. Por esa misma ¨¦poca, me pasaron Lolita, en la traducci¨®n de Enrique Pezzoni. De nuevo no entend¨ª ni siquiera un desva¨ªdo esbozo de lo que all¨ª suced¨ªa. Pero supe tambi¨¦n que la novela estaba prohibida y eso me mantuvo en ella durante algunas decenas de p¨¢ginas.
Todos esos intentos de saltar el cerco de lo apropiado me convirtieron en una lectora obtusa y febril. Los libros me part¨ªan la cabeza, literalmente, porque no eran ¡°para m¨ª¡±, porque los le¨ªa de contrabando, porque deb¨ªa ocultarlos. Comenc¨¦ a comprar libros que tampoco entend¨ªa. Por esa ¨¦poca, asist¨ª a una representaci¨®n de Esperando a Godot. Hiciera lo que hiciera en adelante, ya estaba marcada.
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